Conversación nocturna en el Tiergarten
En realidad, el sermón del señor Von Senden había sido claro y comprensible: Karl Siebrecht tenía que buscarse una amiguita que lo ayudase a desterrar sus remordimientos. Y Siebrecht creyó también haber comprendido por entero el sermón y su sentido. Por eso no siguió andando ni cien pasos más en Artilleriestrasse, sino que entró inmediatamente en una taberna, se bebió un aguardiente y pidió la guía de teléfonos. Encontró el número enseguida, el aparato estaba encima del mostrador, los buenos ciudadanos bebían allí sus cervezas, mezcladas con aguardiente de trigo. Él descolgó y pidió que le pusieran con ese número.
—¿Hola? ¿Es la casa de los Eich? Quisiera hablar con la señorita Hertha Eich. ¿Que de parte de quién? ¿Es que no me entiende? Quisiera hablar con la señorita Hertha Eich, ya le diré yo a ella de parte de quién. Bien, espero.
Ahí estaba él, energía en el corazón, los ciudadanos que lo rodeaban le daban igual, sus inhibiciones estaban olvidadas. ¡Tanto valor le había insuflado el sermón del señor Von Senden, y no ha habido sermón peor entendido que ese, a pesar de haber sido claro y rotundo!
—¿Hola? Sí, sigo aquí. ¿Señorita Eich? ¿La señorita Hertha Eich en persona? Bien… bueno, señorita Eich, le habla el hombre que en realidad quería llamarla y que tenía que haberlo hecho hace siete meses. ¿Se acuerda todavía del incidente? ¿Hola, sigue ahí?
—Sí, sigo aquí.
—¿Se acuerda todavía?
—Sí, me acuerdo. Recuerda un poco tarde su promesa, señor Siebrecht.
—Han sucedido algunas cosas entretanto. Quizá se las cuente… si le interesa. ¡Hola! ¿Sigue usted ahí?
—Sí, sigo aquí.
—Quería decir…
—He entendido lo que quería decir.
—Ya… —dijo Karl Siebrecht, algo desilusionado. Quizá era mucho pedir, pero esperaba otra respuesta a su llamada.
—Ya… —repitió ella.
—¿Cómo? —preguntó él.
—He dicho ya —contestó ella.
—¿Entonces quiere…?
—Sí, quiero escuchar lo que tenga que contar.
—¿Y cuándo?
—¿Cuándo? —Ella pareció meditar—. ¿Desde dónde me llama?
—Uy, lejos de su casa, desde Artilleriestrasse.
—¿Sigue conduciendo su taxi?
—No, ya no. Pero a pesar de todo podría acercarme a su casa en taxi, si es a eso a lo que se refiere.
—No, aquí no. Espere. Ya es un poco tarde…
—Acaban de dar las nueve.
—Bueno, digamos que a las nueve y media junto al reloj del parque zoológico. ¿Lo conseguirá?
—Sí, lo conseguiré.
—Muy bien. Confío en no tener que esperar siete meses debajo del reloj.
Él la oyó reír por primera vez.
—Ni siete minutos —aseguró él.
Esta vez cumplió su palabra.
—Las nueve y cuarenta y siete —constató él cuando ella se acercó, rápida pero también con cierta timidez—. La he esperado en total diecisiete minutos.
—Tendrá usted que esperarme diecisiete minutos muchas veces —dijo ella dándole muy deprisa la mano—, hasta que estemos igualados. No olvide que yo le saco siete meses.
—Siete meses menos diecisiete minutos. ¿Adónde vamos? ¿A un café?
—No, no. Hoy hace demasiado calor para estar en un café. Demos un paseo por aquí, bordeando el zoológico hacia el Tiergarten.
Ella no intentó darle el brazo, y él no se atrevió a ofrecerle el suyo. Su cara de ojos oscuros parecía más pálida que nunca, con ese toque apasionado que ya le asombró en su día en una chica tan joven. Era la antítesis perfecta de Rieke: morena, contenida, apasionada, callada.
Caminaron largo rato juntos, en silencio. Hertha Eich se detuvo un momento en la presa y contempló el agua, muda, sin decir palabra. Después echó la cabeza hacia atrás, su pelo corto ondeó un instante y volvió a posarse. De repente se detuvo. Estaba ante él, era casi de su misma estatura, lo miró.
—¿Qué ocurre con su mujer? —preguntó sin más preámbulos—. Cuéntemelo.
—Estoy divorciado —contestó ya por segunda vez esa tarde.
Ella volvió a echar la cabeza hacia atrás, el cabello se levantó ondeando. Karl intentó recordar dónde había visto un gesto similar, pero no lo recordó.
—¿Es por mí? —preguntó ella de improviso—. ¡Sea sincero!
—No, no es por usted —contestó—. Creo que ya le dije en su día que todo estaba roto.
—Venga —dijo ella, reanudando de pronto el paseo—. ¿Y usted? ¿Ha pensado en mí durante este tiempo? Compréndalo, quiero saber si tengo culpa en todo eso, o no. ¡Siento curiosidad!
—Sí, en ocasiones he pensado en usted. En los últimos tiempos me habría gustado llamarla.
—¿Por qué solo en los últimos tiempos? ¿Por qué no antes?
—Tuve un accidente, en Westfalia, no aquí. No he vuelto a Berlín hasta hace unas semanas.
—¿Y por qué no me ha llamado en las últimas semanas? ¿Quería esperar primero a estar divorciado?
—No. Llevo ya tres semanas divorciado, podría haber llamado tres semanas antes.
—¿Y por qué no lo hizo?
Él calló. La conversación discurría por unos derroteros muy distintos a los previstos. Por primera vez en su vida tuvo la sensación de que hablaba con una persona que solo quería escuchar la verdad, la verdad desnuda, sin rodeos. Sabía que a la primera mentira, ella le dejaría plantado sin una palabra y se iría.
—Bueno, ¿por qué no quiso llamarme? —insistió ella.
—No me agradaba dejar que me ayudara. Pensaba…
—¡Alto! ¿En qué puedo ayudarlo yo?
—Usted me dijo… —¡Ay, Dios, qué difícil era decir toda la verdad!—. Usted me dijo que su padre pertenecía a la dirección del ferrocarril. Yo necesito a alguien que interceda a mi favor ante la dirección.
—Bien —dijo ella—. Bien. —La oyó respirar hondo—. Y usted pensó que yo me había enamorado de usted y por eso me negaría, ¿verdad?
—Sí —contestó él—. Precisamente por eso…
Él temblaba ante la idea de que ella preguntase ahora por qué había llamado ese día. ¡Karl no podía decirle nada sobre ese consejo frívolo del capitán de caballería! Pero ella no pensó en ese momento en esa pregunta.
—Bien —repitió—. Sentémonos en ese banco, y cuénteme para qué necesita la ayuda de mi padre. —Pero cuando él comenzó a hablarle de la situación actual en las estaciones de ferrocarril, ella sacudió impaciente la cabeza—. ¡No, así no me interesa! Cuénteme todo desde el principio. Quiero saber cómo se le ocurrió la idea y qué hacía antes. Quiero saberlo todo, o no entenderé nada.
—Sería un relato muy largo, señorita Eich —dijo él, titubeando—. Me temo que no querrá sacrificar su reposo nocturno.
—No se preocupe usted por mi reposo nocturno. Ya le diré que pare cuando me aburra.
Pero no le dijo que parase. Al contrario, a veces preguntaba detalles, tenía un olfato certero para detectar cuando él había omitido o referido algo a la ligera.
—No —decía entonces—. Así no puede haber sido. Ha olvidado usted algo…, haga memoria.
Y él obedecía. Nunca había hablado con tanta sinceridad con nadie como con esa muchacha tan joven. Intentó recordarla yaciendo inconsciente en la entrada, la impresionante borrachera. Luego rememoró la escena en la que Rieke la había insultado. Pero todo eso se desvaneció, nunca había sido muy nítido, ahora ya había pasado…, sueño hundido en la noche. Lo real eran esos ojos oscuros que lo escudriñaban con ardiente interés, lo real era la persona que se sentaba a su lado, que no quería ahorrarse nada, pero que tampoco quería que los demás se lo ahorrasen, una persona compleja, apasionada. Transcurrieron las horas, al principio pasaron ante ellos parejas de enamorados, algunas se habían sentado en la mitad libre del banco. Entonces él hablaba muy cerca de su rostro, en susurros.
De pronto, ella se levantó.
—¡Basta! —exclamó—. Lléveme de regreso al zoo. No debe perder el último metro.
Esta vez no caminó deprisa, incluso volvió a pararse en la presa, y de nuevo echó la cabeza hacia atrás con gesto decidido.
—Verdad por verdad —dijo ella, sonriendo—. No, no estoy enamorada de usted, señor Siebrecht. Sé que lo amo. Pero ¿llegaremos a algo…? —Lo miró con una extraña sonrisa—. ¿Qué cree usted? —No esperó su respuesta. De repente reanudó la marcha, y cuando él quiso decir algo, ella exclamó impaciente—. ¡No, no diga nada! Por esta noche ya hemos hablado bastante. —Al llegar a la estación, le estrechó la mano—. Dígame deprisa su dirección. —Él se la dijo y ella la repitió—. Hablaré con mi padre. Luego le enviaré una carta por correo neumático. Entiéndame bien: no le prometo nada. No le prometo ni siquiera que volvamos a vernos. —Y de improviso—: Buenas noches.
Sin volverse siquiera, subió a un taxi y se marchó. Él la siguió tanto rato con la mirada que perdió el metro. No le importó, cruzó con gusto el Tiergarten para regresar a su casa. Y durante ese trayecto pensó únicamente que tenía que contarle toda la verdad. Aún no le había hablado de Gerti, tampoco le había dicho por qué la había llamado ese día. Estaba en deuda con ella. Todo debía quedar claro desde el principio, o nunca llegarían a nada. Pero no dudó ni un instante que volvería a verla.