Afluye el dinero
A última hora de la tarde del día siguiente Siebrecht estaba en su desolada habitación. Había dado con la puerta en las narices a la Krienke. Desde que Hertha Eich dijo la noche anterior lo inadmisible que era ese cuarto en el que moraba, la habitación, la Krienke y los tres mocosos se le antojaban insoportables. Ahora la Krienke estaba fuera, de morros, reñía con los niños, cerraba dando portazos…, pero él, sentado, esperaba. ¿A qué? A Hertha Eich, una vez más. Su llegada era más necesaria que nunca, no podía llamar al señor Eich antes de que ella se presentase, y si ella no lo hacía, no podría telefonear al señor Eich. ¡Maldición, cuánto necesitaba a esa joven a la que poco antes aún no conocía! Cómo había estado ayer tarde sentada y servido el té en representación de su madre, que se encontraba de viaje, como la hija formal de una buena familia burguesa… ¡Y él creía que la conocía de otra manera…! ¿Había dicho de verdad algo de una fortuna propia? ¿O lo había soñado? ¡Tenía que presentarse, maldita sea, no podía seguir comportándose así, apareciendo y desapareciendo siempre por sorpresa! Se había levantado de un salto hacía mucho y recorría su cueva de lado a lado. Al mismo tiempo miraba las dos cartas, las confirmaciones que yacían sobre su cama. En efecto, ni Engelbrecht ni el señor Von Senden lo habían dejado en la estacada. El primero había comprometido veinte mil marcos y dos camiones de su propiedad, y el segundo treinta mil marcos. ¡Pero eso no era ni de lejos cien mil marcos! Había hecho un último intento, había puesto a Von Senden en marcha, el pobre hombre había tenido que averiguar la dirección provisional del señor Gollmer. Había enviado al señor Gollmer un largo telegrama, ¡un telegrama de casi doscientos marcos a un hotel de París! ¡Hasta eso había llegado, hasta eso lo había conducido ella! ¡Esos malditos cien mil! De pronto se detuvo y dijo en voz alta a sus ropas junto a la pared:
—¡No tengo nada de suerte con las mujeres, diga lo que diga el capitán de caballería!
E igual de repentinamente lo asaltó un pensamiento: ¿Qué dirá Ilse Gollmer cuando se entere de que mendigo dinero a su padre por telegrama?
En ese momento sonó el timbre, y su mano enderezó la corbata, tomó el peine y se lo pasó por sus cabellos. Pero solo era una vecina que iba a visitar a la Krienke, ahora cotorreaban y se agitaban ahí fuera las dos. ¡Era desquiciante!
Pero no se desquició. Se sentó tranquilo en su silla. Calma, se dijo de repente, ante todo, calma. Siempre me he puesto frenético antes de poner algo en marcha. Ella es una chica que piensa lo que dice. Y habló seguro de un patrimonio propio. Espera, ayer por la noche hubo algo más… Recordó. Se habían sentado los tres a la mesa del té, y él había hablado de su cautiverio, de aquel instante en que, con un ladrillo en las manos, corrió a la habitación de la costurera atraído por el zumbido de la máquina de coser. Entonces la señorita Hertha se inclinó sobre la mesa y dijo:
—Ahora entiendo por qué te casaste con tu mujer.
Fin. Silencio. Mutismo.
Pero ella no se mostró confundida ni un instante, ni tampoco su padre. El padre, el amarillento señor Eich de frente llamativamente alta, incluso había sonreído a su estilo vago, indefinible. Tras ello se había reanudado la conversación.
Entonces volvieron a llamar al timbre, pero esta vez no se levantó, ni se tocó, nervioso, el nudo de la corbata. Permaneció sentado, esperando tranquilo. Podía ser Hertha Eich, pero no tenía la sensación de que fuera ella, quizá una tercera persona en el consejo de los matraqueos y chismorreos. Pero después la Krienke llamó a su puerta. Estaba tan ofendida que incluso llamó a la puerta, limitándose a introducir un brazo por la rendija:
—Un telegrama pa usté.
El telegrama cayó al suelo porque no lo alcanzó con la rapidez suficiente, y la puerta se cerró de golpe. Ahí estaba él sentado, mirando el rectángulo amarillento caído en el suelo. Extrajo el reloj de plata de su padre y se dijo: Calma. Aún quedan cinco minutos. Dentro de cinco minutos sabré qué me telegrafía Gollmer. Calma. Y continuó sentado, con el reloj en la mano. El tictac indicaba segundo a segundo el lento transcurrir del tiempo, pero él se sentía tranquilo y firme, tenía tiempo… hasta que le vino el pensamiento: ¡También puede ser un telegrama de ella! ¡También hay telegramas urbanos!
Se levantó de un salto, el reloj, olvidado, se bamboleaba colgado de su cadena sujeta al chaleco, tomó el telegrama en la mano y, mientras lo rasgaba para abrirlo, se dijo muy asombrado: ¿Estaré enamorado? ¡Pero si es completamente imposible!
Sin embargo, habría podido quedarse sentado haciéndose el estoico: ¡era un telegrama del señor Gollmer! El gran hombre le comunicaba sin rodeos —su telegrama debió de ser mucho más barato que el de Siebrecht—, que participaba con cincuenta mil marcos en forma de crédito en su concesionario de automóviles. Enviaba el nombre de su procurador, de su abogado, y solo al final venía la frase nada comercial de: «¡Le deseo un gran éxito!».
¡Listo!, se dijo Karl Siebrecht depositando el telegrama junto con las dos confirmaciones sobre la colcha. ¡Listo! Así que finalmente han sido cien mil marcos, y si incluyo los dos camiones de Engelbrecht, puedo hablar incluso de ciento diez mil. Voy a telefonear ahora mismo a Eich. Pero no llamó, se quedó allí sentado, diez minutos, quince, media hora.
De nuevo llamaron al timbre, y la Krienke anunció:
—Ahí fuera hay un señor que quie hablar con usté. —Y ta pándose la boca con la mano, añadió en susurros—: ¡Paece un agente del juzgao… ay, madre!
El caballero con la cartera muy usada que entró parecía de verdad uno de esos indeseados agentes ejecutores de embargos, pero no lo era, sino el enviado de un bufete de abogados. Con cortesía y premura pidió un documento de identidad y una firma, entregó una carta sellada y desapareció al momento, apenas había pisado la habitación.
—¡Anda que no tenía prisa el pájaro! Y no ha embargao na —exclamó decepcionada la Krienke desde la puerta.
—¡Haga el favor de cerrar esa puerta, que esto ni le va, ni le viene! —gritó furioso Siebrecht.
La puerta se cerró con estruendo. Por segunda vez había perdido el favor de su patrona.
Abrió la carta y leyó lo que le notificaban los señores Lange & Messerschmidt, abogados y notarios. «Estimado señor Siebrecht —leyó—. Siguiendo instrucciones de nuestra mandante, la señorita Hertha Eich, le adjuntamos cheque bancario por valor de 50.000 marcos-renta, textualmente cincuenta mil marcos-renta. Usted conoce su destino. Nuestra mandante pone como condición que no se mencione su nombre como socia capitalista. Con la expresión de nuestro profundo respeto, atentamente… Patatín, patatán…».
¡Esto no puede ser! ¡No puede ser!, se repetía Karl. ¡Es del todo imposible! Además, tampoco necesito su dinero, ya tengo suficiente. ¿Pretenderá comprarme? Se sentía confundido e indeciso. Él, que momentos antes se había enfadado con ella, que le había reprochado haberle inducido a fanfarronear para dejarlo luego plantado, ahora le reprochaba que se mezclase en sus negocios, que se metiese en su vida. Romperé el cheque, pensó. De pronto supo lo que tenía que hacer: primero tenía que verla, hablar con ella, antes de decidir sobre ese cheque. Rápidamente fue a la taberna más cercana, telefoneó. El señor Eich no llegaría a casa hasta eso de las ocho, pero había dejado recado de que esperaba al señor Siebrecht a las ocho y media.
Bien. Gracias. Colgó. Ni se le ocurrió preguntar por la señorita. A esa damita no quería hablarle por teléfono. ¡No, así no! En el bolsillo interior izquierdo de su chaqueta estaban las confirmaciones de los tres socios capitalistas, y en el derecho, a buen recaudo, el cheque de la socia… Pero ya decidiría él lo si utilizaba o no.