Espera antes de la boda
Los cinco días posteriores a esa negociación que faltaban hasta el día de la boda transcurrieron con descorazonadora lentitud, y sin embargo pasaron deprisa, demasiado deprisa. Las horas que Karl Siebrecht, condenado a la más absoluta inactividad, tenía que soportar se le hacían interminables. Y sin embargo ya había pasado un día y no había sucedido nada. Persistía la misma incertidumbre de antes, ella no había dado señales de vida. Cuando el bufete Lange & Messerschmidt le comunicó que por ciertas razones la boda no podría celebrarse hasta el sexto día, a las once de la mañana, Karl respiró aliviado y pensó: Gracias a Dios, en cinco días pueden ocurrir muchas cosas. Hertha cambiará de idea. El señor Eich influirá en ella. Pero por lo visto nada sucedió. Karl sometió la paciencia de sus abogados a una dura prueba, pues visitaba continuamente el bufete, los telefoneaba. Ellos se encogían de hombros.
—Sabemos tan poco como usted. El señor Eich nunca ha sido muy comunicativo.
—No, no tenemos novedades. Seguimos con los preparativos de la boda según lo previsto.
—No, no podemos decirle si la señorita Eich aún se encuentra en Berlín.
Y le entregaban algo, para librarse de él: la disposición de los invitados en las mesas o el programa de las ceremonias religiosas.
Las negociaciones con los redactores de La Buena Reputación habían sido satisfactorias: no aparecería ningún artículo más. Aunque, como es natural, no se había negociado con los propietarios de la cabecera. Estos señores se negaron rotundamente a relacionarse con asuntos tan feos. Ellos solo abrían las columnas de su honrado periódico a los artículos cuyo material les garantizaban y lo exigía el interés público. En el presente caso, por desgracia, se habían convencido de que habían sido víctimas de un embustero carente de escrúpulos, el material era deplorable. Un intermediario cobró en un bufete —aunque ni por asomo el de los señores Lange & Messerschmidt— una importante suma de dinero, firmó el recibo como A. Schulze y desapareció para siempre.
No menos favorablemente transcurrieron las negociaciones con Dumala-Bomeyer. El reciente comisario, que había recuperado su sombrero hongo, escuchó con calma el informe de su antiguo conductor. Sin alterarse, dijo:
—Cuando leí esa mierda me figuré enseguida algo parecido. Yo lo resolveré, hijo mío.
Y levantándose pesadamente, le tendió su zarpa velluda.
—Por cierto, reciba mi más cordial felicitación, director Siebrecht. He leído una nota sobre su boda en los próximos días. De nuevo mi felicitación más entrañable, señor director.
Al día siguiente llegó una llamada:
—Puedes dormir tranquilo, hijo. Asunto resuelto.
De forma algo más decorosa, Karl transmitió la noticia a los abogados.
—¡Gracias a Dios! —contestó el señor Lange, y Karl escuchó a través del teléfono su suspiro de alivio.
Sí, en algunos periódicos de Berlín había aparecido una breve nota sobre la inminente boda. De nuevo cuchichearon en las oficinas del Servicio Urgente Ferroviario de Berlín, y secretearon, pero el director ya no vio motivo alguno para intervenir. Ahora, cuando su secretaria lo miraba y él la llamaba, ella se ruborizaba, pero solo porque había sorprendido su mirada casi romántica.
Con todo, nada pudo hacer desistir al director Siebrecht de solicitar una corta entrevista con el señor Bremer. La reunión se celebró a solas, sin la presencia del señor Körnig.
—Recordará usted, señor Bremer, una conversación que mantuvimos hace unos días. Le pregunté por un artículo periodístico.
—La recuerdo muy bien, señor director —respondió sonriente el señor Bremer—. Le dije que no sabía nada de un artículo así, y la verdad es que era cierto… Yo jamás leo semejantes periodicuchos. Al día siguiente me llegó el periódico dudoso con una fajilla, sin remitente y también a los demás empleados de la empresa, según oí decir.
El antiguo aprendiz Bremer observaba a su jefe con una mirada fría y sincera, y sin embargo Karl Siebrecht estaba casi seguro de que el hombre mentía. Decidió atacar de nuevo.
—Así que recuerda esa noche, señor Bremer —dijo despacio—. ¿Recuerda qué más hizo esa noche? Comprendo que le pregunto por algo que atañe a su vida privada. Por supuesto, es usted libre de negarme cualquier información.
—Pero es que yo tengo mucho gusto en proporcionarle toda la información, señor director —contestó Bremer, casi cordial—. Espere, déjeme pensarlo un momento… Sí, eso es. Me marché de aquí poco después que usted, el señor Körnig continuaba en su despacho. Después, como casi siempre, cené en Huth, una taberna donde me conocen, y después me marché, como casi todas las noches, al bar Imperator, que está casi enfrente, a bailar un poco. Allí también me conocen.
—¿Y eso más o menos cuándo fue?
—Llegaría al bar a eso de las diez y media, y me quedé allí hasta las dos de la madrugada. A las dos y media ya estaba en la cama, como confirmará mi patrona. —Miró a su director, ahora con una sonrisa casi burlona.
Karl Siebrecht reflexionó. Ese zorro se las sabía todas. Suponiendo que lo hiciera, Bremer debió de visitar aquella noche a Eich, pero su coartada parecía impecable. Con todo, existía una posibilidad…
—¿Y durante todo ese tiempo no mantuvo usted una larga conversación telefónica?
—Sí, señor director, hablé largo rato por teléfono, desde el Imperator. Con mi novia. Me había dado plantón, como suele decirse.
—Muchas gracias —dijo Karl Siebrecht con frialdad—, muchas gracias. Eso es todo. Buenas tardes.
—Buenas tardes, señor director —contestó Bremer con la misma cortesía de antes, dirigiéndose hacia la puerta.
Aún no había llegado cuando Karl le dijo:
—He oído que aspira usted a otro puesto de trabajo…
Bremer se volvió. Durante un instante, una fracción de segundo, Siebrecht creyó ver descompuesta su cara fría, pecosa. Pero eso pasó enseguida, y Bremer dijo con idéntica amabilidad:
—¿Así que también usted ha oído ese cotilleo, señor director? Es cierto, los transportistas Rothsattel y Lewerenz han intentado contratarme, pero no pienso cambiar de empleo. Este me encanta.
Un hombre peligroso, pensó Karl cuando se cerró la puerta detrás de su antiguo aprendiz. Hertha se había percatado enseguida: Un enemigo peligroso… suponiendo que fuese mi enemigo. Pero ¿lo es? No lo sé. Eich podría darme más detalles, pero Eich no dice nada, de eso estoy seguro. Él me lanzó una advertencia, pero ¿se refiere a Bremer esa advertencia? Lo seguiré de cerca, pero me disgustaría perderlo. Nadie puede movilizar a la gente mejor que ese perro frío.
Como era natural, Siebrecht olvidó en el acto a Bremer ante las preocupaciones de la boda inminente. Mientras estaba en la oficina, todavía aguantaba. Demoraba todo lo que podía el regreso a casa. Pero después tenía que decidirse. Volvía a hacer escala en un café, se sentaba entre la gente que conversaba, y de repente algo le impelía a levantarse. Podía haber noticias de Hertha en Passauer Strasse, tal vez ella lo esperaba allí. Viajaba a toda prisa a casa en un taxi. Las ventanas estaban oscuras, ella no lo esperaba.
—¿Nada nuevo, Hilde? —preguntaba a la criada en la cocina, que medio dormida abandonaba de sopetón su novela.
—Nada nuevo, señor director.
—¿Nadie ha entregado nada? ¿Nadie ha preguntado por mí? ¿Nadie ha telefoneado?
—Nadie, señor director.
Él sentía su mirada curiosa y sin embargo compasiva. Como era natural, ella también había leído el artículo y se había enterado de la proximidad de la boda, y lógicamente también le preocupaba que no viniera la señorita.
—Bien, bien, Hilde —contestaba distraído—. Que duerma bien.
Y le dio la mano tan sorprendentemente que ella se avergonzó mucho. La mujer la tomó con torpeza.
—Que usted también duerma bien, señor director. ¡El señor director duerme ahora demasiado poco! ¿Puedo prepararle algo? ¿Café?
—No, gracias —respondió él.
Fue a su habitación, tomó un libro e intentó leer. Y como todas las noches, al cabo de tres minutos apartó el libro y comenzó su recorrido por las habitaciones exteriores. Abrió todas las puertas, fue de su habitación a la de ella y continuó hasta el dormitorio. Paso a paso, habitación tras habitación, recorrió su espacio común. Allí, delante de ese espejo, había percibido su cercanía. Allí la había tomado entre sus brazos. Ella se sentaba en ese sillón la primera vez que discutieron. Todo había terminado, terminado… Todo seguía aún allí, la cama la esperaba, igual que la esperaba su corazón, pero todo había terminado…
Karl caminaba sin parar. Tardíos taxis nocturnos recorrían raudos Passauer Strasse, resonaban y se extinguían los pasos presurosos de los últimos que regresaban a casa. Él caminaba. Paso a paso, arrastrando todo lo que era su vida. Así seguramente había caminado de un lado a otro Rieke, esperándolo, alguna noche, algún día. Pero era un disparate hablar de represalias. No había represalias ni castigo. Desde que había pisado el asfalto de Berlín aquella húmeda noche de noviembre, un chico devorado por la ambición, todo había seguido su curso normal. Nada podía cambiarse, todo se había desarrollado así. ¡Sucedió lo que tenía que suceder! ¿Y qué ocurriría a continuación? ¡Le habría encantado saberlo, pero le horrorizaba! Era preferible seguir caminando, en medio de la noche, con una chispa de esperanza en el corazón, a que el destino se mostrara una vez más clemente con él…