Ellos se adaptan
Su amada gravitaba sobre Karl Siebrecht. Hertha Eich se adueñaba de su vida, su pensamiento, incluso de sus sueños. Iba y venía cuando se le antojaba, lo rehuía cuando él creía necesitarla, y luego, cuando Karl se había sumergido en su trabajo, aparecía y lo raptaba. Se lo llevaba consigo para ver a algún ridículo sastre, ir a Grunewald, o a Potsdam, donde le obligó a visitar Sanssouci mientras su oficina lo reclamaba a gritos. Karl protestaba.
—Hertha, eso es imposible —aducía—. Así no podemos seguir. ¿Es que no podemos acordar una hora fija para estar juntos?
Ella se reía.
—Ay, pobre, creo que nunca podré amarte a horas fijas. Pensar que tengo que reunirme contigo todas las tardes a las siete y media me produce escalofríos.
—Pero ¿es que no me quieres siempre? ¡A mí siempre me hace feliz verte!
—¿De veras? Pues ayer, cuando te arranqué de tus cuentas con la Palude, no parecías muy feliz. No, yo no te quiero siempre, ni hablar. A veces me pareces totalmente insoportable, por ejemplo ahora, que estás a punto de insistir para que nos casemos. —Karl se ruborizó, porque precisamente le iba a preguntar eso—. No, no sería mejor que nos casáramos —prosiguió ella, implacable—. Ni ahora, ni puede que nunca. Adiós, pequeño mío, trabaja mucho. Esta semana no creo que vuelva a visitarte. —Y dicho esto, se marchó.
Cuando lo llamaba pequeño le habría costado poco encolerizarse, pero no era aconsejable, pues «pequeño» era una señal infalible de que ella estaba muy poco satisfecha con él. Y cuando no estaba satisfecha con él, se lo demostraba. Hertha tenía diversas maneras de herir su autoestima, pero ese «pequeño» se le antojaba la peor.
—¡Al menos no me llames «pequeño» delante de la gente! —decía él suplicante—. Ayer me lo llamaste en mi oficina, delante del señor Körnig y de la señorita Taesler. Vi cómo los dos cruzaban una sonrisa.
—No me porté como una chica decente, ¿verdad? —inquiría ella con dulzura—. Crucé las piernas como no lo hace ninguna chica decente, ¿verdad? ¡Y claro, el señor director Siebrecht me dirigió una mirada severa! ¡Pues cuando el señor director se porte como un niño, lo llamaré pequeño aunque estén presentes todos los seres humanos del mundo!
Y así lo hacía, en verdad. Karl Siebrecht jamás había conocido a una persona que se enfrentase con tanta indiferencia a las habladurías de la gente como Hertha Eich. No provocaba las habladurías, tampoco las desafiaba, ni las despreciaba; no, sencillamente, para ella no existían. No pensaba ni un instante siquiera en lo que la gente pensase de su conducta. Visitaba a Karl con naturalidad, tanto de día como de noche, en Passauer Strasse y en su oficina. Allí la consideraron primero muy dudosa, sobre todo la señorita Palude, obligada a defender el camino al despacho del director. Después se supo de algún modo que era la hija del poderoso Eich, y a partir de ese momento la trataron con exquisita amabilidad. Hertha no reparó ni en la consideración de dudosa ni en la amabilidad. Cuando se le antojaba, se sentaba media hora con la señorita Palude y hacía que le contase cosas de la antigua cochera y de los Wagenseil. Mientras tanto, Karl podía esperar. Después, tras una inclinación de cabeza a la Palude, se marchaba, olvidándose a veces de que su pequeño esperaba.
Karl jamás supo cómo conseguía ella eludir las habladurías en Passauer Strasse e imponer respeto. En general las porteras berlinesas no son muy famosas por su discreción, pero la señora Pagel la llamaba «señora». La pequeña criada Hilde, a su vez, llamaba «señorita Eich» a la «señora», pero no por malevolencia, sino porque tantos disimulos eran demasiado complicados para su espíritu sencillo. Karl escuchó una vez una negociación de las tres mujeres sobre la limpieza de una alfombra en la que Hilde había vaciado un tintero. Era un increíble barullo entre «señora» y «señorita Eich». Hertha no parecía oírlo siquiera.
—¿No crees que deberías decirle a Hilde que te llame «señora»? —preguntó después Karl con toda la delicadeza del mundo.
—¿Cómo? ¿Qué es lo que dice?
—Ella te llama «señorita» Eich, y la portera, «señora» —le explicó Karl, paciente.
—Bien —respondió ella, igual que su padre—. Y a ninguna de las dos parece molestarle. Te molesta, mi pequeño Karl, ¿eh?
Para él siempre fue un misterio cómo encubría en su casa sus contínuas ausencias. Al fin y al cabo, pertenecía a una familia burguesa. El señor Eich no tenía el aspecto de ser alguien que aprobase la vida bohemia de su hija. Pero ella iba a ver a Karl cuando le apetecía y se quedaba noches enteras en Passauer Strasse. Karl no podía evitarlo, y a veces le preguntaba preocupado:
—Pero ¿qué les dices a tus padres? ¿Es que nunca te preguntan? ¡Seguro que deben de estar preocupados por ti!
Ella rio.
—Tengo la impresión de que te preocupas por mi forma de largarme de casa, mi pequeño Karl.
—La verdad, Hertha, seguro que ellos te preguntan y tú tendrás que contestarles.
Ella rio de nuevo.
—¿Te he contestado alguna vez a una pregunta similar? —inquirió ella—. ¿Lo ves? Aparte de que mis padres nunca me preguntan nada. O se tiene confianza o no se tiene. Solo se pregunta en las quimbambas. —Lo miró pensativa—. ¿Te causo muchas preocupaciones? —preguntó de repente—. Por favor, no te preocupes por mí. Cuando tengas que hacerlo, yo te lo diré —afirmó con absoluta sinceridad y cariño, para estropearlo un instante después—. Además, tú mismo te podrás convencer de lo que piensan mis padres. Les diré que te inviten el sábado.
—¡Por Dios, no! —exclamó Karl, horrorizado por lo que había provocado.
—Ahora dime que te resulta embarazoso —replicó ella sarcástica—. Eso de mirar a los ojos virtuosos del anciano y honrado padre cuya hija tú… —Lo miró con atención—. Sin embargo, no me has seducido tú, querido, sino yo a ti. Y aún no estoy del todo segura de que fuera realmente una seducción. Buenas noches, pequeño.
Y se marchó, a pesar de que aquella noche pensaban ir juntos al teatro. No obstante, era del todo inútil recordárselo. Ella se marchaba, a veces Karl pensaba que para siempre. No daba señales de vida durante tres o cuatro días, y Karl no se atrevía a telefonearle a casa de sus padres. Él, desgarrado por la inquietud y las dudas, maldecía sus escrúpulos y su provincianismo. Se daba cuenta de que todavía no era un auténtico berlinés. Todavía no pensaba a la berlinesa.
Tras una de esas separaciones, Hertha permaneció diez días sin dar noticias. Después, cuando volvió a tenerla entre sus brazos —la desesperación se había apoderado de él—, exclamó, estrechándola con fuerza:
—¡Y yo que pensaba que nunca volverías!
—¿De verdad lo has pensado?
—No sé. Estaba completamente desesperado. No podía trabajar. Pero me repetía una y otra vez que tú no serías capaz de abandonarme así.
—¡Oh, claro que sería capaz!
—¡Quisiera atarte aquí conmigo!
—A mí no me atarás. Y no creas que me tendrías más segura si te casaras conmigo. Solo me tendrás segura mientras te quiera.
—¡Pero tienes que quererme siempre!
—Ahora he estado diez días sin quererte —informó en voz baja—, estaba harta de ti. Me he quedado en mi habitación mirando al patio todo el tiempo. Allí hay una grieta en el enlucido, y me dije: si se cae ese trozo de revoque, no volveré con él. El trozo todavía sigue allí…
—¡Estás loca! —explotó súbitamente Karl, estrujándola entre sus brazos como si quisiera aplastarla—. ¿Crees acaso que te dejaría marchar? Te traería de vuelta aunque para ello tuviera que jugarme la vida. ¡Tú me perteneces, ¿entiendes?, eres solo mía!
—Dímelo otra vez —rogó ella—. No pares de repetírmelo.
Él se lo repitió, entre besos le repitió una y otra vez que le pertenecía y que iría a buscarla hasta el fin del mundo.
—Yo no sé lo que os sucede a vosotros, a los demás —dijo Hertha más tarde—. Parece que tenéis siempre los mismos sentimientos. Surgen muy despacio, y después se quedan durante un tiempo largo, muy largo, quizá durante toda la vida. A mí todo me sucede de golpe. Es como una ola que me ataca por sorpresa, proyectándome hacia arriba. Después la ola pasa de nuevo, y yo yazgo en la arena, desvalida y vacía… Nadie comprende lo espantoso que es ese vacío, creo que así es la muerte. La muerte es la ausencia de sensaciones… —Al cabo de un rato añadió—: Sí, hay una persona que lo comprende.
—¿Y quién te comprende a ti? —preguntó él, carcomido por el miedo y los celos.
—Mi padre —contestó ella—. Mi padre es muy comprensivo. —Hizo una pausa, y luego siguió—: Pero tú no debes volverte nunca como mi padre. Si me comprendieras de verdad, dejarías de quererme. Pero tienes que quererme siempre.
—Te querré siempre —contestó él—. Eres toda mi felicidad.
También tenían horas de máxima dicha y profundísima confianza en las que Karl sentía lo cerca que estaba de él esa criatura escéptica, apasionada cómo Hertha Eich lo amaba tan fatalmente como él a ella. Sí, esos momentos no escaseaban, sino que incluso eran más frecuentes que aquellos en los que percibían lo distintos que eran. Siempre se presentaban de manera sorprendente, como todo en ella. Llegaban de súbito tras una desavenencia, durante un paseo, en el teatro…, y los dos se levantaban, se marchaban en mitad de la representación adentrándose en la noche. O estaban juntos por la tarde, cada uno enfrascado en un libro —él descubrió que incluso tenía tiempo para leer libros—, y sus miradas se encontraban por encima de las páginas.
—¿Sí…? —preguntaba ella entonces, con voz en apariencia átona, como una llamada lejana desde la niebla.
—¿Sí…? —inquiría él a su vez, sin reconocer su propia voz, tan fantasmagórico se le antojaba todo.
Los libros caían al suelo, y ellos seguían mirándose, mudos, ardientes. La niebla se tornaba cada vez más fogosa, se convertía en humo rojo. En el silencio resonante, vibrante, ambos sentían que ansiaban poseerse, y demoraban esa posesión, dilataban la espera… Se limitaban a mirarse intentando adivinarse uno al otro, adentrándose el uno en el otro, preguntándose y contestando sin palabras. Después se levantaban y se acercaban.
—¡Sí! —volvía a decir ella, pero entonces su voz poseía toda la dulzura y la hondura del amor.
—¡Sí! —contestaba él, abrazándola.
Llevaba en sus brazos a esa criatura morena y apasionada, transportándola como a una niña por las habitaciones, y mientras ella yacía en sus brazos con los ojos cerrados, él le susurraba ternezas.
—Ola mía —le susurraba—. Onda mía, llévame alto, llévame cada vez más alto, súbeme como un remolino. Soy tan pesado sin ti…
Y ella lo escuchaba con los ojos cerrados, una vaga sonrisa en su cara pálida.
A pesar de las objeciones a la sorprendente, carente de reglas, incierta relación, Karl pensaba a veces que ellos dos, sin estar casados, formaban un matrimonio mucho mejor que el que había vivido nunca con Rieke. Hertha Eich impregnaba su vida entera, a ella no solo le pertenecía una pequeña parte de él, como Karl había confesado a disgusto a Rieke, él no podía sustraerse a ella en ninguna parte. No tenía secretos para ella. En algunas cosas Hertha poseía una perspicacia increíble. Fue la primera en prevenirlo contra el antiguo aprendiz Egon Bremer, ese tipo pelirrojo, frío.
—Échalo mientras estés a tiempo —le advirtió—. A ese hombre lo corroe la ambición. ¿Crees de verdad que está todas las noches en la oficina hasta las diez por ese mísero sueldo? ¡Aspira a ser tu sucesor!
Él se rio de ella. Le habló de Egon, el aprendiz, de la abnegación con la que había tirado de las carretillas de equipaje en los días malos.
—Bueno —contestó ella—, ya lo veremos más tarde. Consérvalo, pero no le quites el ojo de encima. Si puede jugarte una mala pasada, lo hará. Y ahora, ¿nos vamos al museo, o el señor director es indispensable?
Por supuesto que lo era, pero a pesar de todo la acompañó. De esta manera, el trato con ella, semana tras semana, lo convirtió en una persona distinta. Se volvió más firme, decidido, tranquilo. A medida que se enorgullecía de su cuerpo, capaz de dar y recibir felicidad, caminaba más erguido, lo cuidaba mejor, lo vestía con más acierto, y se daba cuenta de que también aumentaba su serenidad interior y dejaba de prestar atención a los demás, para ocuparse de sí mismo.
La evolución del director beneficiaba la marcha del negocio: su criterio ya no estaba ofuscado por caprichos y pasiones, ya no permitía que le influyeran sus sentimientos. Tal vez exageraba, como cualquier principiante, y enjuiciaba con frialdad a sus antiguos colaboradores. La Palude lo percibió, y Egon Bremer, pero con el señor Beese, el viejo mozo, apenas cruzaba palabra. Ahora tenía mucho trabajo. Cuando el servicio en las estaciones se normalizó por completo, desarrolló el servicio al cliente, los «traperos» como ellos lo llamaban, unos camiones que recorrían los barrios recogiendo maletas, a ser posible sin viajar de vacío, para llevarlas al tren a determinadas horas. Eso exigía una organización muy cuidadosa y precisa. Los ingresos eran satisfactorios, aunque muy lejos de ser abundantes, pero los engullía por completo la nueva empresa. Hubo que instalar una centralita telefónica para las llamadas de la clientela, el parque de camiones se duplicó, el personal incluso se triplicó. Los salarios y jornales mensuales eran muy elevados, y el dinero continuaba siendo muy justo, aunque Karl ya no hablaba del tema. La empresa Gollmer había duplicado su participación, pero antes de cada fin de mes el señor Körnig y él se reunían durante horas y horas, hasta bien entrada la noche, para hacer cuentas y deliberar. Karl firmó las primeras letras de cambio de su vida.
—Cuando hayamos terminado con la constitución de la empresa, señor Körnig —lo consolaba él—, será un juego de niños hacer efectivos estos papelitos. Hasta entonces prolongaremos el plazo.
—Me temo que nunca terminaremos de organizarnos —contestaba preocupado el señor Körnig—. Berlín es demasiado grande para nosotros, señor director.
—Berlín no es demasiado grande para nosotros, señor Körnig —replicaba Karl, decidido—. Conquistaremos Berlín.
Sonreía al pensar en los dos sentidos que, con el paso de los años, había alcanzado esa conquista de Berlín. Lo que había soñado un día se había engrandecido y empequeñecido. ¡No, era mucho más grande!