Capítulo 79

La lucha por los vehículos

—Ojalá no se la haya pegado ese tipo —dijo el tratante Engelbrecht.

Esa noche, Karl soñó que Hans Tischendorf no lo había engañado con los vehículos. En su sueño caminaba alrededor del solar de Weissensee, los vehículos estaban cubiertos de nieve y no se podía ver nada de ellos. Retiraba la nieve, que se derretía bajo sus manos, y aparecía un flamante automóvil detrás de otro, vehículos grandes, sin estrenar, relucientes de barniz y metal. ¡En el sueño bendijo a Hans Tischendorf! Se despertó a las cuatro de la mañana. De puro aburrimiento e impaciencia se dedicó a ordenar la pequeña oficina, encendió la estufa, limpió. Ahora estaba completamente seguro de que Tischendorf lo había embaucado. ¡Si conocería él al tiburón…!

Todavía era de noche cuando se encaminó a Weissensee. Las farolas de la calle estaban apagadas, pero alboreaba cuando comenzó a buscar el solar. Nadie parecía conocer la calle, todos a los que preguntó, a cualquiera que trotaba malhumorado, medio dormido a su lugar de trabajo, se limitaban a responder:

—No conozco esa calle. No tengo ni idea. Por aquí no es.

Recorrió calles arriba y abajo, fue a parar a colonias de huertos urbanos, a los alrededores cenagosos del lago que daba nombre al pueblo. Había amanecido cuando encontró el solar. Pero no se veía vigilante alguno; Karl Siebrecht sacudió en vano la puerta, solo le respondieron los furiosos ladridos de unos perros. Nadie acudía a esa maldita obra. En una taberna se tomó una cerveza y un aguardiente de trigo; el tabernero le dio la dirección del maestro albañil a quien pertenecía el solar. Fue a su casa, encontró al hombre, un tipo bajo y avinagrado, sentado a la mesa del desayuno, y una mujer y cuatro críos muy mal educados escucharon también las palabras de Karl Siebrecht. Pero el maestro albañil parecía no prestar atención.

—Sí, sí —dijo al final, cuando Karl Siebrecht, golpeando sus papeles, exigió la llave del solar con tono cada vez más apremiante—, los vehículos están allí. Pero…

—Pero ¿qué?

—Bueno, supongo que él le habrá puesto al corriente.

—¿Al corriente de qué? He comprado esos vehículos y pienso ir a recogerlos esta misma tarde.

Ahora el hombrecillo avinagrado esbozó una sonrisa sarcástica, y los chicos rompieron a gritar con una especie de alaridos indios. Cuando poco a poco se restableció la calma, el maestro explicó:

—Los críos han utilizado esos vehículos como castillos. Nunca se nos ocurrió pensar que alguien pudiera ocuparse de ellos.

—¡Oiga usted! —exclamó furioso Karl Siebrecht—. ¡Esos coches no le pertenecen!

—En realidad sí —respondió impertérrito el maestro albañil—. Se me debe más de un año de almacenaje, y al principio el señor Tischendorf me pidió encima un préstamo a cuenta de los vehículos. Por entonces el dólar estaba a mil ochocientos marcos, ¡hoy a quinientos cincuenta millones!

—Yo he comprado esos vehículos, tengo la documentación. Me pertenecen.

—Cuando haya pagado el alquiler —dijo el maestro albañil levantándose, impávido—. Tengo pruebas de todo, no puede usted hacerme nada.

Karl sentió una cólera fría, los golfillos lo miraban burlones, seguros de sus castillos. Timado por Hans Tischendorf, ridiculizado ante el tratante… ¡todo salía mal, las cosas ya no podían ir peor!

—Antes de hablar del alquiler —dijo rabioso—, deseo ver los vehículos. Los anticipos personales de Tischendorf ni me van ni me vienen, recuperarlos es asunto suyo.

—¡Pero él empeñó los vehículos a cambio, lo tengo por escrito!

—Como primera medida enséñeme los vehículos, de todo lo demás hablaremos más tarde.

—No verá usted los coches hasta que haya pagado hasta el último céntimo.

—No tiene derecho a eso. Exijo ahora mismo…

—¡Mañana! —dijo el maestro, abandonando la habitación. La puerta se cerró con estrépito tras él.

Karl quiso seguirlo, pero se lo pensó mejor. Lo habían engañado. Los niños lo miraban con una sonrisa sarcástica. La mujer pareció compadecerse del joven desilusionado y susurró deprisa:

—Mi marido suele estar en el solar entre las once y las doce…

Durante un rato permaneció indeciso ante la casita del maestro albañil. Sentía que la vida le asqueaba, ya no tenía ganas de nada, todo le salía mal. Desasosegado, comenzó a pasear por Weissensee, medio rural, medio urbana, que ya conocía demasiado bien por su búsqueda matinal. Fue para él un escaso consuelo encontrar un cementerio de automóviles. Anduvo vagando por él; los vehículos hundidos en la nieve, saqueados, supusieron un flaco consuelo para su corazón. Lo habían timado, él, Karl Siebrecht, había entregado una buena suma del tratante Engelbrecht a cambio de basura. Y sin embargo, todavía lleno de esperanza, cada media hora sacudía la puerta de la valla del solar. Pero no cedió a las once, ni a las once y media, ni a mediodía, ni media hora después del mediodía. ¡Siebrecht habría escalado la valla, el alambre de espino de arriba no lo asustaba, si no fuera por esos malditos perros! ¡Además, todo era inútil! Emprendió el viaje de regreso.

—Bueno, ¿y qué me dice de nuestros automóviles? —preguntó el tratante Engelbrecht, sonriendo.

Atropelladamente, con un par de frases furiosas, Karl le contó todo. El tratante ni siquiera se enfadó.

—No esperaba otra cosa —dijo—. Hoy ya solo se vende basura. Tome el dinero que queda y regrese. Si no le dan los siete automóviles, intente llevarse tres, o cinco…, lo mismo da. ¡Pero llévese algo! —y añadió con voz grave—: ¡El dólar ha llegado hoy a ochocientos treinta y ocho millones!

—¡Pero es que esos vehículos quizá sean pura chatarra! —exclamó Karl Siebrecht desesperado.

—¿Y qué es el marco? —preguntó a su vez Engelbrecht.

Dos horas más tarde, Karl Siebrecht regresó a Weissensee con las dos pesadas carteras de cuero.

—¡Ahora echemos la cuenta! —le espetó al maestro albañil, que no pareció alegrarse de su visita, aunque iba a recibir dinero.

Calcularon, discutieron, volvieron a calcular. Y se enzarzaron en una nueva discusión. Pero Siebrecht, poseído ahora por una fría y furiosa decisión, no pensaba dejarse engañar por segunda vez.

—Bien —dijo al fin. Tenía todos los documentos en la mano, incluyendo un certificado del maestro de que se habían satisfecho todas las exigencias—. ¡Ahora vamos a ver los vehículos!

—Mañana —dijo el maestro—. Está anocheciendo.

—¡Ahora! ¡En este mismo instante! —exigió Karl—. Usted tiene su dinero, quiero ver si mis vehículos están allí.

—Lo están —dijo enfurruñado el maestro albañil, tomó abrigo y bastón y echó a andar delante.

Caminaba muy despacio, Siebrecht apremiaba porque la verdad era que estaba oscureciendo con rapidez. Quería al menos ver los vehículos, para poder contar algo a Engelbrecht sobre esa empresa desesperada.

Para ser un hombre que había recibido dos carteras repletas de dinero por un negocio que hasta el momento ofrecía escasas posibilidades de éxito, el maestro albañil estaba llamativamente enfurruñado. En un par de ocasiones suspiró, una vez incluso se detuvo y se dio la vuelta, como si intentara regresar a casa. No era difícil adivinar que algo no iba bien. El enojo de Siebrecht se desvaneció, se iba despabilando cada vez más. Algo va mal, se decía. ¡Solo tengo que averiguar qué es!

—No va a ver usted ni gota —comentó el maestro albañil, deteniéndose de nuevo—. Vuelva usted mañana.

—No tema, llevo conmigo una linterna de bolsillo —contestó Siebrecht—. ¡Lo que quiero ver, le aseguro que podré verlo!

Por fin se abrió la puerta del solar, dos perros de pastor se lanzaron gañendo hacia su amo.

—Sujete ahora mismo a sus perros —exigió Karl Siebrecht—. ¡No tengo ninguna gana de que me muerdan!

El maestro se fue con sus perros murmurando, Siebrecht esperó impaciente. Piedras, montones de arena, maderas de andamios…; de los automóviles no se veía ni rastro. Impaciente, escarbó la nieve con el pie y de pronto se quedó perplejo… Encendió su linterna de bolsillo, iluminó las huellas en la nieve…

—Bueno, ¿dónde tiene usted los vehículos? —preguntó al maestro cuando regresó.

—Ahora mismo —dijo este, precediéndole de nuevo.

Entre bastiones de ladrillos y pilas de tablones quedaba un espacio libre. La nieve había penetrado en él, formando cuatro trincheras, a la entrada se veía un muñeco de nieve.

—Bueno, ahí tiene sus automóviles —dijo el maestro albañil. Tragó saliva apresuradamente—. Mañana a mediodía quiero que los haya retirado de mi solar… No quiero tener nada que ver con usted…

—Bien —dijo Karl Siebrecht, y el hombre desapareció en la oscuridad, dejándolo solo con los automóviles del tratante de ganado Emil Engelbrecht.

Allí estaban los vehículos, medio enterrados en la nieve que había sido arrastrada al interior por una puerta abierta. Divisó un Opel con el motor pegado al suelo, le faltaban las ruedas delanteras. De un camión solo quedaba el chasis, también le faltaba el motor… Siebrecht dejó que el resplandor de su linterna bailotease de acá para allá. No esperaba otra cosa. En las últimas diez horas, sus esperanzas de ver cumplido su sueño nocturno habían ido reduciéndose cada vez más. Lo que contemplaba no se diferenciaba mucho del cementerio de automóviles que había visitado esa mañana.

No se sentía decepcionado, ni engañado. No examinó los vehículos con más detenimiento, no merecían ni cinco minutos. En cambio, volvió a iluminar con cuidado las huellas en la nieve. ¡Ay, qué mala suerte para el maestro albañil que hubiera nevado! Siguió las huellas, y cuando vio aquellos dos trastos en medio de la nieve, volvió a asentir con la cabeza, satisfecho, cada vez más convencido de que no lo habían engañado.

Luego dio la vuelta y regresó al cobertizo que se alzaba a la entrada del solar. Entró. En una oficina sucia y oscura, a la luz de una lámpara, el maestro albañil se sentaba a una mesa, la cabeza apoyada en una mano. Al entrar Karl, se levantó en el acto.

—Así que ya podemos irnos —dijo.

—Por supuesto que podemos irnos. Solo tiene que decidir adónde. Lo mejor será acudir enseguida a la Policía. —Y cuando el otro quiso hablar, añadió—: ¡Cállese! Usted creyó que nadie volvería a preocuparse por los coches. Todavía esta mañana temprano creyó que yo no podría reunir el dinero. ¡Usted ha desguazado los vehículos!

—¡Eso tendrá usted que demostrarlo primero! Lo demandaré por difamación. El señor Tischendorf trajo así los vehículos, o los desguazó aquí. Yo no lo he hecho, no era asunto mío.

—Quizá no pueda demostrarlo —reconoció Karl Siebrecht—. Pero lo que sí puedo demostrar es que usted ha traído esta tarde hasta aquí dos viejos coches hechos una piltrafa del cementerio de automóviles. Usted pensó que yo no podría verlos en la oscuridad, y pensaba borrar las huellas de aquí a mañana. ¿Dónde están los dos vehículos que había aquí?

El hombre bajo, malhumorado, palidecía poco a poco.

—¡Eso no es verdad! ¡No puede usted demostrarlo! —balbuceaba—. ¡Ahí nunca ha habido otros vehículos!

—Vamos —dijo Karl Siebrecht colocando su mano sobre el hombro del otro—. Vamos, ahora iremos juntos a la Policía, y ya veremos lo que dicen al respecto.

—Escuche —dijo el hombre, suplicante—, no sé lo que pasó con sus vehículos. Yo no tengo nada que ver con eso. ¡Se lo juro! Pero le compensaré. Le devolveré su dinero y añadiré algo más. No me busque una desgracia. Ya ha visto que tengo mujer e hijos, oiga, le devolveré incluso el dinero que le entregó a Tischendorf.

—No quiero dinero, quiero mis vehículos. ¿Dónde están esos dos vehículos?

—¡De veras que no lo sé! —clamaba el otro—. Yo mismo me llevé un susto cuando usted se marchó de repente. Yo no puedo estar siempre aquí, en la obra. ¡Desaparecieron de pronto! Quizá se los llevó el propio Tischendorf. Le compensaré…

—¡No me vuelva a hablar de dinero! ¡Prefiero que me enseñe el vehículo con el que ha remolcado hasta aquí los dos trastos del cementerio de automóviles!

—¡No está aquí! Yo no tengo ningún vehículo. Ese me lo prestó un conocido. Yo…

—¡Y una mierda! —gritó Karl fuera de sí—. Ese automóvil está aquí, en este cobertizo. ¡Detrás de esta pared! —vociferó—. ¡Maldito cerdo! ¿Se ha creído que puede engañarme durante más tiempo? ¡Deme mis automóviles o no le dejaré un hueso sano en el cuerpo, y después entregaré sus restos a la Policía! ¡Vamos, enséñeme lo que contiene este cobertizo!

—No he traído la llave. Le juro que no llevo la llevo encima. Voy por ella. En el cobertizo no tengo más que unas cuantas herramientas de albañilería…

Hablaba con tono cada vez más entrecortado y bajo. Aterrado, miraba al joven iracundo temblando de pánico. Pero Karl volvió a sentir de repente su cicatriz, la cicatriz le picaba y le oprimía, lo veía todo rojo, después se levantó una niebla… Era demasiado, lo de los últimos días… Le dio tiempo a pensar. Después todo pareció alejarse de él, disolviéndose en la niebla rojiza… Y ya no vio nada más, ni la lámpara de la oficina, ni al hombrecillo lastimoso y cobarde…

Luego escuchó los ladridos enfurecidos de los perros, primero muy lejanos, y luego aproximándose poco a poco. Oyó un gemido… La luz se hizo más y más clara… Primero se vio las manos, cuyas venas parecían hinchadas, y luego vio al hombrecillo entre esas manos… Ya solo se quejaba, colgaba de sus manos… Los perros ladraban enloquecidos de furia, haciendo resonar sus cadenas.

Miró a su alrededor. Luego agarró al hombrecillo, lo sacudió con suavidad y lo sentó en una silla.

—¡Venga! —dijo con voz entrecortada—. ¡Déjese de pamemas!

Pero sabía de sobra que el hombre no fingía. El pánico cerval con que lo miraba era auténtico. Faltó un pelo para que todo se fuese al garete, no podía haber recobrado el juicio ni medio minuto más tarde…

—¿Quiere enseñarme ahora mis vehículos? —preguntó sin el menor matiz ominoso.

Además, las amenazas ya no eran necesarias. El maestro albañil intentó levantarse obediente y volvió a desplomarse.

—No puedo —gimió—. Me tiemblan las rodillas. Véalo usted mismo, la llave es la que está en la cerradura, es la misma.

Karl se limitó a asentir. Encerró al maestro en su oficina, abrió la enorme puerta del cobertizo. Su corazón se desbocó. La luz de su linterna de bolsillo alumbraba dos vehículos, un turismo grande, americano, y un camión. Se quedó parado un instante, contemplando los dos coches. Así que no me engañaron, se dijo. Pero esta vez ese pensamiento no traslucía orgullo, sino gratitud. Y un ligero y tembloroso horror por lo que había estado a punto de hacer. Ahora tengo que llevar una existencia muy tranquila y apacible, pensó. Jamás puede volver a sucederme algo similar. Aunque él no sea más que un pequeño estafador cobarde. Se acercó a los vehículos, los alumbró, levantó el capó, buscó el número de los motores. Asintió, todo estaba en regla, no lo habían engañado, eran sus vehículos.

Dejó abierta la puerta grande y regresó a la oficina doblando la esquina. El maestro estaba intentando salir por la ventana.

—Alto, amiguito —dijo poniendo su mano encima del tembloroso tipo—. Todavía me hace usted falta. Remolcaré el turismo con el camión, y usted se pondrá al volante del turismo. ¡Pero que Dios se apiade de su alma como suceda algo mientras conduce!

—Esto es un robo —intentó argumentar el bajito por última vez con tono quejumbroso—. Son mis vehículos, desde hace tres años, y puedo demostrarlo.

—Pues según la numeración, los motores pertenecen a los míos —replicó Karl—. Como siga usted hablando, viejo tramposo, pasaremos por su casa y me llevaré el alquiler por almacenaje. De este modo se lo regalo, y también el resto de los siete vehículos. ¿Dónde hay una cuerda para remolcar? ¡Dese prisa, hombre, que ya es muy tarde y su mujer estará preocupada!

Trabajaron deprisa durante un cuarto de hora, después los dos vehículos, atados entre sí, se encontraron en la calle.

—Bien —dijo Karl Siebrecht—. Ahora vuelva a soltar los perros. No me da miedo de que escape. Volvería a encontrarlo, hoy, mañana o dentro de tres semanas. ¡Y entonces…!