Capítulo 90

Hertha Eich es muy sorprendente

Transcurrieron tres días sin saber nada de ella y Karl comenzó a dudar. En esos días de agosto estaba muy ocupado, el flujo de viajeros retornaba a la gran ciudad, el camión tenía que viajar de la mañana a la noche. Después acababa muy cansado, dormía profundamente y sin sueños, Rieke ya no lo molestaba…

Pero siempre durante ese presuroso trajín, y ya en el último instante antes de dormirse, cuando la conciencia comienza a tornarse confusa, ya en el momento de despertar, se decía: ¡Vamos, vamos! ¡Que está a punto de llegar el tren! A todas horas pensaba: ¿Por qué no escribe? ¿Diría en serio que a lo mejor no volvía a verme? ¿Tan mal papel he hecho a sus ojos? ¡No es posible! ¡Si me esforcé mucho!

Se encontraba en una situación muy extraña, desconocida. A menudo se sentía tentado a llamarla sin más. ¡Por todos los santos, podría informarse de cómo había llegado a casa, ¿verdad?! ¿O no?

La noche del tercer día, cuando llegó a casa —pasadas las nueve—, la encontró en su habitación. La Krienke estaba con ella, visiblemente dando una conferencia sobre la situación de las viudas de guerra; sus tres críos se apelotonaban en la puerta abierta. Ella estaba sentada en una silla de madera, con una blusa clara. Había estado fumando; a su lado, sobre la cama, se veía un platito floreado de la Krienke con dos colillas.

—Le he dicho a la señorita —comenzó la Krienke— que usté llega siempre pasás las nueve. Pero ella se ha empeñao en esperar…

Karl no entendía por qué se sintió liberado y feliz cuando la vio sentada en su triste cueva. Pero se sentía liberado y feliz.

—Mi padre lo espera —informó ella, levantándose—. Prepárese deprisa.

Karl estaba confundido.

—¿Me quedo así? —Porque no podía cambiarse de ropa delante de ella, la Krienke y los tres mocosos delante. Llevaba una cazadora clara de lienzo y unos pantalones de pana, como se había bajado del camión.

—Claro que tiene que quedarse así —contestó Hertha con cierta impaciencia—. En realidad estaba invitado a cenar, pero se ha hecho tarde. ¡Por favor, dese prisa! —dijo en voz baja, con más impaciencia aún—. Supongo que querrá lavarse, y como no veo aquí en su cuarto ninguna instalación para ello, seguramente lo hará en la cocina. ¡Vamos!

La verdad es que era una joven muy enérgica; si de verdad lo amaba, ese hecho no parecía suavizarla en modo alguno, al contrario. Mientras se lavaba a toda prisa, la oyó hablar con la Krienke, mejor dicho, hablaba la Krienke, y Hertha Eich intercalaba de vez en cuando alguna palabra. Pero lo que decía sonaba totalmente distinto al modo en que hablaba con él.

—Estoy listo —anunció.

Ella lo miró brevemente, se levantó y saludó a la Krienke con una inclinación de cabeza.

—Buenas noches —se despidió antes de salir apresuradamente de la vivienda—. Se ha hecho tan tarde —dijo un momento después— que no podemos tomar el autobús. Por cierto, ¿dónde ha dejado su camión?

—Un par de edificios más allá. Pero… ¿no querrá que la lleve a su casa en mi camión, señorita Eich?

—No —contestó lacónica—. Pero sí que podría enseñármelo.

Él estaba totalmente sorprendido, con esa chica nunca se sabía qué pasos iba a dar.

—Como quiera —se limitó a contestar, y la condujo hasta el garaje.

A la desnuda luz de la lámpara, vio el camión muy amarillo, pero a ella no pareció molestarle. Trepó antes que él hasta el asiento del conductor y le hizo unas preguntas sobre el motor, la forma de cambiar las marchas…

—Así que sabe usted conducir, señorita Eich.

—Oh, por supuesto. Suelo conducir el coche de mi padre.

Karl meditó un momento antes de atreverse a preguntar:

—Disculpe, señorita Eich, hay una cosa que no entiendo: por lo que escucho y veo, su padre goza de muy buena posición. ¿Por qué aceptaron como inquilino a un hombre como Kalubrigkeit?

Ella se echó a reír.

—Oh, Kalubrigkeit fue una flor de la inflación, nuestro primer y último inquilino. Una manifestación de pánico de mi madre. Ella nos veía ya pasando hambre, de modo que el señor Kalubrigkeit entró en nuestra casa como salvador. —Volvió a reír—. Nos parecía muy misterioso. Nunca abandonaba sus cuatro paredes. Y cuando iba al baño, llevaba siempre consigo sus dos carteras de cuero. Por cierto, ¿cuánto le ha caído?

—Un año y medio de cárcel.

—Bueno, emitiremos más adelante nuestro veredicto sobre él, ¿no le parece? Solo más adelante se pondrá de manifiesto si la relación surgida por su causa terminó bien o mal. —Durante un momento permaneció sentada en silencio a su lado, con su mano sobre el volante, muy cerca de la de Karl…—. Escuche —dijo—. Le he hablado a mi padre de usted. Me ha pedido informes, creo que también hay expedientes sobre usted, ¿no?

—Sí, seguramente.

—No sé qué idea se ha formado mi padre de usted, en cualquier caso desea hablarle. No le cuente todo lo que me ha contado a mí, no le cuente, por ejemplo, que ganó este camión en el juego, esas cosas no son para mi padre. Hable lo menos posible. Si él le hace propuestas, diga que las pensará, y hable primero conmigo. Seguramente estaré presente, pero solo como buena hija; será mejor que lo discutamos todo nosotros a solas.

Él se quedó muy sorprendido.

—¡Y yo que pensaba… —dijo algo confuso—, y yo que siempre creí que es usted muy escrupulosa con la verdad!

—Y lo soy —contestó sin sentirse ofendida—. Pero, la verdad, solo cuando hace al caso. ¿Cree usted que voy a decirle a su Krienke lo que pienso de su espantosa habitación? Mi padre es un hombre viejo, ¿por qué va a tener que asustarse por mi causa? Él tiene una hija muy buena y sensata. ¿Por qué voy a contarle que esa hija corre tras un desconocido? —Rio de nuevo, pero no sonó alegre—. Sin embargo, entre nosotros dos todo se acabaría inmediatamente si yo me diese cuenta de que me miente. Lo sabe, ¿verdad?

—Sí, lo sé —respondió un poco agobiado. Entonces se decidió—. Hay dos cosas que todavía no le he dicho, señorita Eich, y que debe usted saber.

—Dígalas. Primero la peor.

—Ayer por la noche no me preguntó por qué la llamé…

—Lo pensé más tarde. Y bien, ¿por qué me llamó usted?

—Tengo un amigo…

Habló un poco de Von Senden y de su consejo de que se buscase una amiguita simpática. Se sintió muy agobiado, le parecía ofensivo para ella haberla llamado por esa razón.

Pero ella se echó a reír.

—¡Oh, pobrecito! —Rio—. Así que su amigo le recomienda una berlinesa muy divertida y usted va a dar conmigo. No me presente nunca a su capitán de caballería, o lo desahuciará para siempre. ¿Y lo segundo?

Pero tras sus primeras palabras sobre Gerti, ella lo interrumpió.

—Eso a mí no me importa —replicó, tajante—. Lo que hubo antes no importa, ¿entiende? Solo tiene que haber terminado, terminado completamente. Ha terminado, ¿verdad?

—Sí —contestó.

—Bien —dijo ella levantándose—. Ahora tomaremos un taxi, ya es muy tarde.

Se sentaron en silencio en el coche, cada uno enfrascado en sus pensamientos. Él cavilaba sobre esa extraña joven que hablaba con él y actuaba en su favor como si fuese su amada o su prometida, y que aún no había hecho el menor gesto de ternura. Todo en ella le parecía frío, claro y minuciosamente calculado, y sin embargo ahora creía ver arder bajo ese hielo un fuego que era peligroso, tanto para ella como para él. De pronto, ella preguntó:

—¿Tiene dinero? ¿Ahorros?

—Nada del otro mundo. Unos dos mil marcos.

—¿Tiene amigos que confíen en usted, que estén dispuestos a participar con dinero en sus negocios?

Karl lo pensó.

—Creo que sí. Sé de dos, el señor Von Senden y el tratante Engelbrecht, al que gané el camión.

—¿Cuánto dinero puede usted reunir?

—No sabría decírselo, la verdad.

—¿Diez mil marcos, veinte mil?

—¡Oh, sí, esa cantidad sin duda! Engelbrecht ya quiso participar antes con veinte mil, y el señor Von Senden, hasta la época de la inflación, era un hombre muy rico.

—En ese caso, si mi padre le pregunta le dirá que puede reunir unos cien mil marcos.

—¡Pero yo de ningún modo puedo reunir esa suma! ¡No puedo prometer eso!

—Sí, sí que puede. Porque yo tengo mi propio patrimonio.

Karl enmudeció, avasallado.