Capítulo 96

Hertha Eich toma las riendas

Despertó de un sueño que había sido hermoso. Desde aguas oscuras había ascendido a otras cada vez más claras, tumbado fue ascendiendo hacia la luz. Ahora yacía despierto a oscuras, escuchando el aliento de ella. Tras un rato de silencio, preguntó en voz baja:

—¿Duermes, Hertha…?

—No —contestó ella en el mismo tono de voz, buscando su mano en la oscuridad—. No he pegado ojo todavía.

—Yo he soñado —contó—. Ya no sé exactamente cómo era, pero pasaba de la oscuridad a la luz. El agua me impulsaba hacia arriba.

—Y cuando despertaste estabas a oscuras.

—Pero a tu lado. Te llamé. Supe en el acto que debías de estar ahí. ¿Estás triste?

—No lo sé. ¿Eres feliz?

—Sí.

Ella le estrechó la mano, luego añadió:

—Siempre que me alegro tanto y durante tanto tiempo por algo, experimento siempre una cierta decepción cuando lo consigo. Ya de niña me alegraba demasiado esperando la fiesta de Navidad, después nunca era tan bonita…

—Soy muy feliz, Hertha —reconoció él—. No he sido tan feliz en toda mi vida.

—Repítemelo, no me canso de oírlo —susurró ella—. Siempre he ansiado hacer completamente feliz a alguien.

—¡Pero tú también tienes que ser feliz, Hertha!

—Ya lo soy, al menos a mi manera. Quizá cuando todo esto haya pasado sienta lo feliz que he sido esta noche.

—Nunca pasará. No puede pasar.

Ella calló.

—Hertha, ¿cuántos años tienes? —le preguntó.

—Veintitrés —contestó ella sin vacilar—. ¿Qué te creías?

—Siempre te he considerado jovencísima, diecisiete o dieciocho años. No comencé a dudar hasta más tarde.

—No —repuso ella despacio—. Ya no soy tan joven. Esa época ha quedado atrás, muy atrás. Quisiera serlo todavía, me gustaría por ti, no por mí.

—Soy feliz —confirmó Karl—. Entiendo poco de ti, nunca sé por qué haces las cosas, siempre me sorprendes. Pero me haces feliz.

Ella rio en voz baja. Se apretó contra él y se tendió en su brazo.

—Pero ¿es que hay que entenderse cuando amas? —preguntó—. ¡Eso es algo completamente distinto! Porque tú me quieres, ¿no?

—Sí —contestó—. Solo que no lo sabía. Pero ahora lo sé. ¿Y tú…?

—Claro. Pocas cosas sé con tanta seguridad como esta, que te quiero. Me di cuenta cuando hallé la tarjeta en mi bolso. Entonces todavía no sabía nada. Es extraño, tu mujer lo supo primero, y cuando me lo dijo, yo también lo supe.

—No —repuso—. Entonces yo todavía no pensaba en ti.

—Sí. —Ella rio—. Te he cazado de verdad, pobrecito. Pero has sido una presa fácil, no tienes mucha experiencia.

Por un momento, él sintió una ligera aversión.

—¿Puedo hacerte una pregunta, Hertha?

—Hazla. Quizá te conteste.

Él se animó.

—Hertha, ¿estás de acuerdo en que nos casemos pronto? ¿Muy pronto?

Ella calló.

—¡Hertha, respóndeme! —la apremió—. Es algo evidente.

—¿Qué es evidente? ¿Qué conteste o que nos casemos?

—¡Las dos cosas!

—No sé si me gustaría casarme contigo…

—¡Pero Hertha! —exclamó horrorizado y perplejo, porque nunca se le habría ocurrido pensar que pudiera responderle así—. ¡Piensa en tus padres!

—¿Qué tienen que ver mis padres con esto? No puedo casarme contigo por mis padres. En serio, no sé si quiero casarme contigo. Hay tiempo para eso. Deja que las cosas sigan como ahora. Hace un momento has dicho que eres feliz. ¿Qué más quieres que ser feliz?

La lógica de ella lo confundía.

—Hertha, considera lo que has hecho por mí, me has dado dinero para el negocio y has amueblado este piso. Todo esto es imposible si no nos casamos. ¡Yo no puedo dejarme… obsequiar por ti!

—Eso acaba de decirlo el provinciano que llevas dentro —contestó sarcástica, pero acurrucándose al mismo tiempo con ternura a su lado—. Esas ideas constituirán siempre un misterio para mí. Por qué puedes dejar que te regale algo si nos casamos, pero no si seguimos amándonos, no lo entiendo.

—¡Pues está clarísimo, Hertha! No basta con amarse. Quiero decir que un matrimonio es también una alianza, de dos camaradas…

—Pero es que yo no quiero de ningún modo ser tu camarada. Quiero seguir siendo tu amante. Entiéndelo bien, aquella a la que amas, no lo que en vuestra pequeña ciudad de provincias os imagináis como amante. Quizá eso también sea posible en el matrimonio, ya lo veremos.

—¡Presta atención, Hertha! —replicó, enérgico—. Es de todo punto imposible que nos encontremos aquí en secreto y compremos con propinas la discreción de la portera y la criada. Eso me parece repugnante.

—Pues yo encuentro mucho más repugnantes algunas cosas en el denominado matrimonio. Además, amigo mío, ¿quién te dice que quiero regalarte algo? Encontrarás en el cajón de tu escritorio un buen fajo de facturas, así como una relación de todo lo que te he prestado. ¡He cargado sobre tu espalda deudas muy onerosas!

—Gracias a Dios. —Karl respiró aliviado.

—¡Ay, mi pequeño! ¡Temo que tendré que llamarte a veces mi pequeño! —Rio—. ¿Cómo puede pensar así un hombre mayor, adulto? ¡Puedo amarte, pero regalarte un armario es pecado! Todavía no formas parte de Berlín…, tendré que educarte. —Ella jugueteaba con la mano en el pelo de él—. Pero quizá no te eduque —añadió pensativa—. Quizá me gustes precisamente por lo ingenuo que eres. Ya veremos… —repitió.

Ella calló un instante.

—¿Qué hora es? —preguntó.

—Será cerca de la una.

—Ahora nos haremos un café y comeremos algo —propuso—. Y después me contarás todo de tus negocios, pero todo. Así que levántate y entra en el cuarto de baño, para que yo pueda arreglarme un poco.

—¿De verdad tengo que levantarme ahora, a la una de la madrugada? —inquirió, perezoso—. Te recuerdo que mañana tengo que estar a las ocho en la oficina.

—Y tú ten en cuenta, te lo ruego, que oficialmente no llegaré a Berlín hasta dentro de tres días y por lo tanto tenemos tres días completamente para nosotros, y que a tu personal le vendrá muy bien que el señor director no aparezca algún día hasta las diez o las diez y media.

—Eso es imposible, Hertha. Mañana temprano tengo que…

—¡Eso solo es imposible en las quimbambas, pequeño! Ya aprenderás todo eso. Por cierto, mañana por la mañana no irás a la oficina. Saldremos de compras. Tu forma de vestir, querido, es absolutamente inadecuada. Tus viejas prendas puedes regalárselas a tu Piesecke o como se llame. Salvo la chaqueta de cuero que llevabas cuando eras taxista —recordó—. Bueno, sí, la chaqueta de cuero también, no quiero tener recuerdos del pasado, bastante tendremos con el presente.