Capítulo 81

Preparativos… de nada

Desde hacía ya mucho tiempo, Karl Siebrecht no había vivido un día tan ajetreado como el que siguió a su velada de juego con Engelbrecht. Nada más despertar por la mañana temprano, tras un sueño en el que había soñado algo que no recordaba pero que había sido agradable, de pronto supo con claridad: ¡era el dueño de un camión!

¡Después, incapaz de esperar, salió corriendo al patio en camisa y pantalón para ver su camión! Había helado y nevaba suavemente, se quedó parado temblando junto al vehículo y asintió: todo fue como la seda con Engelbrecht, el hombre había sido muy decente. Pero antes que nada tenía que buscar un garaje. La cochera del tratante no era el lugar adecuado. Ahora quería ser totalmente independiente. Su mirada cayó sobre el letrero del camión: CONSTRUCCIONES ERNST THORMANN, WEISSENSEE, se leía en él. Y de nuevo asintió con la cabeza. El camión era gris, había que pintarlo de nuevo. Gris no era un color, sino una situación en la que había vivido durante demasiado tiempo. Karl sentía predilección por el amarillo. ¿No había sido Rieke la primera en llamarlos «canarios»? ¡Bah, Rieke! Todos lo decían en las estaciones, amarillo era lo mejor. ¿Compañía Berlinesa de Transporte de Equipajes Siebrecht & Flau? Ya no existía la empresa Siebrecht & Flau, y tal como estaban las cosas, difícilmente volvería a existir. Tenía que inventar deprisa el nombre de otra empresa, algo impactante; esa misma mañana había que llevar el camión al pintor.

Justo cuando estaba sacando la cabeza del cubo del establo en el que se lavaba, se le ocurrió: ¡Servicio Urgente Karl Siebrecht! Eso era lo mejor. Corto, conciso, claro. ¡Nada de otros nombres! Y también tengo que alquilar una habitación, pensó. ¡No quiero seguir más tiempo aquí metido con Engelbrecht!

¡Era maravilloso tener tantos proyectos! ¡Ahora, a por todas! ¡Saldría adelante! Había encontrado algo que hacer, algo que planificar y en lo que confiar, pues de lo contrario la vida era una ciénaga triste. De repente recordó lo que le había prometido a Kalli para esa tarde, movió sus hombros impaciente e irritado. Con tal de que sea rápido, pensó. ¡Con tal de que acabe sin largos tiras y aflojas! Todo había terminado. Hablar ya no servía de nada. Le gustaría que hubiera transcurrido ya esa tarde, entonces tendría vía libre de verdad… Se disponía a subir a su camión para llevarlo al taller de pintura cuando llegó por el patio el tratante Engelbrecht.

—Buenos días, Engelbrecht —lo saludó—. Voy a llevarme el camión, no es más que un obstáculo para usted.

El tratante colgó su mano floja en la firme del joven. Ninguna persona se habría dado cuenta al verlo de que ese hombre incoloro, apático, podía acalorarse tanto jugando.

—¿Adónde piensa llevarlo? —inquirió.

—A que lo pinten —contestó Karl Siebrecht—. Y después a un garaje, no quiero dejarlo a la intemperie con este tiempo invernal.

Engelbrecht asintió. No se le notó el menor sentimiento de ofensa por esa repentina despedida.

—¿Se marcha? —se limitó a preguntar.

—Sí.

—¿El antiguo negocio?

—He pensado en ello —reconoció Karl Siebrecht—. Al menos quiero intentarlo.

El tratante asintió.

—Bien —dijo tendiéndole la mano, pero sin dársela todavía—. Observe cómo marcha todo en las estaciones —dijo—. Si el asunto vale la pena, yo participaría. ¿O tampoco esta vez me quiere?

—Si acepto algún socio, usted será el primero —prometió el joven.

El tratante asintió, se volvió, y casi por encima del hombro dijo todavía:

—Pásese por aquí este mediodía, Dumala quiere verlo.

Y dicho esto Engelbrecht entró en su oficina, y Karl Siebrecht sacó el camión de la cochera. Dumala y Rieke, dos capítulos que tenía que cerrar ese mismo día. También lo de Dumala era agua pasada. Algo así era bueno para los tiempos en los que uno no tenía nada que perder, pero ahora…

—Amarillo canario —indicó Karl Siebrecht al pintor—. Amarillo intenso. ¡El camión nunca será lo bastante amarillo!

—Hecho —asintió el maestro—. ¿Y la empresa?

—Espere, la tengo aquí, escrita en un papel.

El maestro leyó en voz alta y luego contempló el nombre con mirada crítica.

—El «Siebrecht» ni se va a ver debajo del largo «Servicio Urgente Ferroviario». ¿No pue usté alargar un poco el nombre de la empresa?

—No —contestó Karl Siebrecht sin ambages—. Soy el único dueño. No hay nadie más.

—Lo que usté diga —comentó el maestro—. Lo que es no, es no, pero va a paecer una sopa de tropezones sin tropezones.

—Ya lo tengo —exclamó Karl Siebrecht tomando deprisa el lápiz—. ¡Así se llamará la empresa! —Y le entregó la nota al maestro.

—«Servicio Urgente Ferroviario Siebrecht & Nadie» —leyó el hombre, y asintió—. ¡Sí qu’a tenío usté una buena ocurrencia! —alabó—. ¿Quién es su socio? ¡Nadie! ¿Quién más tie algo que decir? ¡Nadie! Suena bien, y tos lo recordarán.

También Karl Siebrecht opinaba que había tenido una buena ocurrencia. Se sentía como si acabara de comprometerse para todo el futuro. Nadie era su socio, y nadie tenía que serlo nunca. ¡Nada de volver a mezclar amistad y empresa, él solo sin depender de nadie! Solo, solo… Jamás telefonearé a Hertha Eich, ¡pero es que jamás! Se terminaron todos esos asuntos. Ojalá los solucionara hoy mismo…

—Ven —dijo algo más tarde Dumala—. Vamos a echar un vistazo a los caballos. —Pero no fueron a la cuadra, sino que el hombre pesado de sombrero hongo negro y abrigo loden condujo a Karl hasta el rincón más alejado del establo, donde confluían las cuadras y los garajes. Levantando su enorme cabeza, cuyo mentón y mejillas eran de un negro azulado por la barba, dijo:

—¡Esta tarde otra vez, hijo!

—No —contestó Karl Siebrecht, pero la negativa se le hizo muy difícil estando cara a cara con Dumala—. Esta tarde no puedo, de veras, tengo una cita.

—En ese caso, esta noche —contestó Dumala—. En cuanto termines con tu cita.

—No —repitió Siebrecht—. ¡Tampoco! ¡Nunca más!

—Esta vez se trata de algo distinto, hijo —comentó Dumala con cuidado mientras se apartaba de la frente el sombrero hongo negro—. Habrás leído que los señores separatistas vuelven a agitarse y se mueren de ganas por fundar una república renana bajo dirección francesa. Nosotros iríamos al territorio ocupado y pediríamos explicaciones a algunos de esos muchachos.

Karl Siebrecht meditó un instante, pero la oposición interna era muy superior a la seducción de la aventura. También fue más fuerte que la vieja camaradería.

—No —confirmó—. Ya no deseo hacer la guerra. Todo eso no sirve de nada. Tiene que haber paz por fin…

—Pero ¿es esto una paz? —preguntó Dumala—. ¿A esto llamas paz, hijo mío? No hay más remedio, y aunque no nos guste un pimiento, tenemos que seguir luchando hasta lograr una paz de verdad.

—Primero hemos de trabajar —respondió el joven—. Hemos luchado demasiado tiempo, ahora tenemos que aprender a trabajar de nuevo.

Dumala lo miró fijamente.

—Piénsatelo bien, hijo —dijo al fin—. Te necesitamos, simplemente. Eres uno de nuestros conductores más seguros, no puedes dejarnos plantados. —Karl Siebrecht callaba—. Te prometo que será la última vez que recurra a ti. —Karl Siebrecht seguía mudo—. ¡Maldita sea mi estampa! —dijo Dumala, pero sin levantar la voz—. ¿Quieres dejar en la estacada a un viejo camarada? ¿Tengo que pedírtelo de rodillas, cerdo cobarde?

—¡No! —contestó Siebrecht—. No. No lo haré. Ya no puedo continuar.

El gordo le dirigió una mirada tan terrible que Siebrecht levantó la mano sin querer. Creía que Dumala estaba a punto de golpearlo en la cara. Pero el hombre del sombrero hongo se limitó a hundir las manos en los bolsillos. Pasó sencillamente ante Karl, cruzó el patio hacia la puerta y la atravesó…

Karl Siebrecht lo siguió con la vista. Gracias a Dios, pensó. Y al momento: ¡Pero qué miserable soy! ¡Dejar en la estacada a un camarada porque casualmente tengo un camión! ¡Eso no puede ser! La figura con el sombrero hongo negro había desaparecido, jamás regresaría. Él se había desligado de ella igual que quería desligarse de Rieke, por puro egoísmo.

¡No puedo hacerlo!, se dijo. Así tampoco seré libre… Y de pronto se dio cuenta de que corría. Corría por el patio, por donde se había ido Dumala, corría por la calle, siguió corriendo, en busca del sombrero negro.

—¡Dumala! —jadeó—. ¡Dumala! Cuente conmigo. Pero lléveme ahora mismo, si no, cambiaré de idea. ¡Ahora o nunca!

—¡Me alegro! —dijo Dumala, deslizando su brazo con firmeza en el de su joven acompañante—. Dentro de una hora estaremos en camino…

Rieke esperó en vano esa tarde a Karl Siebrecht. Y Kalli Flau preguntó en vano al día siguiente por su amigo. El camión, pintado de amarillo y con la leyenda «Servicio Urgente Ferroviario Siebrecht & Nadie» estaba en el patio del maestro pintor, pero nadie preguntaba por él… Y por mucho que sonó el teléfono en casa de los Eich, la llamada que esperaba la señorita no tuvo lugar…

Pero en la cuarta noche después de aquella visita de Dumala a la cochera se produjo un corto tiroteo en un paso de la zona ocupada a la no ocupada. El gran turismo negro que se había detenido obediente para someterse al registro de los guardias franceses arrancó de repente, hizo trizas una barrera, y los guardias, sorprendidos, dispararon demasiado tarde…

—¡Ha ido como la seda! —exclamó Dumala satisfecho… cuando el coche comenzó a balancearse y rozó con estrépito contra un árbol—. ¿Te han dado, hijo? —gritó Dumala agarrando el volante. Pero el conductor no contestó.