Capítulo 75

La ruptura con Rieke

Unos días después, Karl averiguó que Rieke tenía un punto vulnerable, muy vulnerable incluso, y que su paciencia estaba a punto de agotarse, independientemente de su situación amorosa.

Dormía aún, a eso del mediodía, cuando Rieke entró en la habitación.

—Ha venío una señorita que quie hablar contigo, Karl.

—¿Una señorita? —preguntó, medio dormido—. Pero ¿qué señorita? ¡No conozco a ninguna señorita!

Pero entonces recordó a una señorita en la que había pensado con más frecuencia de la conveniente, cuya foto había tenido en su mano un par de días, y se puso colorado.

Rieke se dio cuenta. Mientras él empezaba a vestirse a la carrera, ella precisó:

—Dice que se llama Hertha Eich. Que tú ya sabes…

—¿Hertha Eich? —preguntó sin comprender. Pero entonces recordó a su pasajera nocturna—. Ah, sí, esa es la chica joven a la que llevé a su casa hace poco, cuando ocurrió lo de Kalubrigkeit. Ya te hablé de ello. ¿Cómo habrá averiguado mi dirección? —Rieke contemplaba en silencio a su marido—. Bueno —dijo él a la ligera—, da igual cómo lo haya averiguado, seguro que viene a pagar la carrera. Porque esa noche no pagó, Rieke, todo fue un poco confuso.

—El dinero también podía habérmelo dao a mí, pa eso no necesitaba despertarte —replicó, malhumorada—. Pero es que quie hablar expresamente contigo.

Dicho esto abandonó la habitación, y él se apresuró a vestirse. Había confiado en encontrar sola a la joven en el cuarto de estar, pero Rieke, que por regla general trasteaba en la cocina a esas horas, estaba sentada junto a la ventana dando puntadas a un vestido. Levantó la vista cuando él entró, y Karl se dio cuenta de que ella tomaba buena nota de que se había puesto su traje de los domingos y su mejor corbata. Luego bajó la cabeza.

Hertha Eich, sentada en silencio en una silla junto a la mesa, se levantó y lo miró muy seria. Era más alta de lo que él recordaba, muy delgada, de cara pálida y cabellos oscuros.

—Me llevó usted hace poco a casa desde El Ratón Blanco, señor Siebrecht. Porque era El Ratón Blanco, ¿verdad?

—Sí —dijo él tendiéndole la mano—. Era El Ratón Blanco. Pero ¿cómo es posible que sepa mi nombre y mi dirección?

—Por la Jefatura de Policía. Tuvimos que ir allí por causa de nuestro inquilino, el señor Franz. Es decir, resulta que no se llamaba Franz, sino Kalubrigkeit. ¿Cómo lo sabía usted?

—Lo conocía de antes. En el pasado trabajé para él.

—Ah, ya. Así que fue una mera casualidad que lo encontrase, solo por haberme llevado a casa, ¿no es así?

—Fue una casualidad —confirmó él.

Ambos callaron. Entonces ella dijo en voz baja:

—Me habría gustado hablar con usted…

Él miró hacia la ventana.

—Un momento, Rieke, por favor…

—No pasa na, Karl —contestó Rieke—. Yo no te molesto.

Él se ruborizó, la joven lo miraba atentamente.

—Quisiera darle las gracias —dijo con ligereza— por las amables palabras que escribió en mi tarjeta. Sepa que no lo olvidaré.

Él asintió despacio. No le apetecía hablar. Rieke estaba sentada junto a la ventana.

Pero la joven ya no pensaba en Rieke, o le resultaba indiferente.

—No sé la desesperación que habría sentido esa noche de no haber encontrado sus palabras —confesó—. Yo creí que era un hombre simpático, pero solo quería emborracharme y… —Lo miró con firmeza—. Sentía tal odio contra mí misma y contra todos. Me daba tanto asco… No tenía ganas de nada. Y entonces encontré sus palabras…

—Está bien, señorita Eich —dijo Karl—. Usted me dio pena, eso fue todo. Parecía tan joven y necesitada de protección…

—Aquella noche la necesitaba de veras, y usted me protegió.

Él no decía nada. Se limitó a bajar la cabeza y callar, sin dirigir la vista a la ventana.

—Una cosa más —dijo Hertha Eich, abriendo su bolso y sacando dos billetes—. ¿Son suyos? —Karl calló—. Tienen que serlo —insistió ella—. Yo solo tenía un par de billetes de poco valor en el bolso. ¿No es verdad que metió usted este dinero en mi bolso? —Él siguió mudo, y ella entendió perfectamente su silencio—. Naturalmente —dijo—. Pero ¿por qué lo hizo? No lo entiendo.

—Yo tampoco lo recuerdo ya —contestó Karl—. Estaba algo aturdido. Acababa de reconocer a Kalubrigkeit y temía que él también pudiera hacerlo. Quise sacar de su bolso el dinero para pagar mi carrera, para que él también me tomase por un taxista, y entonces vi que solo tenía unos billetes pequeños…

—¿Sí? —preguntó ella—. ¿Y después?

—Pensé que le habían robado en el cabaré. Como he dicho, me daba usted pena; guardé sencillamente el dinero en el bolso, sin darle más vueltas.

Ella seguía mirándolo fijamente; él se daba cuenta de que a la joven no le satisfacía su explicación.

—En la Jefatura me preguntaron por esos diez dólares, señor Siebrecht —comentó—. ¿Es cierto que se los dio a usted el señor Kalubrigkeit?

Él meditó un momento, después dijo, desesperado:

—Sí, es cierto. ¿Dijo usted algo del dinero de su bolso?

—No. Mentí. Dije que no sabía nada. Aquí están los diez dólares, tome el dinero.

—Gracias.

Tomó los billetes e hizo un rollito con ellos. Estaba completamente desesperado, sentía, sin verlo, lo petrificada que estaba Rieke junto a la ventana, notaba que ella no entendía nada, que estaba malinterpretando todo y que él, una vez más, no podía explicárselo.

También la joven, la llamada Hertha Eich, exclamó:

—Pero ¿por qué se comportó así? ¡No lo entiendo! ¿Sabía que le preguntarían por el dinero en la Jefatura de Policía? ¿Tanto le interesaba ese dinero?

—¡El dinero no me importaba! Quizá no quise quedármelo porque procedía de él. Siempre he odiado a ese tipo.

—¿Y me lo entregó a mí?

—A usted le daba igual, no la conocía de nada.

—¿Y por qué no contó todo eso en la Jefatura de Policía? ¿Por qué mintió?

—No lo sé. Tal vez no quise enredarla en ese asunto. Aparte de que había que explicarlo todo con mucho detalle, nadie lo habría entendido. ¡Usted tampoco lo entiende!

—No, yo tampoco lo entiendo —reconoció. Meditó y lo miró—. ¿No preferiría entregar ahora el dinero en la Jefatura de Policía y explicarlo todo? —preguntó después.

—No, creo que no. No me apetece.

—¿Por mi causa? —preguntó ella—. No debe ser usted considerado conmigo, ya estoy metida en el asunto. Puede decir tranquilamente que mentí. Se lo he contado todo a mi padre… ¡Ya nada me importa!

—Pero, en realidad, ¿por qué tendría que hacerlo? ¿Por Kalubrigkeit? Ha mentido y estafado a tanta gente…

—¡Por usted! —exclamó ella—. ¡Porque usted no puede ser un mentiroso! ¿No comprende que sus palabras en mi tarjeta carecen completamente de valor si usted no se comporta con decencia? ¡Vaya, hágalo por mí!

—De acuerdo. Iré.

—¡Eso sí que no! —exclamó Rieke, plantándose de pronto a su lado, junto a la mesa—. ¡Dame el dinero! —Él se lo dio, sorprendido—. ¡Sepa usté que no tenemos dinero pa regalar, señorita! ¡Él no pue andar to el rato paseando gratis a señoritas de casas de putas y a delincuentes! Este dinero es nuestro. Si es usté tan considerá, señorita, ¿por qué no le paga la carrera? ¡Qué bonito, darse pisto con el dinero ajeno! Por lo necesitá de protección que está, ¿eh? Porque le dio pena, ¿eh? ¡Pues yo no necesito protección, ni tampoco le di pena cuando estaba hecha polvo! ¡A mí no me mete na en el bolso! Noo, qué va, se lleva mi dinero para dárselo a otras chicas…

—Escucha, Rieke —dijo Siebrecht, ahora con una furia fría—. Si no te callas ahora mismo, me iré de esta casa. Y no regresaré jamás. No has entendido ni una palabra de todo este asunto…

—¡Eso sí te lo creo, hombre! ¡Estás deseando largarte! Pues de paso llévatela a ella. Primero te dio pena, ahora se la das tú a ella… Hacéis buena pareja los dos. ¿Que no h’entendío na? ¡H’entendío lo suficiente, demasiao h’entendío ya! Que nunca piensas en mí y que no te doy ninguna pena, hace mucho que lo sé, pero que pienses en otras, es justo lo que me faltaba pa ser feliz. ¡Esto tie muy mala pinta!

La joven se había asustado y miraba atónita alternativamente a ambos.

—¡Yo no tengo nada que ver con su marido! —exclamó—. ¡Él no habría vuelto a verme jamás! Pregunté su dirección porque se portó muy bien conmigo…

Pero eso precisamente era lo que tanto exasperaba a Rieke, lo que había acabado con su paciencia: que él hubiera sido bueno con otra.

—Bueno, ¿y qué? —gritó sarcástica—. Si no tie na con él, ¿por qué corre tras él, eh? ¿Pa que sea un poco más bueno con usté? ¿No ha sío aún lo bastante bueno?

Karl Siebrecht estaba avergonzado, se avergonzaba de su mujer. De repente su oído volvió a percibir ese lenguaje vulgar, y quien hablaba con tanta vulgaridad debía de tener también ideas vulgares.

—¡Se acabó, Rieke! —exclamó él—. Vamos, señorita Eich, la acompañaré a la calle.

En el pasillo tomó abrigo y gorra, luego salió con la joven desconocida a la invernal Eichenstrasse.