Capítulo 76

Hertha Eich Insiste

—Lo siento mucho… —lamentó la joven.

—No lo sienta, su intención era buena —contestó él—. Todo estaba ya roto antes, esto ha sido el último empujón.

—¡Aun así! —insistió Hertha, contemplándolo pensativa—. Es una lástima —comentó—. Su mujer lo quiere.

—¿Y de qué me sirve? Yo no la quiero, no tenemos nada en común. No me había dado cuenta hasta hace un momento, cuando las vi a ustedes juntas.

—¿Lo ve? —dijo ella entristecida—, la culpa es mía. No debí acudir a verlo.

—Alguna vez tenía que pasar. Me alegro de que por fin haya sucedido.

Ella miró hacia el edificio de la estación de Stettin, cubierto de nieve. La calle estaba fría y triste.

—¿Adónde irá ahora? —preguntó ella.

—Bah, ya encontraré algo —contestó con más seguridad de la que sentía.

—Vuelva junto a su esposa —le rogó—. Vuelva ahora mismo y explíqueselo todo. No tiene usted culpa de nada. En realidad, ella tiene razón: yo he ido detrás de usted. Además de darle las gracias, sentía curiosidad por ver el aspecto de un chofer tan caballeroso. —Su cara pálida se ruborizó al confesarlo.

—No —replicó Karl, que apenas había prestado atención a sus palabras—. No estoy exento de culpa. Mas no por su causa. No he dejado de pensar en otra mujer a la que llevo años sin ver. No creo que la ame, pero estaba tan harto de todo esto… Quería pensar en algo distinto, y no en todo esto. —Hablaba con demasiada ira y amargura, mientras contemplaba casi con odio las ventanas de la vivienda de Eichendorffstrasse—. Creo que ahora debo irme, señorita Eich. —Le tendió la mano, que ella aceptó titubeando, como si no le apeteciera despedirse aún.

—¿Volveré a verlo? —preguntó—. ¿Sabré alguna vez cómo ha terminado todo esto?

—Quizá. No lo sé. Pero tengo su dirección.

Ella continuaba sosteniendo su mano.

—Me gustaría tanto ayudarlo —reconoció—. Parece usted tan desdichado… ¿No es verdad que no ha sido siempre taxista? ¿Antes de la guerra se dedicaba a otra cosa?

—Sí. Pero ¿qué importa eso?

—No, claro que no. Aunque quizá mi padre pueda ayudarlo. ¿No le gustaría hablar con él? Mi padre tiene muchas influencias.

Karl negó con la cabeza, riendo.

—No, señorita Eich. No quiero que me ayuden, prefiero conseguirlo por mí mismo.

—No me refiero a ese tipo de ayuda. Pero quizá mi padre pueda aconsejarlo. Conoce a mucha gente y tiene varios contactos. Pertenece a la dirección del ferrocarril de Berlín.

Él se sorprendió, luego se echó a reír.

—Tiene gracia, señorita Eich —dijo—. En el pasado yo también mantuve relaciones con la dirección del ferrocarril. Acaso algún día se me ocurra visitar a su padre. Adiós, señorita Eich.

Se despidió de repente; mientras se alejaba.

—¡No, no puede usted irse así! —dijo ella—. Sé que nunca volveré a verlo, y tengo que saber cómo termina todo esto, o no me libraré nunca de los remordimientos de conciencia.

—Ya le he dicho que no tiene culpa de nada. —Karl se estaba impacientando.

—¡Pero me siento culpable! —exclamó—. ¿Quiere que volvamos a vernos mañana, cuando haya dormido y reflexionado? ¡Por favor, diga que sí!

—¿Qué sentido tendría eso? —murmuró él, indeciso.

—Hágalo por mí. Citémonos mañana, a esta hora, digamos que en la sala de espera número dos de la estación de Stettin, ¿de acuerdo?

—No, en la estación de Stettin, no. Yo la telefonearé, señorita Eich.

—¿No se olvidará? ¿Me lo promete en serio?

—Se lo prometo. Seguramente no será mañana, sino más tarde. Primero tengo que analizar las cosas con claridad. Pero se lo prometo.

—Le doy las gracias. Me alegro mucho. Es decir… —Lo miró, confundida. Luego dijo deprisa—: Bueno, adiós. —Y se marchó.

También él partió, pero lo hizo sin volver la cabeza.