Hertha Eich sale de viaje
—Sí, ya sé que el señor Eich no me espera hasta las ocho y media —dijo Karl Siebrecht—. Pero antes desearía hablar con la señorita. ¿Me anuncia, por favor?
—La señorita ha salido de viaje —dijo cortés la criada.
Karl se sintió como si le hubieran dado un mazazo en la cabeza.
—¿Cómo…? Si ayer mismo estuve aquí, con ella… Si acabo de recibir una carta suya. Bueno, suya no, por supuesto… —se corrigió, pues eso no habría debido decirlo.
—La señorita ha salido de viaje hoy a mediodía —informó la criada.
—¡Ah, ya! Bien —dijo él. Ya iba siendo hora de recuperar su presencia de ánimo. Y es que Hertha Eich se llevaba la palma en cuanto a sorpresas—. Siendo así, volveré a las ocho y media. Por cierto, ¿cuándo se espera el regreso de la señorita?
—La verdad, no sé decírselo —contestó la criada.
Karl volvió a bajar las escaleras. La media hora siguiente, hasta que llamó por segunda vez al timbre de la puerta de los Eich, no fue agradable. Enfado, ira, desilusión, indecisión, todo eso pasó por su mente, mezclándose, luchando entre sí. Él estaba convencido de que la sorprendente partida de ella pretendía impedir precisamente lo que él juzgaba necesario, es decir, volver a hablar con ella antes de presentar o destruir el cheque. ¡Como era natural, ahora lo destruiría, jamás utilizaría ese cheque, jamás!
Tampoco la entrevista con el señor Eich transcurrió ni de lejos tan apacible y amigablemente como la de la noche anterior. Por lo visto, el señor Eich deseaba dejar bien claro de antemano que no era un socio pasivo. Con la cabeza apoyada en la mano miró en silencio, pensativo, las tres declaraciones. Después tomó una hoja con la punta de los dedos y se la devolvió a Siebrecht.
—Creo que a este caballero mejor lo descartamos —dijo.
—¿Por qué? —preguntó Karl Siebrecht, notando ya que se encolerizaba ante el frío rechazo del otro.
—Casualmente, sé algunas cosas acerca de él —comentó el señor Eich con tono gélido—. ¿No es verdad que en realidad es un tratante de ganado? Opino que no debe figurar en una empresa como la suya.
—Solo será un socio pasivo —se opuso al joven—. Ha renunciado a cualquier derecho de gestión.
—No es del todo indiferente —recalcó el señor Eich— la procedencia del dinero con el que trabaja una empresa.
—Durante varios años he conocido al señor Engelbrecht como un hombre de negocios honrado y de confianza —protestó Siebrecht, obstinado.
—¿No lo engañará su memoria? —preguntó el señor Eich juntando las puntas de sus dedos—. En nuestros expedientes he encontrado un dato relativo a que en cierta ocasión, en compañía de otros, le jugó a usted una muy mala pasada.
—¿A mí? ¿Una mala pasada? ¿Engelbrecht? ¡Jamás! —exclamó indignado Karl Siebrecht. Después, poco a poco, cayó en la cuenta. Se puso colorado.
El señor Eich no había apartado la vista de él. Ahora dijo con más suavidad:
—Así que lo había olvidado de verdad, eso me complace en cierto modo. Todo aquello fue una acción muy dudosa, ¿verdad? Ese cambio de buenos caballos por malos…
—Pero Engelbrecht no debía de saber nada de todo eso. —Siebrecht lo intentó por última vez. Lo apenaba ese hombre, había dicho que sí inmediatamente, y le tenía que agradecer el camión.
—No es admisible que un negociante tan… experimentado como el señor Engelbrecht no estuviese al tanto de esa dudosa operación.
—En los últimos años ese hombre me ha ayudado en repetidas ocasiones, me desagradaría descartarlo —le comunicó Siebrecht.
—De eso se trata —asintió el señor Eich—. De que lo ayudó en ciertos asuntos. Ayer estuvimos de acuerdo en que esos asuntos habían acabado definitivamente, ¿verdad?
Se miraron.
—Bien, renunciaré a él —confirmó Karl—. Pero entonces ya no hay cien mil marcos.
—No, entonces ya no hay cien mil marcos —contestó el señor Eich mirando a su interlocutor.
Los dos se miraron un rato en silencio, el hombre amarillento, entrado en años, y el joven de fresco color. La mirada de los ojos oscuros y la mirada de los ojos claros se cruzaron. Ninguno parpadeó. Reinaba un silencio absoluto… Entonces Karl Siebrecht se llevó la mano al bolsillo interior derecho, sacó el cheque y dijo:
—Tengo aquí otros cincuenta mil marcos de los que estoy autorizado a disponer.
El señor Eich recogió el cheque sin el menor asombro.
—Bien —dijo—. Muy bien. Ochenta mil marcos de los que solo treinta mil son en efectivo habría sido algo escaso. Ciento treinta mil es una cifra mucho más conveniente. —Contempló el cheque—. Fíjate —dijo con leve sorpresa—, Lange & Messerschmidt, unos abogados excelentes, unos asesores dignos de confianza… También son los abogados de mi familia. ¿Trabaja desde hace tiempo con esos señores?
Siebrecht se limitó a murmurar. Pero también el murmullo satisfizo plenamente en ese momento al señor Eich.
—En cualquier caso, no podría depositar en mejores manos la representación de sus intereses en las negociaciones fundacionales, señor Siebrecht.
En esos minutos Karl Siebrecht agradeció a Hertha Eich que hubiera salido de viaje, que hubiera desaparecido, que no se hubiera sentado a su espalda durante esa negociación en calidad de convidado de piedra. En su presencia no habría presentado el cheque a su padre, ni habría soportado esa conversación. ¿Sabía algo el viejo? ¿Lo ignoraba? ¿Sospechaba algo, o estaba todo acordado con su hija? Ese hombre de batín color café, que se deslizaba tan sigilosamente por las alfombras de su casa, no era amigo de las cosas claras. No todo tenía que ser recalcado.
—Ese color amarillo canario de sus camiones… Sin duda es una cuestión de menor importancia, y es su empresa. Pero debe tener presente siempre, señor Siebrecht, que si se alía con nosotros debe desdeñar la publicidad estridente. Una tono sencillo, menos llamativo, quizá gris o color café… —Y acarició pensativo su batín de lana.
Pero Karl no estaba dispuesto a ceder también en ese punto. Luchó por su amarillo canario, que le traía demasiados recuerdos. Mencionó numerosas razones, y cuando el señor Eich siguió igual de negativo, exclamó:
—¡Por otra parte, Correos también es amarillo, y eso que no necesita publicidad alguna!
El señor Eich se sorprendió.
—Es cierto, Correos —murmuró—. No lo había pensado. En efecto, el color de Correos es, si puedo decirlo así, amarillo. Es cierto que he oído decir que algunas voces están barajando pasar del amarillo al rojo, pero con todo…, lo que no fue chillón en el servicio de Correos, tampoco puede serlo en usted.
Una primera victoria de Karl Siebrecht, y al momento siguió una segunda batalla por el nombre de la empresa. Lo cierto fue que «Servicio Urgente Ferroviario» fue aceptado tras ciertas vacilaciones, pero «Siebrecht & Nadie» quedaba totalmente descartado. Discutieron ese nombre al menos durante un cuarto de hora. Se acaloraron, enzarzándose en una conversación enconada. Al final coincidieron en la necesidad de buscar un acuerdo. Por fin decidieron llamar a la empresa: «Servicio Urgente Ferroviario de BerlínSiebrecht, Nadie & Co.». Como en todos los compromisos que deben satisfacer a ambas partes, los dos quedaron insatisfechos. Al menos ninguno había cedido del todo, y eso resultaba conciliador…
A continuación discutieron cuestiones relativas a la asociación, las tarifas, la organización. Era bien pasada la medianoche cuando se separaron. El edificio estaba cerrado hacía mucho tiempo, el propio señor Eich acompañó con la llave a su tardío invitado hasta la calle.
—Le presento mis disculpas —dijo sorprendido—, acabo de darme cuenta de que no le he ofrecido ni una taza de té.
A Karl Siebrecht le dio la impresión de que el señor Eich no estaba ni mucho menos tan sorprendido como aparentaba. Le dijo que él tampoco había pensado en el té…
—Eso se debe —explicó formal el señor Eich— a que mi hija ha salido de viaje. Le pido mil perdones.
Karl Siebrecht lo perdonó.
—¿Y estará largo tiempo fuera?
—Sí, cuatro o cinco semanas. Ha ido a ver a su madre, al lago Constanza. Buenas noches, señor Siebrecht.
—Buenas noches, señor Eich.