El sermón salvador del señor von Senden
Ahora tenía dinero, su parte del taxi le había proporcionado mil quinientos marcos, de manera que contaba casi con dos mil. Tenía la posibilidad de comprar a plazos un segundo camión, dando una buena entrada. También había hablado con el mozo de cuerda Bösicke, que ya había sido conductor suyo antes de la guerra, el hombre estaba de acuerdo. Pero no terminaba de decidirse. Mientras se cerniera la incertidumbre y tuviera que luchar con tantos feroces competidores sin una autoridad que lo apoyara, el riesgo era demasiado grande.
Había llegado julio, época de viajes. Tenía mucho trabajo, cada semana aumentaba la suma de su cartilla de ahorros. Pero después vino una época terriblemente floja, la ciudad se paralizaba en el calor y el hedor, en Londres se negociaba, el préstamo Dawes tenía perspectivas… Él sacaba dinero de la caja. Paraba en las estaciones para no conseguir nada de nada… Entonces lo acometió una vez más la tentación de hacer por fin la llamada prometida. Dios santo, ¿qué importancia tenía al fin y al cabo? Él no quería nada de la chica, ella le resultaba totalmente indiferente, era solo el contacto con el padre, el poderoso Eich. En esos tiempos había que aprovechar cualquier posibilidad, ¿por qué no llamar…?
Y sin embargo, no lo hacía. Diez veces se puso delante del teléfono, y no llamó. La separación de Rieke, la atroz noche vivida en la casa de citas, la última conversación con Kalli aún surtían efecto en él: Las mujeres no me traen suerte. ¡No quiero tener nada más que ver con mujeres! Estaba Gerti, sí… Pero también Gerti lo había dejado marchar, no se había ido con él. Ya había sentencia de divorcio, volvía a ser un hombre libre. Pero no se sentía libre…, por las noches soñaba con Rieke. La veía allí tirada, como entonces.
Al final no aguantó más, no soportaba ese eterno silencio, ese estar sentado en su habitación desnuda, ese eterno molino en su cabeza que molía y molía el pasado: culpas, disculpas, justificaciones… ¡eternas! ¡Una y otra vez! ¡Tenía que hablar con alguien! Fue a visitar al señor Von Senden. Ahora no vivía lejos de allí, en Artilleriestrasse, cerca de su cuartel.
El capitán de caballería vestía uniforme, tenía un aspecto más fresco y animado, ya no quedaba nada de su languidez y entonación nasal.
—Así que aquí estás de nuevo, Karl, hijito —dijo satisfecho—. Siéntate y enciende un cigarrillo. ¿Cómo, que sigues sin fumar? ¡Acostúmbrate a ello, Karl, por todos los santos, acostúmbrate a un par de pequeñas flaquezas! Las personas sin pequeñas debilidades tienen casi siempre un gran vicio. —Siguió la mirada de su visitante y rio—. Sí, vivo aquí. Un par de viejas cosas de Kurfürstenstrasse… No puedes imaginar lo alegre que estoy sin todos aquellos trastos. ¡Es maravilloso ser de nuevo un hombre libre!
Se dejó caer en un sillón y cruzó las piernas. Ni rastro de calcetines de seda. El capitán de caballería calzaba botas de montar de charol que le sentaban de maravilla.
—Y luego está el servicio, Karl. ¡Cuánto placer me depara! Volver a crear algo del caos. Te lo aseguro, formaremos un ejército. Esto es lo mío. ¡Conozco mi trabajo, y eso es lo principal para un hombre!
Y el señor Von Senden en verdad no podía negarlo por su aspecto. Karl Siebrecht tuvo que constatar con envidia que ese hombre que rondaba los cincuenta lo superaba con creces en valor y vigor.
—¡Kalubrigkeit! —exclamó el capitán de caballería—. ¿Recuerdas todavía a Kalubrigkeit, tu antiguo patrón? ¡Claro que sí, si hasta lo entregaste en Alexanderplatz! La verdad es que todavía te debo una recompensa por ello. ¡Salí bien librado del asunto! Así que, Karl, te queda un deseo que pedirme…, puede ser incluso un gran deseo. Bueno, ¿cuál es?
—No, no —rechazó Karl riendo—. De momento no tengo ningún deseo, ni grande ni pequeño. Quizá más adelante, algún día, señor Von Senden. ¿Y qué fue de Kalubrigkeit?
—¡Ah, sí! Bueno, se ablandó más que la cera, reveló incluso sus depósitos en Suiza, para salir bien parado. Y la verdad es que también fueron clementes con él, los señores jueces, amén de que tuvo magníficos defensores. Resultado: año y medio de cárcel. Y en ese año y medio tampoco habrá tenido que sufrir mucho, el bueno de él. ¡Es demasiado listo para eso!
—¿Y qué es de los Gollmer? —se atrevió por fin a preguntar Siebrecht.
—¡Ah, tú también te interesas por los Gollmer! Hace una semana comí con ellos en Eden, estaban de paso por aquí. La chica tiene un aspecto espléndido, vuelve a estar completamente restablecida. Recordarás que padecía una dolencia pulmonar. Lástima que no te hayas dejado ver antes, habrías podido asistir. Él volvió a preguntar por ti. Solo pude decirle que apareces cerca de mí como un cometa cada tres años más o menos y que después vuelves a desaparecer sin dejar rastro.
—¿A qué se dedica el señor Gollmer? ¿Sigue con la tienda de automóviles?
—Es posible, no lo sé, pero si es así, es un negocio secundario. Ahora es un experto de uno de esos comités que al parecer quieren sanear la economía mundial, para que podamos pagar las deudas del mundo. Suelen vivir en Londres o París, Berlín es para ellos una ciudad de tercer rango. Te interesa hacer negocios con él, ¿verdad?
—Sí, claro —dijo Karl, poniéndose un poco colorado.
—De momento será difícil localizarlo, supongo que estará en Londres en una de esas famosas conferencias. Pero si me dejas tu dirección, te avisaré con mucho gusto en cuanto reaparezca. Casi siempre me llama por lo menos Ilse. Ilse es la señorita Gollmer, ¿sabes?
—Lo sé —murmuró Karl Siebrecht, ruborizándose por segunda vez.
En esta ocasión el capitán de caballería lo notó. Examinando con más atención a su visitante, dijo:
—Tienes un aspecto terriblemente delgado y malo, querido. Mientras yo estoy aquí más contento que un pinzón entre nabos, a ti no parece haberte ido precisamente bien. ¿Cómo marcha el negocio? ¿A qué te dedicas ahora, por cierto? ¿Cómo vamos con la conquista de Berlín? ¿Qué es de la amada esposa y los hijitos? Porque tendréis por fin hijitos, ¿no?
—Me he divorciado —contestó Karl.
—¡Oh, lo siento de veras! Es decir, yo por entonces era de la misma opinión… ¡Bah, mi opinión importa un bledo! Cuenta, Karl, lo que quieras y puedas contar. —Con el antiguo y sincero interés alargó su mano hacia el joven, escuchó su relato, y meneó pensativo la cabeza cuando le habló de la confusión y la conmoción de los últimos tiempos. Pero después dijo—: Bueno, avisaré a Gollmer en cuanto tenga ocasión. Y si hasta entonces me necesitas, es decir, mi dinero, porque en el mundo de los negocios no valgo un céntimo, dímelo. Tengo un montón de dinero guardado que me gustaría ver invertido. Gollmer se inclina por el marco-renta, yo no sé, pero en cualquier caso no quisiera sufrir un segundo chasco. Para eso prefiero la (muy tranquila) participación en un negocio de transportes. Piensa en ello, Karl, incluso me harías un favor. —Apretó la mano del joven y prosiguió—: Y en lo referente a tus remordimientos de conciencia, tienes que procurar acabar pronto con ellos. Es una tortura inútil. Supongo que no habrás sido un marido muy cariñoso ni paciente, pero así son muchos hombres y los matrimonios duran. Vosotros no encajabais, y no debes reprochártelo. Ningún hombre de verdad soporta algo así; si es amado, también podrá corresponder a ese amor, y si no, se marchará. Tú te marchaste… ¡Hiciste bien!
—¿Lo cree de verdad, señor Von Senden? ¿O lo dice solo para consolarme? Todavía la veo allí tirada, fue espantoso…
—¡Bah! —exclamó el capitán de caballería, casi enojado—. No me cabe duda de que en la guerra habrás visto tiradas cosas mucho más espantosas y las has superado. La vida no es una asociación pacifista. A veces hay que hacerse daño a uno mismo y a otros, o puedes irte a la India y mirarte el ombligo. Entonces no harás daño a nadie. No les des esa maldita importancia a ti y a tus asuntos. El tiempo todo lo cura, y casi siempre con enorme rapidez. —Tras reflexionar un instante, añadió—: Te diré lo que te pasa, amigo mío. Yo conozco eso, lo he vivido en mis propias carnes: ¡simplemente ya no puedes seguir viviendo solo! No te sienta bien, te consagras a las cavilaciones y los remordimientos de conciencia. Tienes que poder hablar, cambiar impresiones. Piensa un momento, ¿hace cuánto tiempo que vives completamente solo?
—¡Pero si ni siquiera he estado cuatro años casado!
—¡Demonios, no te pregunto cuánto tiempo estuviste casado, sino cuánto hace que vives solo! Ahora estás ahí metido, en tu cueva desnuda de la viuda Krabuschke, o como se llame, mirando tus paredes, y tus paredes te miran a ti. ¡Eso es desolador! No estás acostumbrado a eso, sencillamente; además, para ermitaño hay que nacer, y tú no lo eres. Querido, eres un hombre joven y bien parecido, ¿por qué demonios no te buscas una amiguita?
—No tengo suerte con las mujeres —respondió Karl rechazando la idea, pero sin poder evitar ruborizarse por tercera vez.
—¡Cretino! —dijo lleno de desprecio el capitán de caballería—. ¡Pedazo de cretino, majadero integral! ¿Que no tienes suerte con las mujeres? Porque te has quemado las zarpas una vez, dices muy orgulloso: ¡no, de esta sopa no comeré; no me comeré la sopa! ¡Cien veces cretino! Aunque te hubieras quemado las zarpas diez veces, tendrías que poner manos a la obra e intentarlo una, dos, tres veces más. ¡Por Dios, Karl, chico, terrible chico Karl…, ojalá fuese yo tan joven! Hay chicas tan maravillosas por el mundo… A cada año que envejezco me parece que corretean por Berlín chicas cada vez más atractivas. ¿Y tú aspiras a ser un joven moderno? Tendrías que irte de eremita a la Tebaida y subirte a una columna, siempre a la pata coja. Que los pájaros anidasen en tu pelo y los piojos te devorasen… Ay, pobre y pequeño tonto. Si al menos hubieses dicho que las mujeres no tenían suerte contigo. ¡Una frase así tendría al menos sentido y conocimiento! Pero eso… es simplemente increíble. Y vivimos en el año de Gracia de 1924.