Karl Siebrecht se convierte en comprador
Siebrecht encontró al tratante Emil Engelbrecht en su pequeña oficina, clasificando papel moneda. Mesas y sillas estaban cubiertas por montañas de billetes, un montón de dinero se cayó derramando por el suelo una lluvia de billetes de colores. Karl Siebrecht se agachó en silencio y comenzó a recogerlos.
—Bah, déjelo —dijo Engelbrecht—. En realidad daría igual barrer toda esa basura. Solo da trabajo. Y uno se figura que tiene dinero. ¿Tendrá tiempo libre estos próximos días?
—¡Estos próximos días andaré sobrado de tiempo!
—Bien. Entonces atiborraremos dos maletines con esta basura, y saldrá usted de compras para mí.
—¿Qué tengo que comprarle?
—¡Cualquier cosa! Bicicletas, coches, telas, relojes, jabón…, lo que consiga. ¡Da completamente igual, lo importante es que me libre de esto!
—Me temo que soy mal negociante, señor Engelbrecht.
—No tiene usted que negociar nada, compre lo que vea. Lo mejor sería automóviles… ¿No sabrá de alguien que comercie con coches usados?
Karl Siebrecht hizo memoria.
—Quizá —fue su lacónica respuesta.
—Estupendo —dijo Engelbrecht—. Esfuércese todo lo que pueda, que no le perjudicará. Le pagaré con mercancía, no con dinero.
—Pero señor Engelbrecht, yo busco una ocupación permanente, estaría dispuesto a conducir un camión aquí, en Berlín. También necesito una habitación cerca, y un anticipo…
El tratante dirigió hacia él sus ojillos oscuros, sin brillo.
—De acuerdo, no hay problema. El anticipo puede tomarlo del dinero, todo lo que necesite. Más tarde liquidaremos cuentas. Si quiere puede vivir aquí, se lavaría enfrente, en la cuadra. No creo que permanezca mucho tiempo conmigo. Seguro que pone en marcha algo solo.
—¿Lo cree de verdad? Llevo años buscando algo.
—A veces uno busca lo que ya tiene —comentó el tratante, enigmático—. Por cierto, Dumala ha preguntado por usted.
—¿Sí? ¿Y qué quiere? Yo ya no puedo conducir para él.
—A lo mejor sí que vuelve a conducir para él otra vez.
Ambos se miraron, sonrientes.
—¿No tendrá usted un recadero que pueda ir a mi domicilio a recoger mis cosas? —preguntó Karl.
Lo bueno del tratante Engelbrecht era que nunca preguntaba, que no le picaba la curiosidad.
—Mandaré a un chiquillo del establo, entréguele también unas líneas escritas de su puño y letra —dijo antes de marcharse.
Karl Siebrecht se sentó al escritorio, colocó un papel ante sí y escribió. Redactó una breve petición de sus objetos personales cuatro o cinco veces. A cada intento se acortaba más; al final quedó reducida a una sola frase, sin encabezamiento.
Cuando se marchó el recadero, se sentó y comenzó a hacer fajos de papel moneda. Llenó hasta los topes dos grandes carteras de cuero. Preparó listas, con muchísimos ceros. La cifra final solo se podía leer con dificultad y atascándose. ¡Bien!, pensó. ¡Algo se podría comprar a cambio de toda esa pasta!
El recadero regresó con sorprendente rapidez, pero con las manos vacías.
—Ella me ha encargao que le diga que si quie usté algo, tendrá que ir usté mismo —informó.
—Está bien —dijo Karl, tomó sus dos carteras, que pesaban bastante a pesar de contener solamente papel, y se dirigió a su primera compra. Había decidido que jamás volvería a pisar la casa de Eichendorffstrasse.
Oscurecía cuando salió a la calle, cargado con las dos carteras. A pesar de todo, había decidido ir a Wallstrasse. Las palabras de Engelbrecht le habían recordado a su viejo enemigo, el tiburón Tischendorf. Por supuesto que no pensaba comprar nada dudoso, la documentación tenía que estar en regla, pero al menos quería echar un vistazo siquiera una vez. Además, quizá no había ningún comercio llamado Tischendorf en Wallstrasse, la rata siempre había sido un farolero.
Y en efecto, parecía como si en Wallstrasse no hubiera tiendas de coches usados. Karl Siebrecht, maldiciendo las carteras, había recorrido ya dos veces la calle arriba y abajo sin descubrir ninguna tienda de coches. Pero al tercer recorrido, cuando no dejó escaparate sin una minuciosa observación, descubrió dos persianas de hierro bajadas y, en ellas, un cartel medio borrado: CERRADO. INFORMACIÓN EN EL PATIO 1. Sin nombre, sin empresa, pero sí unos garabatos con toda la pinta de ser de Tischendorf. Así que en el patio uno. Allí había un montón de puertas, y Karl Siebrecht intentó abrirlas todas seguidas. Al final entró en un taller que parecía haber sido morada de bandidos, y después en una pequeña oficina de cuyo techo pendía, sujeta con dos cables, una bombilla mortecina…
—Hola —dijo Hans Tischendorf, que se dedicaba a introducir papel en una estufa de hierro encendida que desprendía un intenso calor—. ¡No estoy para nadie!
—Hola, tiburón —dijo Karl Siebrecht, dejándose caer suspirando en una silla de mimbre—. ¡Qué calentito estás aquí!
Tischendorf preguntó con tono ácido:
—¿Qué es lo que quieres? No me haces ninguna falta, estoy a punto de salir de viaje.
—Me parece bien —contestó Karl—. Solo quiero recuperar el aliento. ¡Estas malditas carteras! Tú sigue quemando tranquilamente tu empresa, la estufa de hierro es francamente simpática.
—¿Adónde vas con esas carteras? —preguntó Tischendorf, metiendo por la boca de la estufa una gruesa carpeta. La estufa aulló y soltó un rugido sordo, y luego una llamarada.
—Me mudo —contestó Karl Siebrecht—. ¿No tendrás algún trabajo para mí? ¿De chofer, de mecánico de automóviles, de contable…?
—He cerrado la tienda —explicó Hans Tischendorf, algo más humano—. Me largo. Aquí, en Alemania, ya no hay nada que rascar. Pasado mañana parte mi vapor hacia Nueva York.
Ese tipo sospechoso nunca había podido reprimir su cháchara, su fanfarronería. Ya se le estaba soltando la lengua, aún le contaría más.
—¿Y a qué piensas dedicarte allí? —preguntó Siebrecht—. ¿Al contrabando de alcohol, a gánster? Creo que Capone busca gente.
—¡Déjate de majaderías! Me voy a Detroit, a la Ford, trabajaré de vendedor. Ya llevo mi contrato en el bolsillo.
—¡Fíjate! —exclamó Karl Siebrecht, asombrado—. El dicho afirma que los niños se hacen hombres. Todavía recuerdo bien tus pantalones arrugados como un sacacorchos, tiburón.
El tiburón se sintió halagado. Arrancó facturas de un archivador para alimentar de nuevo la estufa.
—No cruzaré el charco sin dinero —se jactó—. Tengo un buen montón de divisas que no encontrará ningún funcionario de aduanas. ¡Y también un abrigo forrado de piel y un solitario de brillante!
—Pues todo te va como la seda. —Siebrecht analizó, enfadado, lo que el otro había conseguido durante esos años, mientras que él no tenía nada y seguía siendo pobre. Aunque nunca se habría cambiado por Tischendorf, ni siquiera a cambio del abrigo de piel, las divisas y el anillo de diamante.
—¡Siempre te he dicho que la solución es hacer negocios! —siguió fanfarroneando Tischendorf. Contempló despectivo el traje de Siebrecht, de mejor calidad—. Y todavía andas por ahí buscando trabajo. No, no tengo trabajo para ti.
—¿Y no tendrás algo que venderme? ¡Podríamos intentarlo!
Tischendorf le dedicó una mirada inquisitiva.
—¿Tienes dinero?
—Un poco.
—¿Papel o divisas?
—Papel, pero tengo carteras repletas. Para ser exacto, la verdad es que deseaba comprarte un vehículo. Preferiblemente un camión, pero los papeles tienen que estar limpios.
—Tal vez consiga cambiar papel moneda —meditó Tischendorf—. Perdería un montón de dinero, pero si pagas decentemente…
—Por una mercancía decente pago precios decentes.
—¡Mercancía decente! No estarás pensando que voy a darte una mercancía decente a cambio de papel. ¡Además, ya no poseo nada, lo he vendido todo!
—Bueno, pues en ese caso no hay más que hablar —respondió con indiferencia Karl, que se había dado perfecta cuenta de que el pez había picado.
Tischendorf estaba ahora ocupado despedazando un libro de contabilidad. Con expresión pensativa.
—Te diré una cosa, aún me quedan unos vehículos. Están en algún lugar de las afueras, en Weissensee, en el solar de una obra. Hace mucho que no los he visto, pero sin duda siguen allí. El solar está rodeado por una valla, y por las noches cuenta con vigilante.
—¡Pues tienen que ser unos vehículos muy raros, si llevas tanto tiempo sin verlos! ¿Por casualidad no se interesará también por ellos la Policía?
—Nooo. Los papeles están en regla, son impecables. —Tischendorf sonrió—. Como es lógico, no se trata de vehículos nuevos. Te confesaré toda la verdad: en realidad pretendía venderlos para el desguace. Solo que no me ha dado tiempo, decidí de repente emprender este viaje.
—Sí, claro, esa maldita Policía. —Siebrecht suspiró.
—¡Quisiera saber a qué viene ese empeño tuyo con la Policía, no te lo consiento! —exclamó con virulencia Tischendorf—. Mi pasaporte está en regla. Bueno, a lo que íbamos, los vehículos no funcionan. Pero con habilidad, y a pocos conocimientos que se tengan de mecánica, se convertirán en unos vehículos estupendos.
—¿Se fabricaron en 1900?
—¡Qué dices! Todos se fabricaron en el año de la guerra o después! Todavía conservan los motores y los neumáticos. Yo deseaba venderlos a través de mi abogado, pero esos tipos no piensan más que en sacar tajada.
—Da gusto estar tan calentito aquí contigo —comentó Karl—. Si tienes a mano la documentación de los vehículos, me gustaría echarle un vistazo.
Hans Tischendorf le lanzó una mirada indecisa, lo pensó y luego rebuscó en su cartera.
—Aquí están —dijo—. Por mí, puedes examinarlos. Son cinco turismos y dos camiones. ¡Pero no te regalaré nada, te lo advierto de antemano!
—¡No esperaba otra cosa, tiburón! —contestó Karl alcanzando los papeles.
Tenían un aspecto muy decente, esos papeles. Desde luego los vehículos eran viejos, y estaban muy usados, pero la verdad era que tenían posibilidades. Y sin duda eran mejores que el papel moneda.
—Bien, Tischendorf —prosiguió volviendo a juntar los papeles—. Con ciertas condiciones, creo que llegaremos a un acuerdo. Quiero ver esos vehículos mañana temprano.
—¡Mañana temprano! —exclamó Tischendorf—. Te acabo de decir que esta misma tarde parto para Hamburgo. ¿O no te lo he dicho? De cualquier manera, el hecho es que me largo esta misma tarde, y si deseas comprar esos vehículos, ¡tendrás que hacerlo ahora o nunca!
—¡Pero no puedo comprarlos sin haberlos visto siquiera! —exclamó Karl Siebrecht, perplejo—. No estarás hablando en serio.
—Completamente —contestó Tischendorf con tono gélido—. Solo te digo que si quieres comprar, debes hacerlo ahora. —Él por su parte, también se había dado cuenta de que el pez había mordido el anzuelo, y no tenía la menor intención de dejar que se le escapara—. Más tarde todavía puedo llevar la documentación a mi abogado.
—¡Y perderás la mitad del precio de compra por los honorarios!
—¡A cambio tú te llevarás los vehículos más baratos!
Los hombres se escudriñaban, cada uno de ellos inquieto porque el negocio se quedase en agua de borrajas.
—De acuerdo —accedió Karl—. Tomaré un taxi y saldré deprisa a Weissensee. Ya ha oscurecido, pero algo podré ver de los vehículos.
—Antes de que vuelvas de Weissensee, yo estaré en el tren de Hamburgo. Lo siento, querido, ahora o nunca.
—Tengo la impresión de que tienes muchísimo interés en que compre esos vehículos sin verlos.
—¡No he sido yo el que te lo ha pedido, sino tú a mí! Están muy bien donde están. Así que olvida el asunto.
—¿Siguen de verdad allí?
—¡Palabra de honor! Aparte de que si no fuera así, yo no tendría la documentación.
La palabra de honor de un tiburón no resultaba muy convincente, pero el argumento de la documentación era plausible. Karl Siebrecht miró abstraído. Corría un riesgo tremendo… ¡Y no era su dinero el que estaba en juego! Del tal Tischendorf no se podía esperar nada bueno. Y sin embargo, tenía la impresión de que esta vez el tiburón no había mentido, como acostumbraba.
—¿Cuánto pides por esa basura? —preguntó a regañadientes.
—Antes he de calcularlo —contestó Tischendorf impasible—. Pero tengo que cargarte en cuenta un suplemento por la depreciación del marco.
—Si voy a comprar hoy, tienes que calcular asimismo el cambio de hoy.
Tischendorf lo miraba pensativo, la cabeza rebosante de cifras. Después agarró un papel y comenzó a escribir números apresuradamente. Cada vez más. También Karl Siebrecht había tomado un papel y calculaba. Si compraba un coche por trescientos marcos de la posguerra, no, doscientos marcos bastaban para esos cacharros…
—¿Y bien? —preguntó cuando Tischendorf volvió a levantar la vista.
Tischendorf intentó mirarlo con firmeza, pero sus ojos se apartaron enseguida.
—Setecientos millardos son mi último precio —dijo al fin.
—¿Cómo…? —preguntó Karl, llevándose la mano a la oreja.
—¡Lo que has oído! Setecientos millardos —repitió obstinado el tiburón.
—Tú no estás bien de la cabeza. ¿Sabes que eso son setecientos mil millones?
—En efecto. Y tú también tendrás claro que son automóviles de verdad, hechos de metal, goma y laca, ¡no de papel!
—¡Coches de verdad con los que no se puede viajar! ¡Eso supone más de quinientos marcos de la posguerra por un vehículo que está para el desguace!
—Bueno, ¿y qué? ¿Me vas a pagar con marcos de posguerra o con marcos de papel? ¿Qué recargo crees que tendré que pagar cuando cambie esa mierda por buenos dólares americanos?
—¡Mierda por mierda! —replicó Karl—. Antes, esa chatarra se arrojaba al lago más cercano. ¿No hay ningún lago en Weissensee?
—¡No pasará mucho tiempo antes de que puedas empapelar el retrete con tus billetes de millardos! No valdrán nada.
La lucha fluctuó largo rato, se oyó alguna que otra palabra hiriente, también se removió el pasado. Pero al final Hans Tischendorf dio la primera señal de debilidad.
—¡Entonces di tú cuánto quieres pagar!
—¡Doscientos millardos, y es mi última oferta! —exclamó Karl Siebrecht.
—¡Ni me molesto en contestar a un disparate semejante! —gritó Tischendorf—. ¡Lárgate de una vez! ¡No haces más que estar aquí sentado robándome mi calor! Tengo otras cosas que hacer.
Y se reanudó el combate. Y una vez más fue Tischendorf el primero en desfallecer.
—Pero, vamos a ver, ¿tienes bastante dinero para pagar en efectivo? —dijo mirando enfadado las carteras de cuero—. Porque exijo el dinero contante y sonante.
—Aquí no tengo suficiente, pero en casa hay más. Puedes venir ahora mismo a recogerlo. Vamos, tiburón, di una palabra razonable, trescientos millardos constituyen una bonita suma.
—¡Seiscientos! —contestó el tiburón, y la batalla continuó.
Al final acordaron cuatrocientos millardos, y a continuación se dieron la mano. Pero entonces por poco vuelve a fastidiarse el negocio, pues Tischendorf exigió, además, las dos carteras de cuero como recargo.
—¿Dónde demonios voy a llevarme el dinero? ¡Esas van incluidas en el precio!
Discutieron encarnizadamente, pero Tischendorf estaba en desventaja, porque para entonces tenía mucha prisa.
—De acuerdo —dijo—. Aunque tú también podías ceder un poco. ¿Contamos ahora el dinero?
Por suerte solo contaron los fajos, a ninguno de ellos le importaban mucho un par de millones.
—¡Y ahora, a tu casa, vamos! —exclamó Tischendorf—. ¿Eichendorffstrasse, no?
—No, vivo donde Engelbrecht —contestó Siebrecht—. He comprado estos vehículos para el tratante de ganado Engelbrecht.
—¡Mierda! —explotó Tischendorf—. ¡Si lo hubiera sabido! Pensé que comprabas para ti y que no tenías más dinero. Tratándose de Engelbrecht, ¡no habría perdonado ni un marco!
Siguió despotricando durante el trayecto en coche hacia la cochera, y sus denuestos suponían un relativo consuelo para Karl, porque demostraban que no había vendido solo aire, sino mercancía de verdad.
Karl confiaba en encontrar a su regreso a Engelbrecht en la cochera. Le habría gustado contarle la compra, librarse de parte de la responsabilidad. Pero Engelbrecht no estaba. En su lugar esperaba otra persona en su oficina, alguien que en ese momento no le hacía ninguna falta. Ese alguien enarcó las cejas muy sorprendido al ver entrar a Siebrecht con el tiburón. Los dos se reconocieron en el acto.
—¡Hola, Kalli! —saludó el tiburón.
—¡Hola, tiburón! —contestó Kalli Flau.
—Un momento, Kalli —pidió Siebrecht—. Enseguida acabo con Tischendorf.
Volvieron a contar dinero entre los tres. La documentación de los vehículos cambió de dueño, y Hans Tischendorf partió en un taxi, rodeado de paquetes de dinero malamente envueltos en papel de periódico. Los últimos minutos se había sentido la mar de satisfecho. Karl Siebrecht, muy incómodo. Le asaltaba el ominoso presentimiento de haber comprado aire.