¿Eres tú, Hertha?
A lo largo de esos meses Karl Siebrecht intentó cambiar de domicilio en diez o veinte ocasiones, pero nunca tenía tiempo para hacerlo. Hacía mucho que había roto las relaciones diplomáticas con la Krienke, vivían en estado de guerra abierta. Desde que le pidió a su casera que le colocase una mesa en su cuarto, que incluso se mostraba dispuesto a pagar, pues algunas noches necesitaba escribir, Siebrecht quedó liquidado como prójimo para la señora Krienke. Él había alquilado el cuarto siendo chofer, y un chofer conducía vehículos, no se dedicaba a escribir. ¡En su cuarto no entraría una mesa ni aunque fuese de oro! ¡Si tenía que escribir, que se sentase en la cocina! Pero la gota que colmó el vaso fue que muy avanzada la tarde se presentó un recadero del señor Körnig preguntando por el «señor director Siebrecht». Allí no había ningún director, allí solo había trabajadores, obreros, para decirlo sin rodeos. ¡Que ese golfo se largase de allí enseguidita!
A pesar de todo, el muy ocupado Karl Siebrecht aún no había buscado una casa nueva, pero cuando llegó a casa al anochecer después de cerrar el gran contrato con el ferrocarril, encontró sobre su cama un telegrama. Lo abrió y leyó: «Esta tarde después de las ocho Passauer Strasse número tal, escalera izquierda, el portero tiene la llave». No llevaba firma… Karl Siebrecht salió corriendo a la calle.
De pronto notó una enorme serenidad en su interior; calmada la primera excitación, se entregó a la sensación de que volvería a verla… Yo la esperaba, se dijo. Por muchas personas que hubiese a mi alrededor, sentía añoranza de ella. Me faltaba ella, una mujer con la que puedo hablar de todo. Y con la que hablaré siempre de todo. Se acabaron los secretos, desde el principio. Algo nuevo he aprendido…
De pronto se vio delante del edificio. La puerta ya estaba cerrada. Tuvo que tocar el timbre para llamar al portero. Alzó la mirada por la casa. Escaleras arriba todo estaba oscuro, pero él necesitaba verla esa noche, y la vería, lo presentía. Primero le sobresaltó la exclamación irritada de la portera:
—Bueno, ¿quién demonios toca el timbre en plena noche?
Dicho sea de paso, aún no eran las nueve.
Fue rápidamente a la pequeña ventana, se inclinó hacia la oscuridad y dijo un poco inseguro:
—Me llamo Siebrecht. Tienen que haber dejado aquí unas llaves para mí.
—¡Pues claro que sí, señor director! —La voz procedente de la oscuridad habló con un tono tan educado, que no cabía duda de que su propietaria había sido copiosamente untada—. Espere un momento, señor director, le abriré la puerta y encenderé la luz de la escalera. —El portal se iluminó, la enorme puerta se abrió y la portera lo invitó a entrar—. Siempre cerramos el edificio a las ocho —susurró—. La calle ya no es lo que era antes de la guerra. Entresuelo, señor director, justo a la derecha, su nombre figura en la puerta. ¿Ha tenío buen viaje, señor director? Muchas gracias, señor director —concluyó haciendo desaparecer el billete.
—¿No hay nadie arriba, en la casa? —preguntó él, un tanto decepcionado.
—Noo, señor director, la señorita se marchó antes de las seis, y la chica no vendrá hasta el día uno. Hasta entonces me encargaré yo de limpiar un poco. Buenas noches, señor director, que descanse…
—Muchas gracias y buenas noches —respondió Karl subiendo despacio los peldaños hacia «su» casa.
Le parecía como si estuviera viviendo un cuento que no transcurría del todo según lo esperado. No habría debido hacer esto, pensaba, ponerme casa. No puedo permitir que ella me mantenga. Pero así es ella, fría y apasionada, calculadora e ingenua. Si al menos la viera esta noche, si nos hubiéramos encontrado en alguna parte, como entonces en el zoo… Pero esto era demasiado y demasiado poco a la vez.
En el pequeño letrero de latón en la puerta figuraba solo su nombre en letras negras, «Karl Siebrecht». Ella lo había encargado y mandado hacer para él, así que ya llevaba unos días en Berlín, le había instalado un piso, a lo mejor llevaba semanas allí, pero no había tenido la necesidad de volver a verlo. ¡Qué distintos eran! A pesar de las explicaciones de la portera, no se las apañaba con las cerraduras. Tintineó con las llaves largo rato, temiendo siempre que se abriera la puerta de enfrente y se topase con su vecino como una suerte de ladrón. Al final descubrió que la puerta estaba abierta y entró en su casa, la primera propia de su vida… Bah, tampoco es una casa propia, pensó con cierta amargura. Entonces fue la casa de Rieke, hoy…
Observó un momento el vestíbulo con un gesto de asentimiento. Unos pocos muebles, un par de butacas de tubos de acero, unas xilografías en color… Sí, él era ahora el director del Servicio Urgente Ferroviario de Berlín, así debía ser el vestíbulo de un hombre como él. El hijo muerto de hambre del maestro de obras de la Marca de Brandeburgo había llegado a donde soñó quince años antes… Pero cuán diferentes eran sus sueños…
Colgó en un gancho el sombrero y el abrigo, se miró fugazmente en el espejo. Se estiró el traje, la corbata. Sí, era una vergüenza no haber ido aún al sastre, seguir en casa de la Krienke… Hertha tenía razón. Pero lo que había hecho ella estaba mal. Abrió la puerta de la primera habitación a mano izquierda, la luz de las farolas penetraba desde la calle, tras una corta búsqueda encontró el interruptor. ¡Bien, muy bien!, diría el viejo Eich. ¡No, maldita sea, no diría eso! ¿Qué diría ese hombre amarillento de batín castaño sobre las jugarretas de su hija? ¿Qué diría de un socio que lo aceptase? Durante un instante, Karl estuvo tentado de dar media vuelta. Todavía no, se dijo luego. Puedo marcharme cuando me apetezca, estoy solo.
Asombrado y cansado, recorrió con la vista las estanterías. ¿Cuándo iba a leer todo aquello? ¿Qué se figuraba ella en realidad? Él tenía que trabajar, ahora debía trabajar diez veces más, al menos para justificarse ante sí mismo. Esos libros eran de desconocidos, él nunca se enteraría de lo que tenían que decirle. Por un instante se sorprendió al ver entre los títulos uno conocido: Homero, Odisea. Medio sacó el libro, recordó de pasada al director Tietböhl, le habría gustado buscar el pasaje en el que Nausícaa encuentra a Odiseo naufragado. Pero empujó el libro hacia atrás. No era el momento… Tampoco él era un náufrago.
Fue deprisa a la siguiente habitación y se detuvo en el umbral. Era la habitación de ella, lo notaba. Sobre el sofá, todavía abierta en pliegues, una manta, como si ella acabase de quitársela. Percibió aroma de cigarrillos, sobre el respaldo yacía un libro abierto. Era como si Hertha acabase de estar allí. ¿Ay, por qué se había ido? Le parecía que si hubiera estado allí, él la habría entendido, lo habría comprendido todo. Ahora no la vería hasta el día siguiente, o puede que dentro de tres días o de tres semanas, cuando todo hubiera envejecido…
Se situó despacio en el centro de la habitación y escudriñó a su alrededor. Casi todos los muebles de la estancia parecían antiguos, un pequeño armario renacentista, rígidas sillas renacentistas de respaldo recto con una tapicería descolorida de color rosa pálido que antaño fue púrpura. Encontró su propia mirada en un enorme espejo veneciano. Durante un instante se contempló, inquisitivo. El cristal, ligeramente verdoso, lo hacía parecer muy pálido, sus ojos parecían oscuros. Tenía ante él un hombre desconocido, muy serio. Entonces le dio la impresión de que no estaba solo. Sentía como si desde ese espejo unos ojos ajenos lo contemplasen. Veía en el cristal verdoso la puerta de la habitación siguiente, que se movió sin ruido… Él no volvió la cabeza, siguió con los ojos clavados en el espejo, notando los latidos de su corazón.
La puerta siguió abriéndose. En el picaporte vio algo blanco, una mano… Temblando, dijo a media voz:
—¿Eres tú, Hertha? ¡Ven, ven deprisa! Ya no resisto más. Te he echado tanto de menos…
La puerta se abrió del todo.