Capítulo 85

¡Por lo menos, levántala!

Como antaño, volvía a estar debajo de la farola, un regresado con una caja de cartón debajo del brazo, y contempló largo rato la ventana iluminada de enfrente. Pero la puerta no se abrió espontáneamente como antaño, ni tampoco una figura ligera cruzó la calzada para caer en sus brazos. Tuvo que acercarse a la ventana paso a paso, y cada uno le costaba más que el anterior, y de no haber sido por Dumala quizá hubiera dado media vuelta de nuevo, aunque a decir verdad no era un cobarde.

Paso a paso caminó hacia el rectángulo débilmente iluminado. Ahora estaba delante, alzó la mano y llamó, suavemente, una vez, suavemente, dos, sin ruido, sin nada de ruido, tres… Luego se quedó allí, esperando. Pero el tiempo no transcurría, o transcurría muy despacio. Una chica, una chica de Eichendorffstrasse, pasó a su lado y se volvió hacia él y le sonrió, desde su cara depravada e hinchada: entonces él levantó la mano por cuarta vez y llamó deprisa y fuerte.

La chica se alejó con una risita malintencionada, y en el acto se abrió la ventana, asomó una cabeza y Rieke preguntó:

—¿Sí? ¿Quién anda ahí?

—Karl —contestó él en voz baja—. ¿Puedo hablar contigo un momento?

La cabeza permaneció en la ventana silenciosa, sin contestar. Él no podía ver nada contra la luz de la habitación, pero su propio rostro estaba a la luz de la calle. Entonces la ventana volvió a cerrarse, la cortina se deslizó, en el rectángulo débilmente iluminado no se veía ninguna sombra.

La chica había dado la vuelta arriba, en la esquina con la estación de Stettin, y regresaba hacia él. Al ver que seguía de pie, esperando, se movió más desafiante, meneó las caderas, hizo oscilar su bolso y echó la cabeza hacia atrás. Cuando llegó a su lado, se detuvo y dijo:

—¿Qué, pequeño, ella no quiere? Aparta las manos de ella, ya tie a dos, uno pa el día y otro pa la noche… —Entonces lo reconoció, en la expresión indignada y furiosa reconoció al vecino que había visto tantas veces, y dijo—: Ay, Dios, disculpe, señor Siebrecht. Con la de veces que me ha llevao en su taxi… —Intentó reír—. El muerto tie que ser divertido —pretextó—, o nadie irá con él.

Él la apartó, impaciente, la puerta de la tienda acababa de abrirse.

Rieke lo dejó pasar en silencio y cerró la puerta de la tienda. Karl depositó en silencio su caja sobre la mesa de costura. Ella no hizo ningún intento de conducirlo al interior de la vivienda, y él tampoco intentó entrar. El matrimonio se contempló largo rato en silencio. Sus caras habían palidecido. La de la mujer se había endurecido, los labios, que la juventud y el amor habían hecho rojos y turgentes, eran ahora finos y duros. Dura era asimismo la mirada de los ojos que se posaban en él. La figura parecía más delicada, pero ya no era la delicadeza de la juventud, esos miembros habían adelgazado tras numerosas noches en vela, esas articulaciones parecían frágiles porque no habían logrado sostener nada. También a él la enfermedad lo había cambiado. Su rostro era más blando, sus cabellos, siempre tan rebeldes, caían ahora suavemente sobre la frente. Él mantenía la cabeza un poco inclinada hacia delante, su mano jugueteaba con la cadena del reloj de su padre encima del chaleco. Se miraron largo rato, sin sonreír, sin preguntar, examinándose, evaluando…

—Vaya —dijo de repente Rieke, con voz dura y furiosa—. Así que aquí estás otra vez, con una caja de cartón bajo el brazo, igual que entonces. ¡Regreso a la patria! ¿Y qué, vas a casarte otra vez? ¿A quién le toca ahora?

—Rieke —repuso—. Puedes creerme: tuve un accidente de coche, en serio. Y es verdad que no he podido venir antes.

—¡Claro! —se burló ella—. Y hasta ayer estuviste tan malito que no pudiste escribir ni una línea a tu mujer. Yo no sé hablar alemán como es debío, pero no por eso ties que tomarme por tonta.

—No es fácil escribir sobre esas cosas, Rieke.

—Ya lo sé. ¡Si yo lo comprendo to! Y cuando uno tie que hablar de esas cosas, se larga justo la tarde que había prometío acudir. Lo hace, ¿verdá?, un hombre fino y de palabra, ¿eh? Pero —gritaba cada vez más furiosa—, ¿qué quies aquí, qué haces aquí parao toavía? Habrás oído que he pedío el divorcio. Sí, eso he hecho, por fin t’as salío con la tuya… ¿Qué más quieres? ¿No ties donde estar? ¿Estás otra vez en las últimas, y tenemos que mantenerte Kalli y yo? Conmigo no te quearás, la casa está a mi nombre. Tú no vuelves a esta casa onde m’as hecho tan desgraciá. Conque, ¿qué quies? ¡Ah, ya sé, dinero! ¡Toavía ties una parte del taxi! ¿Te has acordao de eso, eh, en tu grave lecho de enfermo? ¡Y mira cómo somos, que hasta pues recibir ahora tu dinero! Kalli se ha buscao otro compañero, uno que gana dinero de verdá, no de esos que solo se dedican a pasear con el coche. No ties más que decir adónde vas, y Kalli te llevará el dinero mañana temprano, para que por fin nos dejes en paz. ¿Te irás a casa de la rubia Margot, con la que has estao charlando hace un momento en la calle? ¡Suéltalo ya! —Rieke expresó todo esto con una cólera tan frenética que Karl no acertó a intercalar palabra. Pero ahora que ella había callado, tampoco dijo nada. Solo la miraba, después recogió su caja de la mesa y se dirigió hacia la puerta.

De un salto, ella se situó junto a ella, giró la llave y la sacó.

—¿Qué? —gritó ella—. ¿Así quies largarte? ¿Quies irte sin una palabra? ¿Otra vez eres demasiao fino p’ablar conmigo? ¡Pero soy tu mujer! Quiero saber qué has hecho este medio año, tengo derecho. ¿Qué t’as figurao, que pues estirarte el chaleco y pirarte como si fueras el conde del pan pringao? Yo no t’e manchao el chaleco, de eso siempre t’as encargao tú solito, y también m’as manchao a mí. ¿Dónde has estao? ¿Dónde has estao tanto tiempo? ¡Dilo!

—Sufrí un accidente de automóvil en Westfalia y permanecí mucho tiempo medio inconsciente en una granja. Puedo mostrarte la documentación al respecto, la tengo aquí, en el bolsillo. —Había hablado con mucha vacilación, todo lo que había dicho hasta entonces o había sido una verdad a medias o una completa mentira—. Pero todo esto ya no tiene sentido, Rieke, tú ya no me crees ni confías en mí, todo se acabó. Si esta noche he vuelto, lo he hecho porque quería preguntarte si podrías perdonarme. Sé que tengo la culpa de todo. No hay mujer tan paciente y amorosa como tú. Pero yo siempre me he mostrado impaciente e irritable, y he callado cuando hubiera debido hablar, y cuando he hablado, he mentido con frecuencia. Rieke, ¿no podrías intentar perdonarme? ¿No podríamos al menos separarnos como amigos? Yo nunca he sido tu enemigo, Rieke, solo que he sido un mal marido. ¡Nunca debí casarme!

—Vaya —dijo ella, y su voz no había perdido nada de su eco colérico, aunque ahora hablaba en voz baja—. ¿Y qué saco yo si te perdono? ¡Que te largues con la conciencia tranquila, eso es lo que saco! Yo la he hecho polvo, pero toavía la he lisonjeao pa que piense en mí como amigo… ¡Eso es lo que yo saco! ¿Que no has sío mi enemigo? Tú has sío mi peor enemigo, m’as quitao to lo qu’as podío, y m’as destrozao. ¿Qué soy yo? Un montón de huesos con la rabia metía en el cuerpo. Eso es lo qu’as conseguío, que sienta rabia por to el mundo, incluso por Kalli, solo porque el tonto toavía me quiere. No, querío, así no se hace, eso no pienso regalártelo. Cuando pienses en mí, que sepas que te odio y te desprecio. Que m’as arruinao la vía, que m’as robao to y que te conozco como nadie, eres un frío granuja que pisotea a la mujer que le quiere.

Él estuvo un rato sentado a la mesa, con la cabeza apoyada en la mano. Luego se levantó de repente.

—Vamos, Rieke, dame la llave —dijo alargando la mano—. Creo que ya me has dicho todo lo que querías decirme. ¿O queda algo más?

Ella le entregó la llave sin darse cuenta. Con una voz totalmente distinta preguntó:

—¿Adónde quies ir, Karl?

—A algún hotel —contestó, yendo hacia la puerta.

—¿Ties dinero?

—Sí, tengo dinero.

Él había abierto la puerta y la miraba. Su cara expresaba miedo, solo miedo.

—¡Espera, Karl! —gritó—. ¡Solo un momento!

—¿Qué más quieres?

—No sé qué más quiero, Karl, ¿te quies marchar así? ¿Quies marcharte de verdá tan enfadao?

—¡Yo no estaba enfadado!

—Yo no sé lo qu’e dicho. Estaba hecha una fiera, t’e esperao demasiao tiempo. No te vayas, Karl, espera un poco…

—Espero… —dijo él, maldiciéndose por esperar aún. Porque ahora tenía que marcharse, tenía que marcharse, tenía que marcharse, o todo empezaría de nuevo.

—Karl —dijo ella, acercándosele mucho. De pronto le brillaban los ojos, sus mejillas habían recobrado el color—. Karl, no hagas eso, no te vayas así. Karl, tú sabes… —Levantó su mano temblorosa y le agarró por la cabeza, como si quisiera inclinarla hacia ella.

Él se apartó deprisa.

—No, Rieke, te lo ruego, todo ha terminado…

—¡Esto no ha terminao, Karl —dijo ella y volvió a acercarse—. Yo sé que esto no pue haber terminao. Te quiero demasiao como pa eso. Créeme, Karl, volverás a acostumbrarte… Hemos pasao muy buenos tiempos, Karl…

—¡No! —respondió él, haciendo un esfuerzo—. Nunca hemos pasado buenos tiempos, Rieke, nunca hemos congeniado. Tú pensaste desde el principio que yo me acostumbraría. Pero nunca me acostumbré, siempre te decepcioné…

—¡Y qué más da eso, Karl! —susurró ella—. ¡Si te queas conmigo, pues decepcionarme to lo que quieras! —Ella se había pegado ahora completamente a él, sus brazos le rodeaban el cuello, su boca se alzaba hacia él, y sus labios volvían a ser turgentes y rojos.

—Rieke —le dijo a aquel rostro cercano, enamorado—, Rieke, esta misma mañana me ha tenido en sus brazos otra mujer, y a ella sí la he besado con gusto…

Ella profirió un grito desgarrador. Karl sintió cómo se desplomaba en sus brazos. Miró su rostro inconsciente, suavemente dejó que resbalase hasta el suelo. Miró a su alrededor, sin saber qué hacer. No podía permanecer allí. No podía esperar a que recuperase el conocimiento.

—¡Kalli! —gritó—. ¡Kalli!

Nunca había llamado a su amigo en balde, y también en esta ocasión acudió.

—¡Kalli! —gritó—. ¡Ahí! ¡Rieke! ¡Todo ha terminado! No volveré jamás…

Abrió la puerta. Kalli lo miraba furioso y desesperado.

—¡Por lo menos, levántala! —gritó—. ¡Por lo menos, levántala!

—¡No puedo! —gritó Karl Siebrecht, perdiéndose en la noche.