Capítulo 102

El último intento

A mediodía, veintitrés horas antes de su boda, seguía sin noticias. Por la mañana había estado en el bufete y había firmado el contrato matrimonial. El matrimonio se casaba en régimen de separación de bienes, el marido había recibido de la fortuna de la mujer un préstamo de ciento diez mil marcos, setenta mil como participación en el negocio y cuarenta mil como préstamo personal…

—«La buena reputación» —susurró el señor Lange.

Si el matrimonio no tenía hijos, tras la muerte de la esposa la fortuna revertiría a la familia Eich; si los había, a los hijos…

Un contrato frío, desapasionado; junto a la firma de Karl Siebrecht estaban solo los nombres de los abogados como apoderados de Hertha Eich…

—¿Hay noticias? —preguntó Karl cuando depositó la pluma.

—Ninguna —respondió el señor Lange—. Nosotros estamos preparados para celebrar el matrimonio.

—El señor Eich no se ha dejado ver.

—No ha llegado ninguna contraorden, si es a eso a lo que se refiere, señor Siebrecht. Por lo que sabemos, el señor Eich ha salido de viaje.

—Pero sin la menor duda regresará puntual para la boda —afirmó deprisa el señor Messerschmidt—. El señor Eich aún no ha faltado a una cita.

—¡Es un gran consuelo! —contestó Karl Siebrecht antes de marcharse.

Después se sentó nuevamente en su oficina. Tenía ante él el correo que había que dictar, pero había mandado a la taquimecanógrafa que se marchase. Quedaban veintitrés horas para su boda, y Hertha seguía sin dar señales de vida. Ahora él casi deseaba que ella le telegrafiase un último «no», para que su destino quedase decidido de una vez. Descolgó el teléfono y pidió que le pusieran con su domicilio. Hizo las preguntas que con tanta frecuencia había repetido durante esos días:

—¿No ha estado nadie? ¿No se ha entregado nada? ¿Nadie ha telefoneado?

—No, señor director —contestaba Hilde, y él volvía a colgar.

¡Aún quedaban veintitrés horas, y quizá no tuviese la certeza hasta el último minuto! La puerta se abrió, apareció una joven…

—No quiero que me molesten —exclamó irritado.

—El señor Eich desea hablarle, señor director —comunicó la joven.

Entró el señor Eich. Parecía muy cambiado: vestía un gran abrigo esponjoso de pelo de camello que le llegaba casi a los zapatos y una gorra de viaje a cuadros. Su figura parecía haber encogido, el rostro estaba viejo y cansado, el mentón colgaba, la mirada fría y amarilla se había enturbiado. El señor Eich se dejó caer, exhausto, en un sillón y miró al hombre que tenía enfrente.

—Acabo de bajar del coche delante de su puerta, vengo de verla —le informó—. Lo he intentado todo, ella insiste en negarse.

Siebrecht miró en silencio al hombre de repente tan silencioso.

—Ahora le dejo las manos libres —le informó el señor Eich—. Tome un automóvil, un vehículo potente. Aún puede conseguirlo antes de mañana a mediodía. Está en la Selva de Turingia, en la zona de Coburgo. Mi chofer le anotará cómo ir. Hay un par de desvíos… —Siempre la mente sensata, prudente, incluso en la derrota—. Si no consigue nada, no es preciso que regrese, supongo que tendrá claro que entonces su papel habrá terminado. Usted no se repondrá nunca de eso. —Se levantó con esfuerzo—. Dicho sea de paso, yo tampoco —precisó—. Mi solicitud de jubilación está preparada encima de mi escritorio. Saldrá mañana a las once. —No le tendió la mano a su interlocutor—. No puedo desearle éxito. No es usted un hombre que haga felices a las mujeres. —Saludó con una breve inclinación de cabeza y se dispuso a abandonar la habitación.

—Un momento, señor Eich —dijo Karl Siebrecht—. ¿He entendido bien, me deja usted las manos libres?

—Me ha entendido perfectamente —contestó el señor Eich—. En este asunto usted no puede estropear nada —dijo, y se fue.

Desde ese momento, el director del Servicio Urgente Ferroviario de Berlín desapareció de la empresa. Sobre su mesa esperaban cartas, y una y otra vez entraba en el despacho del jefe el señor Körnig con un paquetito de cheques, pero el jefe había desaparecido.

El jefe estaba en el garaje, escogiendo un coche de alquiler, un monstruo imponente de laca negra y cuero, el arquetipo de la seguridad. Habló largo rato con el chofer, un hombre que parecía hecho según los mismos principios que su coche: un tipo bajo y recio, de rostro enérgico, la encarnación de la serenidad.

—Lo conseguiremos —dijo el chofer, revisando las notas del conductor de Eich—. Si podemos salir dentro de dos horas, lo lograremos sin la menor dificultad.

—Confío en que podremos partir dentro de dos horas. Téngalo todo a punto, reposte gasolina.

Él tomó un taxi con el que se dirigió a Artilleriestrasse. Al mencionar a su único invitado de boda se le había ocurrido la idea de pedir al capitán de caballería que le echara una mano en el peor de sus apuros. Ahora el momento había llegado, estaba atravesando el peor de los apuros, pero su excelente idea ya no le parecía tan excelente. Si él, el novio, no ejercía la menor influencia sobre esa joven, si el padre había regresado sin haber conseguido nada… ¿cómo iba a poder hacer algo un hombre al que Hertha Eich había visto una sola vez? Sí, era verdad, había sido una velada exitosa, pero regada con vino, un humor alegre único en su género los había elevado. De ello todavía no se infería nada.

—¿Y bien, hijo mío? —preguntó el capitán de caballería—. ¿Qué sucede? ¿Qué falta para la boda, novio feliz?

—¡La novia! —contestó Karl—. Hertha no quiere casarse conmigo. Se ha marchado a algún pueblo de Turingia. Su padre acaba de regresar de allí y tampoco ha conseguido nada: ¡ella se niega!

El capitán de caballería colocó su mano larga y estrecha sobre el hombro de Siebrecht, apretó. La presión fue intensa, como la de una garra de buitre.

—¿Qué es lo que has hecho? —preguntó—. ¿Qué le has hecho a la chica?

—Nada —contestó Karl Siebrecht resistiendo con paciencia la dura presión—. Que yo sepa, nada. Ella sencillamente no desea casarse.

—¡Pamplinas! —replicó el señor Von Senden—. No mientas. Yo os he visto, ella te quiere. Tienes que haber hecho algo increíble con tu egoísmo carente de escrúpulos.

—Ella se negó desde el principio a casarse conmigo. Se lo he pedido en innumerables ocasiones. La boda de mañana fue una imposición de su padre, pero ella volvió a negarse.

El capitán de caballería lo soltó.

—Entonces, complácela —dijo, escueto—. No siempre hay que casarse.

Karl Siebrecht contestó exasperado:

—Quiero casarme como es debido, y tener muchos hijos. ¿Puede usted imaginarse que la madre de mis hijos viaje por el mundo, vaya y venga a su antojo? ¡Pues yo no! —Miró un instante al capitán de caballería, luego añadió—: Pero ya no tengo tiempo para hablar. Adiós, señor Von Senden.

—Un momento, Karl —dijo el capitán de caballería, más cálido—. ¿Qué piensas hacer?

—Viajar para reunirme con ella e intentar convencerla de que no se puede querer lo uno sin tener que hacer lo otro.

—¿Y si a ella no le quedase claro?

—Entonces volveré a mi trabajo.

—¿Pese al escándalo?

—¡Pese al escándalo! Y algún día me casaré y tendré hijos, y si no amo a mi mujer como debería, amaré a mis hijos como el mejor de los padres.

El capitán de caballería caminó de un lado a otro.

—¿Deseas que te acompañe? —preguntó.

Karl Siebrecht asintió.

—¿Comprendes que no puedo recomendar por fuerza a la joven que se case contigo? —preguntó el capitán de caballería sonriendo—. Primero he de oír lo que tenga que decirme.

—Me arriesgaré. Seguro que ella dirá que no.

—Bien, hijo mío —dijo el capitán de caballería—. Entonces, dentro de media hora, en mi casa. Una cosa más: telegrafíale sin falta comunicándole nuestra llegada.

Karl Siebrecht adoptó una expresión dubitativa.

—¡Sin falta! —repitió el capitán de caballería—. Las sorpresas de esa índole son una vulgaridad. O quiere hablar con nosotros, o no. ¿Pretendes forzar una entrevista sorprendiéndola? Entonces habrás perdido de antemano. Además, ¿cómo te lo imaginas? Llegaremos de noche, a las dos o las tres. Al llamar a la puerta despertaríamos a toda la casa y a ella la sacaríamos de la cama. ¿Crees que son las condiciones idóneas para una entrevista? ¡No, tienes que ponerle un telegrama!

Karl lo hizo. Después fue de nuevo al garaje y alquiló un segundo automóvil. Envió por delante al primero, el conductor llegaría una o dos horas antes que ellos. Tendría tiempo para descansar y contarían con un conductor de repuesto para el viaje de vuelta… y un coche de reserva por si sufrían alguna avería.

El señor Von Senden llegó puntual y subió al automóvil. Se envolvió en la manta con cuidado, se sentó cómodamente detrás, en un rincón, y dijo:

—Gracias a Dios, un coche en el que se pueden estirar las piernas. ¡En marcha, chofer!

Partieron, atravesaron Berlín repleto de luces, salieron de la ciudad y se sumergieron en el oscuro, vasto y llano paisaje por el que viajaron sin parar. Karl Siebrecht creía que el señor Von Senden tendría mucho que preguntar y que decir. Pero su amigo calló. Fumó un par de cigarrillos y a continuación se dedicó al cesto de las viandas. Al mismo tiempo habló de Kalubrigkeit, su excuñado, que había escrito desde Holanda una carta descarada, satisfecha y fanfarrona: ahora era propietario de un negocio de banca y —según confesaba— había recuperado su fortuna. Recomendaba encarecidamente al señor Von Senden que invirtiera su hacienda en el banco holandés.

El capitán de caballería se fumó otro cigarrillo. Después dijo bostezando:

—Y ahora, discúlpame, hijo mío. He estado de servicio desde las cinco y me gustaría dormir un poco. Buenas noches.

—Buenas noches, señor Von Senden.

Viajaron y viajaron. Los pueblos surgían de la oscuridad y enseguida volvía a engullirlos la negrura. Serpentearon a través de villas y ciudades, en las que solitarias farolas de gas alumbraban calles por las que nadie transitaba. El coche viajaba muy deprisa. Karl conocía el trayecto; sentado con el reloj en la mano, calculaba una y otra vez la hora de llegada. En el caso más favorable, a las dos de la mañana.

El capitán de caballería dormía profundamente. El hombre había vuelto a tener razón en no hablar nada más del asunto. Lo que importaba no era lo que tuviera que decir él, sino lo que dijera ella. Si es que decía algo. Lo peor sería que no dijese nada. O que se hubiera marchado nada más recibir el telegrama. Viajaban sin detenerse…

Una mano rozó el hombro de Karl.

—El conductor opina que llegaremos en media hora —informó el capitán de caballería—. Ahora pasan unos minutos de la una. Cuéntame por qué su padre exigió tan repentinamente el matrimonio.

Von Senden tenía un maletín sobre sus rodillas, las cortinas oscuras del asiento de detrás del conductor estaban cerradas, la lámpara del techo del vehículo, encendida, y el capitán ocupado en aplicarse y masajearse el rostro con todo tipo de pomadas.

—Ya no tengo tus felices años, Karl, cuando uno puede pasar una noche en vela y a la mañana siguiente atender sus obligaciones tan fresco como el día que comienza —dijo sonriendo—. En este momento me siento viejo y cansado, y sé que ese es mi aspecto. En este estado no puedo visitar a una joven. ¡Pero no te preocupes, Karl, cuenta!

Karl Siebrecht inició su relato. El capitán de caballería siguió con sus masajes, se lavó luego la cara con una loción de olor penetrante y comenzó a cepillarse el pelo. Como era natural, el señor Von Senden no había oído hablar jamás de un periódico titulado La Buena Reputación. Gruñó malhumorado y luego pasó a ocuparse de sus uñas. Karl Siebrecht refirió la decisiva negociación con el abogado.

—Otro cigarrillo más y estaré como nuevo —le comunicó el señor Von Senden—. Por cierto, Karl, hijo, te pido disculpas. Por lo visto, no has cometido faltas decisivas. Prosigue tu relato…

El vehículo redujo la velocidad y se detuvo. Ellos descorrieron las cortinas y contemplaron a su alrededor los edificios dispersos del pueblecito. Delante de ellos se había detenido otro vehículo. El conductor echó una ojeada y dijo:

—La Alegría del Bosque está justo a la vuelta de la esquina. ¿Avanzo hasta allí o prefieren los señores recorrer a pie ese trayecto?

—Avancemos tranquilamente —dijo Siebrecht—. Nos esperan. ¿Hay luz en la casa?

—Sí, la luz está encendida. En las dos primeras ventanas junto a la puerta de entrada.

Karl Siebrecht preguntó al capitán de caballería:

—¿Vamos a verla juntos o prefiere usted hablar primero con ella a solas?

—Iré solo.

El coche se detuvo de nuevo, y el señor Von Senden descendió.

—Bien, hijito, intenta que el tiempo no se te haga muy largo. Yo tendré en cuenta que estás aquí, esperando. En mi asiento hay una cajetilla de cigarrillos, y te recomiendo encarecidamente el vino tinto. Hasta la vista.

—Adiós, señor Von Senden.

Pero Karl no se entretuvo ni con el vino tinto ni con los cigarrillos. Tras apearse del coche, caminó despacio de un lado a otro de la calle, mientras lanzaba miradas fugaces a la casa de enfrente, en la que se veían dos ventanas iluminadas. Como ahora piense en ello, la espera se me hará insoportable, se dijo. Así que voy a averiguar en qué me engañó el viejo Eich con el contrato, porque me ha engañado, eso está más claro que el agua. En algún punto debemos pagar demasiados porcentajes. Y comenzó a calcular. Llevaba el contrato en la cabeza, conocía cada tarifa. Al principio intentaron molestarlo otros pensamientos, pero los ahuyentó. ¡Tengo que averiguarlo ahora, sin falta! Comenzó a hacer cálculos. Calculó la cantidad de equipaje que se transportaba diariamente, los costes, los porcentajes que debía pagar. Todo parecía claro y correcto, el porcentaje era elevado, pero aceptable…

Los dos conductores fumaban junto a sus vehículos mientras charlaban en voz baja. Entretanto, el señor Von Senden estaba dentro con Hertha Eich, luchando por él. Y el viejo Eich caminaría sin descanso de un lado a otro de su despacho, insomne, con la solapa de su batín de lana color café entre el índice y el pulgar, pensando en su hija. Mientras, el abogado Lange se despertaría de una pesadilla: los invitados a la boda esperaban, las campanas tocaban, pero no llegaban ni el novio ni la novia. Y al despertarse comprendía que la pesadilla no era tal, sino que se convertiría en realidad dentro de pocas horas.

Karl Siebrecht calculaba. Ahora había llegado a los «traperos»; así denominaban a los coches que recogían los equipajes a domicilio. De pronto se detuvo como fulminado por un rayo: ¡lo había esclarecido! ¡El señor Eich cobraba también los kilómetros en los que los vehículos iban vacíos! El contrato no preveía nada al respecto, de modo que desde el principio se había abonado la tarifa por kilómetro aunque los vehículos viajasen vacíos. Y a menudo recorrían vacíos largos trayectos. ¡Ahora lo había pillado! No pasaría ni un día, ni una hora, sin que le pidiera explicaciones por ello. ¡Exigiría la devolución de lo pagado de más! ¡Ascendería a una bonita suma, el señor Körnig se alegraría! ¡Un momento feliz, una inspiración en el momento adecuado! ¡Había pillado al padre y conseguiría a la hija! Se dirigió hacia el capitán de caballería, seguro de su triunfo.

—¿Y bien…? —preguntó.

—Lo siento, hijo —contestó el señor Von Senden—, no hay nada que hacer.

—¿Qué dice ella? ¿Ha dicho algo?

—Pues sí. Es muy supersticiosa, se imagina que una vez que esté atada, el amor desaparecerá en uno de los dos. Es una superstición, contra eso no se puede luchar.

—¡Pues claro que se puede! ¡Ahora mismo hablaré con ella!

—Es completamente inútil. No quiere verte. Más tarde sí, cuando este proyecto matrimonial haya fracasado del todo, pero ahora, no. ¿Lo ves?, ya ha apagado la luz. No hay remedio, aprieta los dientes, sube al coche y regresa conmigo a Berlín. Te costará mucho salir indemne del escándalo.

—Voy a hablar con ella —dijo Karl.

No había perdido de vista la villa, las dos ventanas de la planta baja estaban a oscuras, pero en cambio ahora se veía luz en una ventana del primer piso.

—¿Qué le dirás? —inquirió el capitán de caballería—. Te juro que he utilizado todas mis dotes de persuasión, pero no se puede hacer nada contra una mujer tan obcecada.

—¿Que qué le diré? —preguntó el joven muy furioso—. ¡La engañaré! Su padre me engañó a mí, y yo engañaré a la hija. Hágame un favor, capitán, no diga nada. Yo iré ahora a la casa, y cuando lleve apenas cinco minutos dentro, márchese haciendo el mayor ruido posible. Viaje a Berlín y prepárese para la boda, yo la llevaré —dijo, y deprisa añadió—: El otro vehículo debe esperar, aunque tarde horas. ¡Buen viaje, señor Von Senden! —Y antes de que su interlocutor pudiera pronunciar palabra, partió.