El tercer punto
—¿Podría abrir la ventana alguno de ustedes, caballeros? —solicitó el señor Eich—. El ambiente está muy cargado. Gracias, señor Messerschmidt. Ahora llegamos al tercer punto de nuestra entrevista: mi hija.
Todos miraron hacia el sillón del rincón, pero Hertha Eich no levantó la vista. La ancha ala de su sombrero sombreaba su rostro.
—Igual que a mí me resultan indiferentes todos los rumores sobre mi persona, mi hija piensa también que todas estas habladurías no le interesan. Pero en nuestras medidas hemos partido del hecho de que la empresa del señor Siebrecht tiene que permanecer intacta, tanto en prestigio como en trabajo. Hemos constatado, además, que deseamos mantener al señor Siebrecht como director. Por tanto, he decidido que el señor Siebrecht se case con mi hija… en interés de la empresa. —En este punto, ambos abogados soltaron un murmullo de aprobación. Esa decisión pareció quitarles un peso de encima—. La boda se celebrará lo antes posible. Hoy mismo darán ustedes todos los pasos necesarios para acelerar al máximo las amonestaciones. Usted, señor Siebrecht, proporcionará a estos señores toda la documentación necesaria. Supongo que no tendrá nada que oponer a esta boda…
—No —contestó Karl Siebrecht—. Yo, no.
—Bien —replicó el señor Eich con frialdad—. La boda se celebrará con cierta pompa, no tenemos motivo alguno para temer la luz de la opinión pública. Al contrario, cuanto más se hable de esta boda, antes cesarán las habladurías. Pienso en la iglesia conmemorativa del káiser Guillermo y en un buen hotel en el centro de la ciudad. ¿Se encargarán también de esto, caballeros?
Los abogados emitieron otro murmullo de aprobación. El señor Messerschmidt incluso se atrevió a subrayar:
—Es la solución óptima… La mejor defensa es siempre un buen ataque.
—En efecto —confirmó el señor Eich, y de improviso pareció envejecido y ajado—. Esta solución solo entraña una dificultad. —Hizo una pausa. Todos esperaban, expectantes. Pero Karl Siebrecht sabía ya a qué se refería…—. La dificultad es que me hija se niega en redondo a casarse con este caballero.
—¡Oh! —exclamó el señor Lange.
—¡No puede ser! —agregó el señor Messerschmidt.
Los abogados presencian un sinfín de hechos en el ejercicio de su profesión, les acontecen muchas cosas extraordinarias, pero esta no se la esperaban.
—Confío —continuó el señor Eich— en que mi hija cambie de opinión en los escasos días que faltan hasta la boda. Redoblaré mis esfuerzos. Nunca he ordenado tanto a mi hija, y rara vez le he pedido nada…
—Es inútil, padre —dijo ella, alzando la vista por primera vez—. Él me ha pedido cientos de veces que me case con él, no puedo decidirme. Hoy mismo partiré de viaje.
—Puedes marcharte el día de tu boda, no es preciso que vuelvas a ver a este caballero —dijo con firmeza el señor Eich—. Pero antes te casarás con él.
—No —contestó ella con idéntica firmeza—. No me casaré con él. Ahora, menos que nunca.
—Ya hablaremos de eso —dijo el señor Eich—. Harán los preparativos para la boda, señores, y enviarán las invitaciones. Señor Siebrecht, espero que durante este tiempo se abstenga de cualquier aproximación a mi hija. Si en su relación de casi un año no ha logrado persuadirla a dar un paso tan natural, no creo que lo consiga precisamente ahora.
—Saldré de viaje esta misma noche —informó Hertha Eich, levantándose de pronto—. Nos veremos en la comida, padre. Adiós, Karl. Espero que no estés demasiado horrorizado, pequeño, pero ya sabes que mi negativa no tiene nada que ver con esta historia. Algún día acaso regrese a tu lado.
El señor Lange sufrió un ataque de tos.
—Adiós, querido —susurró ella, y se marchó.
Karl la siguió con la vista como si estuviera soñando. Todos los caballeros la seguían con los ojos. Después el señor Eich dijo con su frialdad habitual:
—Quedamos en lo dicho. Cada uno conoce su cometido. Le ruego, señor Siebrecht, que en cualquier caso se ponga en contacto con los señores abogados, no conmigo. Le ruego también que presente la lista de sus invitados de boda, aquí, en el bufete. Le estaría agradecido —dijo entre toses— si en esa lista no figurasen nombres como el de Engelbrecht.
—En esa lista solo figurará un nombre, señor Eich.
—¿A saber?
—El capitán de caballería Bodo von Senden.
El señor Eich enarcó las cejas con educado asombro.
—Me sorprende usted, señor Siebrecht.
En ese momento, a Karl Siebrecht se le ocurrió una idea.