Capítulo 99

La buena reputación

Para el director Siebrecht, aquella noche con el señor Von Senden fue durante mucho tiempo la última velada agradable. El cielo se oscureció debido a unos nubarrones que esta vez no procedían del ámbito comercial, sino del privado. Siebrecht tuvo razón: Hertha Eich había sido en exceso descuidada, pero él lamentaría mucho haber tenido razón. Como siempre, los interesados fueron los últimos en enterarse. Hertha no se habría percatado, pero en esas cuestiones Karl era más sensible: de repente notó que el ambiente de la oficina había cambiado. Sus empleados le dirigían miradas muy raras, le daban los buenos días con timidez…

—¿Por qué me mira usted así? —le preguntó, irritado, a la señorita Taesler en medio de un dictado—. ¿Qué demonios ocurre? —Y se llevó la mano a la corbata.

La joven, roja como una amapola, balbuceó que había sido sin querer, explicación poco convincente.

—Escuche, señor Körnig —dijo por la noche a su jefe de oficina—, ¿qué es lo que sucede? ¡Hoy reina aquí un ambiente muy extraño!

—Yo también lo he observado —reconoció Körnig, preocupado—, y tampoco hay ganas de trabajar. No paran de cuchichear entre ellos, se pasan periódicos a escondidas. A mí nunca me dicen nada, pero…

—¿Periódicos? —preguntó Karl—. ¡Haga venir a la señorita Palude! —Pero la Palude ya se había marchado—. ¡Lástima! —exclamó—. ¿Publicarán los periódicos algo sobre la empresa?

—Yo no he leído nada —contestó el señor Körnig—. Pero es imposible que hablen de nosotros, no hay nada que informar al respecto.

—Llame al señor Bremer, por favor.

Apareció el señor Bremer, pelirrojo y pecoso, completamente tranquilo.

—Hola, señor director —saludó—. Me alegra que me haya mandado llamar. El camión diecisiete ha tenido un pequeño choque, y en el taller dicen que tardarán en repararlo como mínimo catorce días. Ahora hay que…

—De eso hablaremos luego —le advirtió Siebrecht—. Me gustaría saber si ha leído usted en el periódico alguna noticia sobre la empresa.

—¿Sobre la empresa? ¡Claro que no, señor director! —El señor Bremer estaba muy sorprendido, acaso ligeramente sorprendido.

Siebrecht lo miró con dureza.

—¿A qué hora ha llegado a la oficina esta tarde, señor Bremer?

Bremer era la encarnación de la serenidad.

—¿A qué hora? Creo que sobre las seis.

—¿No ha observado usted un cuchicheo inusual entre los empleados? ¿Que se pasaran periódicos a escondidas?

—Ni por asomo. ¿Han estado cuchicheando? A mí no me han dicho nada.

—A mí tampoco —se quejó el señor Körnig, precisamente en el momento equivocado.

—Señor Bremer —dijo Karl enojado—, confío en que no me estará ocultando nada por una discreción mal entendida. Si se ha escrito algo sobre la empresa… o sobre mí, tengo derecho a saberlo.

—Yo no sé nada en absoluto —contestó, tranquilo, el señor Bremer—. Y respecto al camión diecisiete…

—Alquile un camión de repuesto, como siempre. Muchas gracias, señor Bremer.

Karl Siebrecht compró todos los diarios vespertinos, desde el Rote Fahne hasta el Deutsche Zeitung. Sentado en un café, hojeó los periódicos de cabo a rabo: no encontró la menor alusión a su empresa o a sí mismo. Ahora estaba casi convencido de que su susceptibilidad le había jugado una mala pasada.

A llegar a casa se topó con Hertha Eich. Estaba acostumbrado a ese tipo de sorpresas. Pero esta vez se quedó asombrado, porque ella le había telefoneado a mediodía para comunicarle que no podía ir.

—¿Tú aquí? —preguntó atónito.

—Sí. Y figúrate: me manda mi padre.

La miró de hito en hito.

—¿Cómo? ¿Que te envía tu padre? ¿Aquí? ¿A mi casa?

—¡Sí! —reconoció.

—Te lo ruego. Cuéntamelo con más detalle.

—Por desgracia, no puedo darte más detalles —respondió con tono gélido—. Mi padre solo me preguntó si podía verte hoy mismo.

—Pero, cielo santo, ¿por qué?

—Para comunicarte que mañana a las nueve en punto debes presentarte en Lange & Messerschmidt.

—¡Podía haberme telefoneado! ¿Para eso te manda a mi domicilio? No entiendo ni una palabra de este asunto. ¿No podrías preguntarle?

—Mi padre no me pregunta nada, así que yo tampoco le pregunto a él. ¿Has tenido algún disgusto con él por negocios?

—¡Claro que no! Además, Lange & Messerschmidt son los abogados de vuestra familia. Para los asuntos de negocios contrata a otros.

Ambos se miraron desconcertados.

—No dejo de preguntarme —dijo ella con cierta vacilación— si eso no guardará relación con lo del fotógrafo.

—¿Cómo? —preguntó él—. ¿Con qué?

—Ayer, cuando salía de este edificio, un majadero de esos me sacó una foto. Encima me dijo con todo descaro: «Gracias, señora».

—¿A ti también? —exclamó asombrado—. A mí me sucedió lo mismo al ir a la oficina. Aquí, delante de la puerta del edificio. Y a mí también me dijo: «Muchas gracias, señor director». Pero tenía prisa, y en realidad no le concedí la menor importancia. —De pronto recordó algo—. Qué raros estaban hoy en la oficina. Tiene que haber algo en la prensa. Pensé que sobre la empresa o a lo sumo sobre mí, en ti ni se me pasó por la cabeza pensar. ¡Maldita sea!

—¿Has revisado los periódicos?

—Todos, de la primera a la última página. No figura la menor noticia.

—En ese caso, tendremos que esperar hasta mañana —comentó ella, más calmada que él—. Es una suerte que mi padre tenga el asunto bajo control. ¡No temas, querido!

Y dicho esto, hizo una inclinación de cabeza y se marchó, dejándolo a merced de sus miedos y temores, de sus cavilaciones y dudas, y de los reproches tanto a sí mismo como a ella. No fue una noche tranquila.

Las nueve de la mañana es una hora muy temprana para acudir a un abogado en Berlín, salvo que uno tenga cita. Tal vez por eso, por lo temprano de la hora, los señores Lange y Messerschmidt producían una impresión tan huraña y forzada.

—El señor Eich todavía no ha llegado —informó Lange—. Mientras espera podía usted leer esto, señor Siebrecht —dijo entregándole a Karl un periódico.

—¡Pero no grite! —le advirtió el señor Messerschmidt—. ¿O quizá lo sabe?

—No, no lo sé —contestó Karl Siebrecht, sentándose y hojeando el periódico.

Era un periódico pequeño, en octavo, titulado La Buena Reputación. Jamás se le habría ocurrido comprar un periódico semejante. Por aquel entonces se publicaban varios periodicuchos de esos en la capital, con títulos como La Verdad, Diario Íntimo o La Buena Reputación, aunque no tenían nada que ver con la verdad o la buena reputación. Karl Siebrecht pasó deprisa las hojas hasta que vio un artículo ribeteado en azul intenso. «El yerno morganático o El nudo en el tronco de roble», se titulaba.

Era un artículo pérfido, incluso para un periódico como ese. Refería cómo un aventurero sin recursos —sobre cuya vida anterior prometían detalles íntimos en el número siguiente— seduce a la hija de un hombre poderoso de Berlín y después chantajea al padre hasta que este se ve obligado a firmar un contrato que resulta muy ventajoso para el joven, pero desfavorable en grado sumo para la sociedad. Ya proporcionarían más detalles. «¿Duerme nuestro ministerio o se niega a verlo?». A continuación ofrecían más pormenores sobre la morada, sita en una calle muy adecuada cerca de Wittenbergplatz, que eran falsos. No tan falsa era la afirmación de que la hija del hombre duro como un roble pasaba noches enteras en esa vivienda, seguramente ocupada en mecanografiar aquella importante correspondencia que sangraría aún más a la sociedad. «Nuestro próximo artículo de esta serie se titulará: “Cómo conseguir un vehículo o Los chantajes del nudo de roble”».

—¿Y bien…? —preguntó el señor Lange mirando disgustado al hombre joven.

—¿Y bien…? —preguntó asimismo el señor Messerschmidt con un aspecto más disgustado aún.

—¿Dónde están estos tipos? —preguntó Karl Siebrecht, dando la vuelta a las hojas con manos temblorosas—. ¿Dónde está el infame tipejo que ha escrito esto?

—Encontrará el pie de imprenta al final de la última página —contestó el señor Lange—. Supongo que pretende visitar la redacción…

—Supone bien —exclamó Karl con voz potente—. ¡Voy a pegarle tal paliza a ese puerco que no podrá tocar una pluma en los próximos tres meses!

—Encontrarán un sustituto sin dificultad —murmuró Messerschmidt—. Berlín está lleno de esos… caballeros que vomitan con verdadero placer artículos similares a cinco céntimos la línea, creo. ¡Le espera a usted una época agitada, señor Siebrecht!

—Sin pensar en el impresionante artículo del próximo número —comentó asintiendo el señor Lange—. Ya lo estoy leyendo: «Ataque criminal del nudo de roble o Nuestra lucha por la verdad».

—Y luego el juicio —manifestó Messerschmidt, y una suave luz se derramó por sus malhumoradas facciones; hasta se frotó las manos—. Un despliegue de toda la prensa berlinesa. Una docena de defensores. Cada entrada a la sala de espectadores reservada por anticipado diez veces. El director del Servicio Urgente Ferroviario de Berlín denunciado por lesiones. Entre los testigos se verá al señor Eich, a la señorita Hertha Eich, cuyo nombre está envuelto en una relación picante con…

—¡Basta! —suplicó Karl—. ¡Basta, se lo ruego! Prefiero que me diga qué he de hacer.

—Esperemos al señor Eich —sugirió, esperanzado, el señor Messerschmidt.

—Y mientras tanto, piense de dónde procede este ataque. Porque es un enemigo suyo, señor Siebrecht, quien le ha jugado a usted esta mala pasada. Al señor Eich lo tratan con guante blanco…

—Creo que lo conozco —dijo Karl titubeando—. Hay una alusión en ese artículo…

—Si conocemos al auténtico enemigo, ya hemos ganado mucho —comentó satisfecho Messerschmidt—. ¿De quién se trata?

—El señor Eich y su hija —anunció el ordenanza, y los Eich hicieron su entrada.

El señor Eich parecía completamente tranquilo, si acaso un poco más amarillo y arrugado, pero eso podía deberse a lo temprano de la hora. Le dio a cada uno su mano fría y desapasionada. Hertha Eich saludó a los demás con una inclinación de cabeza, sin tenderle la mano a Karl Siebrecht. Se refugió en un sillón del rincón. Estaba quizá más pálida de lo habitual, tenía la boca firmemente cerrada, una arruga vertical surcaba su frente. Karl la miró preocupado, estaba decididamente en la peor disposición de ánimo posible.

—¿Lo ha leído el señor Siebrecht? —preguntó el señor Eich a los abogados, y ambos asintieron.

Aunque el señor Eich no llevaba su batín marrón de lana, ni estaba en su hogar, emprendió en el acto su caminata habitual, en diagonal por la habitación, dado que el espacio de la oficina era limitado. Los abogados, conocedores de esa costumbre, le dejaron paso libre, situándose uno a la derecha y el otro a la izquierda de su recorrido. Nadie, salvo Hertha Eich, estaba sentado.

—Sí, lo he leído —contestó Karl Siebrecht—. He de decir que lo siento en el alma. Toda la culpa es mía, y como es natural haré cuanto esté en mi mano…

—Lo sé —lo interrumpió el señor Eich con una mirada gélida—. Pero ahora no se trata de nuestros sentimientos, sino de lo que ocurrirá. Lo sucedido es inalterable; lo que va a suceder, depende de nosotros en cierta medida. —Los abogados inclinaron la cabeza en señal de aprobación—. En lo concerniente a mi persona y a mis funciones, soy inviolable —siguió diciendo fríamente el señor Eich. Al mismo tiempo no dejaba de ir de un lado a otro, sujetando la solapa izquierda de su chaqueta entre el pulgar y el índice—. Cada uno de mis asuntos resiste el análisis más riguroso, incluyendo el contrato en cuestión, que incluso es inusualmente favorable para mi departamento. —Una débil sonrisa se extendió por su rostro arrugado, el señor Lange sonrió con un poco más de vigor. El señor Messerschmidt lanzó una mirada apresurada al rostro enrojecido del joven director y reprimió una sonrisa.

Así que me ha engañado, pensó Karl Siebrecht con amarga desilusión.

—En consecuencia, yo me excluyo —prosiguió el señor Eich—. Por mí, esos caballeros pueden seguir escribiendo lo que se les antoje, a mí me trae sin cuidado. Quedan los dos jóvenes. En lo tocante a mi hija, hablaremos de ella al final. Pero en lo que concierne al señor Siebrecht —el señor Eich retardó el paso, refrenando en igual medida sus palabras—, yo no estoy interesado en su persona. —Lanzó una mirada gélida al rostro del hombre joven—. Si lo atacan, me trae sin cuidado. —No se podía ignorar que los señores abogados tenían una expresión de perplejidad. Ese sesgo también parecía sorprenderlos a ellos—. Pero —agregó el señor Eich, y su parlamento y sus pasos se tornaron más veloces— el señor Siebrecht es el director de una empresa que mantiene estrechos vínculos contractuales con mi ámbito laboral. El director de esa empresa es desde luego sustituible, sobre todo cuando se han levantado contra su persona graves sospechas. Yo he analizado esta noche la cuestión con imparcialidad…

El señor Eich se detuvo. Los abogados tenían las caras largas, en ellos apenas quedaba ya un asomo de sonrisa. Karl Siebrecht notaba los poderosos latidos de su corazón. Después se sobrepuso.

—Como es natural, estoy dispuesto a dimitir si así lo exigen los intereses de la empresa.

—He llegado a la conclusión —prosiguió el señor Eich— de que el señor Siebrecht debe permanecer en su puesto, y no me han influido ningún tipo de simpatías personales. —Hablaba como si no acabase de oír la oferta del joven director—. Me he guiado exclusivamente por razones prácticas. El señor Siebrecht es eficiente, ha hecho un buen trabajo y es un experto. Su empresa se encuentra actualmente en proceso de constitución, la situación no es nada fácil… —El señor Eich se detuvo de nuevo. Sus ojos, que, según comprobó Karl Siebrecht, también estaban amarillentos, se posaban pensativos en el joven director. Este se sentía como un condenado a muerte indultado en el último minuto. También los rostros de los abogados se habían iluminado—. El caso es que cualquier persona es sustituible, incluso la más eficiente, incluso el director Siebrecht. —El señor Eich caminaba ya muy despacio—. Sorprendentemente, esta noche se ha ofrecido un sustituto para el señor Siebrecht, un hombre también experto y que por lo visto es un avispado comerciante…

¡Bremer!, le pasó por la mente a Karl. Lanzó una mirada apresurada a Hertha, pero ella se sentaba inmóvil en su butaca, el ancho borde de su sombrero ocultaba su rostro hasta el mentón.

—He rechazado la oferta —continuó el señor Eich—, porque el carácter del solicitante no me parecía intachable. El señor Siebrecht mantendrá su puesto, así que hemos de apoyarlo y defenderlo. Pero yo le pido, señor Siebrecht —dijo el señor Eich dirigiéndose por primera vez al joven director—, que no acometa actuaciones personales por su parte. No deseo broncas ni bromas por el estilo. Desde ahora todo quedará en manos de los señores Lange y Messerschmidt, a los que usted comunicará cualquier nuevo incidente.

—Estoy de acuerdo —confirmó Karl Siebrecht.

—En mi opinión es preciso solucionar tres cosas —continuó el señor Eich—. Si paso algo por alto, les ruego que me corrijan, señores. —Los rostros de los abogados expresaban la convicción berroqueña de que el señor Eich no podía pasar nada por alto—. En primer lugar, hay que impedir la aparición de más artículos en ese periódico. ¿Han negociado ya eso, señores?

—Nosotros nunca negociamos directamente con tipos así, señor Eich —contestó con cautela el señor Lange—. Tenemos un prestigio que preservar. Hemos encargado esa labor a otro abogado, que se ha puesto inmediatamente en contacto con la parte contraria. A pesar de que era una hora tardía de la noche, aún ha podido negociar. Me gustaría decir, señor Eich, que ha encontrado en la otra parte una cierta buena voluntad. El asunto podrá solventarse, aunque resultará más caro, muy caro me temo, señor Eich.

—Autorizo cualquier suma que a ustedes les parezca justa —ratificó deprisa el señor Eich—. Exijo absoluto silencio sobre este tema, nada de ridículos desmentidos, ni de explicaciones sutiles; silencio, única y exclusivamente silencio.

—Eso será factible, señor Eich —contestó el señor Lange—. Es, como se ha dicho, una simple cuestión de dinero.

—Así pues, solucionado el primer punto. Ahora pasemos al segundo…

—¡Las fotos, padre! —se escuchó de pronto la voz de Hertha.

—¿Qué…? ¿Las fotos? ¡Cierto, las fotos! Bien, muy bien —dijo el señor Eich dirigiendo una mirada más cariñosa hacia su hija, que estaba en un rincón—. Sucede además que, según me ha comunicado esta noche mi hija, estos jóvenes se han dejado fotografiar ante cierto edificio de Passauer Strasse —explicó el señor Eich a los abogados—. El fotógrafo se habrá encargado de que el número de la casa sea bien visible por encima de sus cabezas. Así que, señor Lange, señor Messerschmidt, en las negociaciones con esos señores será condición indispensable la entrega del negativo y de todas las copias. En general, de todo el material existente. —Los abogados inclinaron la cabeza en un gesto afirmativo—. Ahora, el segundo punto. No nos sirve de nada frenar los ataques en un periódico y que los enemigos corran con su material al próximo. No podemos comprar todos los periódicos infamantes de Berlín. Tenemos que descubrir al enemigo. ¿Le han preguntado ya al señor Siebrecht quién es ese enemigo?

—Sí. A su llegada, señor Eich, hablábamos precisamente de eso.

—¿Y de quién se trata?

—Supongo que es el tratante de ganado Engelbrecht —respondió Karl—. El mismo hombre, señor Eich, cuya participación rechazamos en su día.

—¡Ya! —dijo el señor Eich—. ¡Ya! —Hizo memoria, se detuvo y miró de nuevo al director—. Muy amable por su parte, señor Siebrecht —comentó—, al decir que nosotros rechazamos la participación del tal Engelbrecht. Si no recuerdo mal, yo la rechacé y usted defendió calurosamente a ese individuo. —Miró a Siebrecht, que enrojeció. El señor Eich reanudó sus paseos—. Dicho sea de paso —añadió—, me parece una venganza insólita por rechazar una participación. ¿No se equivocará usted? ¿De dónde deduce que es precisamente el tal Engelbrecht el autor de los ataques?

—Lo deduzco… —contestó Karl encolerizado al ver impotente cómo su pasado se alzaba contra él, cómo cuando se relacionaba con una persona dudosa siempre lo castigaban por ello—, lo deduzco del título del segundo artículo, que es: «¿Cómo conseguir un vehículo?».

—¿Y cómo lo consiguió? —preguntó con dureza el señor Eich.

—Fue una comisión del señor Engelbrecht por un negocio que cerré por encargo suyo.

—Insólito afán de venganza, insólita comisión —respondió con amargura el señor Eich—. Supongo que ese negocio no fue del todo legal, pues de lo contrario La Buena Reputación no nos prometería un artículo al respecto.

—No, ese negocio no fue del todo legal —confirmó Karl Sieb recht.

Se sentía muy tranquilo y sereno. Meditó unos instantes. Luego empezó su relato. Habló de su encuentro con Tischendorf, de la visita al maestro albañil… Se acercaba cada vez más el momento en que sus manos se cerraron alrededor del cuello de ese hombrecillo… Los ojos del señor Eich lo escudriñaban, amarillentos y fríos, ese hombre no dejaba traslucir sus pensamientos y sentimientos sobre lo que estaba oyendo. El señor Lange se había sentado al escritorio y apoyaba la cabeza en la mano; el señor Messerschmidt, junto a la ventana, jugueteaba con el cordón de la cortina. Al final refirió también lo peor. Luego contó el viaje de regreso y el asombroso regalo de Engelbrecht, y solo en un punto no dijo la verdad: no contó una palabra del modo en que se jugaron el camión. Ahora ya no importaba, pero se lo prometió a Hertha en su momento.

—Bien —dijo el señor Eich en medio del largo silencio que siguió al relato de Siebrecht—. Encantador —agregó—. Muy encantador. Me hace usted lamentar con verdadera franqueza haberme decidido por su permanencia en el cargo de director. —El señor Eich se acaloró por primera vez—. ¡Demonios, señor mío! —exclamó alterado, deteniéndose—. Si hace usted ese tipo de negocios de mala reputación, ¿por qué al menos no devuelve los sobornos en cuanto se presenta la primera oportunidad? ¡La empresa estaba fundada, tenía ante sí un futuro brillante, y le niega a ese turbio caballero la devolución de un objeto que debía de quemarle en las manos! ¡Que el diablo lo entienda, señor mío, porque yo no puedo!

—No, usted no me entiende, señor Eich —intervino Karl Siebrecht—, y nunca me entenderá. No sé cómo se ha convertido usted en el hombre que es hoy, y además tampoco es asunto mío. Yo jamás he ocultado que vengo de abajo. He tenido que luchar para subir, con buenas maneras y decencia no se llega muy lejos. Pasé cinco años en la guerra, y en esa época olía a veces endiabladamente mal, mi estimado señor Eich, eso no era para olfatos delicados. Después tuve que enfrentarme a la inflación, que sabía y olía mucho peor aún, se lo aseguro. Por lo que sé, a usted esa época no lo afectó, salvo una o dos semanas en las que tuvo que cobijar en su casa al señor Kalubrigkeit. Yo tuve que aguantar otras cosas, yo quería llegar lejos. Ciertamente no por mí, todavía hoy soy capaz de vivir en el peor tugurio amueblado, puedo vivir con ochenta marcos al mes. ¡Yo quería llegar lejos porque quería rendir más! ¡Y cuando pude poner un pie en la escalera, lo puse, solo faltaría! Por abajo pululaba la porquería, y le juro que la porquería me desagradaba tanto como a usted. Pero para salir de la porquería, hay que atravesarla primero. Yo lo hice, pero si usted quiere vuelva a arrojarme a ella, ¡hágalo, señor Eich, pero saldré de nuevo, no lo necesito!

—Todo eso no cambia un ápice el hecho de que usted ha hecho un negocio sucio —replicó el señor Eich completamente impávido—. Los señores abogados le dirán que en él se vulneraron algunos artículos del Código Penal.

—Y yo les diré a los señores abogados —exclamó, rabioso, Karl Siebrecht— que en los negocios, sobre todo durante la inflación, se utilizaron con harta frecuencia métodos mucho más sucios todavía. ¿Acaso solo se hacen negocios inspirados por el amor cristiano y la rectitud? Usted mismo, señor Eich, ha reconocido aquí apenas hace un cuarto de hora que me engañó a conciencia en nuestro contrato. Supongo que su conciencia no lo inquietó ni un minuto por eso, se sentiría usted muy inteligente. Cuando uno está abajo en la escala, los negocios no parecen tan elegantes ni inquietan las conciencias más intensamente que arriba. ¡Por eso ustedes dos no tienen nada que ver con la caridad cristiana! —Se volvió irritado. Su cólera se había desvanecido tras ese desahogo. Finalmente halló la mirada de Hertha, que le sonreía. Él le devolvió la sonrisa, distraído.

—Me gustaría afirmar aquí, en presencia de testigos —dijo, ceremonioso, el señor Eich—, que en ningún momento de nuestras negociaciones de hoy he pronunciado una palabra de la que pueda desprenderse que lo he engañado a conciencia, como usted ha afirmado. Les ruego que me lo confirmen, caballeros.

—Sin duda —dijo el señor Lange—. Si no recuerdo mal, usted habló de un contrato favorable.

—De un contrato inusualmente favorable —precisó Messerschmidt.

El señor Eich esbozó una leve sonrisa.

—Hay contratos —comentó— que suelen ser favorables para ambas partes, inusualmente favorables, me gustaría subrayar. Otra cosa más: ¿me permite una pregunta personal, señor Siebrecht?

—Se lo ruego.

—¿Le refirió usted a mi hija detalles de ese negocio dudoso? ¿Lo sabía ella antes?

—Claro que no. Jamás le conté una palabra al respecto.

—Claro que sí, padre —le contradijo Hertha Eich—. Me lo dijo todo, y yo le prohibí expresamente contártelo.

Durante un momento se hizo el silencio.

—Eso sobraba, Hertha —dijo el señor Eich—. Cuando el joven dice algo sensato, tú te comportas como una insensata. —Se volvió hacia los abogados—. Bien, señores, ¿qué opinan ustedes de ese tal Engelbrecht?

El abogado Lange se encogió de hombros.

—Por lo que he podido entender —dijo—, el señor Engelbrecht no es un hombre al que se pueda comprar con dinero. Desea venganza. Si le cerramos La Buena Reputación, acudirá a La Verdad o a Diario Íntimo

Los hombres se miraron pensativos.

—Yo sugeriría otra vía… —dijo Karl con cierta vacilación.

—¿Cuál?

—No puedo ofrecer más detalles. Pero creo estar en disposición de prometer que el señor Engelbrecht no emprenderá ninguna otra acción.

—Pues tendrá que proporcionar más detalles, señor Siebrecht —afirmó el señor Eich, deteniéndose de nuevo—. Después de lo que he escuchado aquí, no es usted un hombre al que yo daría rienda suelta.

El abogado Messerschmidt dijo persuasivo:

—¿No podría ofrecer al menos algún indicio? Oiga, señor Siebrecht, todos aquí somos sus amigos. Quiero decir —se corrigió apresuradamente, pues le había alcanzado una mirada muy amarilla del señor Eich—, todos aquí deseamos salvaguardar sus intereses. ¿Por qué tener secretos con nosotros?

—Porque no me corresponde a mí decirlo —respondió Karl Siebrecht.

—Ya entiendo —dijo el señor Eich y, hablando muy despacio, reanudó su deambular—. Es un ridículo mercadeo de secretos. Hay expedientes y más expedientes en esa historia. Ustedes ya lo saben, caballeros: Contrabando de armas, comisión de la Entente. El señor Siebrecht tuvo relación con eso, y también el señor Engelbrecht. —Se detuvo—. Todo parece apuntar hacia otro chantaje. Uno sabe algo del otro, el que más sabe, gana.

—De ningún modo —contestó Karl Siebrecht—. Pero ya que es usted tan sabihondo, ¿le suena el nombre de Dumala?

—¿Dumala? —preguntó el señor Eich—. Sí, lo recuerdo.

—Yo no me dirigiría en absoluto al señor Engelbrecht. Solo hablaría con Dumala.

—¿Y de qué serviría?

—El señor Dumala trabaja ahora con otro nombre como ayudante de investigación criminal en la Jefatura Superior de Policía.

Los dos abogados cruzaron una rápida mirada demostrando que estaban al tanto.

—Me gustaría corregir un error —dijo sonriendo el señor Lange—. El caballero en cuestión es comisario de investigación criminal. Ha ascendido con inusitada rapidez.

—Sí, es muy eficaz —reconoció Karl—. Un hombre muy duro en caso necesario.

Durante un rato los cuatro hombres callaron, pensativos.

Después el señor Eich dijo deprisa:

—Lo dejo a su criterio.

—Solicitaremos hoy una entrevista del señor Siebrecht con ese caballero —propuso el señor Messerschmidt—. ¿A qué hora le parece bien?

—Cualquiera.