Capítulo 73

El señor von Senden recibe y transmite noticias

Amanecía cuando Karl Siebrecht regresó a casa desde la Jefatura de Policía. Pese a todos los esfuerzos de Kalubrigkeit, el comisario no había vuelto a preguntar por los diez dólares. Lo que pensaba al respecto quizá era algo diferente. De modo que se limitó a decir:

—Bueno, la recompensa tampoco tendrá ningún valor cuando se la paguen. ¡A ese hombre le falta un tornillo! ¡Olvida un problema suyo descomunal por esos ridículos diez dólares! ¡Ese no sabe lo que se le avecina!

En esta ocasión, Karl no permaneció tan callado como solía. Al fin y al cabo, tuvo que justificar por qué regresaba al hogar de su trabajo nocturno con unos ridículos billetes de un millón. Había viajado en vano durante la mayor parte de la noche. Como es natural, solo les contó a Rieke y Kalli lo que le pareció; la chica joven, causa de su encuentro con el señor Kalubrigkeit, fue despachada con tres frases, y los diez dólares ni siquiera salieron a relucir. Pero hacía mucho que Karl ya no tenía remordimientos de conciencia por este tipo de cosas. Se acostó más alegre que nunca. ¿Y en realidad, por qué?, pensó. ¡Nunca he sentido la necesidad de vengarme de Kalubrigkeit! No estoy alegre porque lo hayan metido en la cárcel. Entonces, ¿por qué?

No halló la razón, pero cuando se despertó a eso del mediodía, después de dormir cuatro o cinco horas, supo que tenía que enviar un telegrama al capitán de caballería.

—Voy un momento a telefonear, volveré para comer —dijo deprisa a Rieke antes de dirigirse a la taberna más cercana, porque hacía mucho que ya no disponían de teléfono.

Solo quería preguntar en el viejo domicilio del capitán de caballería por su dirección, pero una voz conocida respondió en el acto a su llamada.

—Hola, señor capitán de caballería —dijo satisfecho—. Le habla Karl Siebrecht. ¿Puedo ir a visitarlo un momento? Tengo algo importante que comunicarle.

—¿Eres tú, hijo? ¡Si hace una eternidad que no sé nada de ti! Sí, lo de la visita puede arreglarse, ¿quizá esta misma tarde?

—Preferiría ahora mismo, señor capitán de caballería.

—¿Ahora mismo? Es difícil, porque tengo muchos problemas. Quizá hayas leído que mi querido cuñado ha hecho unos negocios bastante oscuros. Ha desaparecido sin dejar rastro…

—¿Cómo? —exclamó asombrado Karl Siebrecht—. ¿Que ha desaparecido? Pero si esta misma noche lo he dejado en la Jefatura de Policía.

—¿Qué has hecho? ¿Adónde has llevado a quién?

—A su cuñado. A la Jefatura de Policía. Bueno, dentro de un cuarto de hora estaré en su casa, señor Von Senden.

Rieke y la comida quedaron relegadas al olvido. Karl tomó el siguiente tranvía y se dirigió a Kurfürstenstrasse.

Le abrió la puerta el señor Von Senden en persona.

—Pasa, Karl. Esto aún parece una cueva de ladrones. Todavía sigue siendo un pisito de soltero; cuando llegaron las malas noticias me presenté en Berlín sin pérdida de tiempo. Pero ahora cuéntame lo que te ha sucedido, ¡casi no acierto a creerlo!

A continuación, Karl inició su relato, esta vez más detallado: tanto la chica joven como los diez dólares salieron a relucir. Pero al capitán de caballería todo eso le dejaba indiferente. Solo le interesaba que su cuñado hubiera caído precisamente en las manos de Karl Siebrecht.

—Es cosa del destino, Karl. ¡Que hayas tenido que ser precisamente tú! ¿Y dices que llevaba mucho dinero encima?

—Decenas de miles de dólares, coronas y francos —contestó Karl—. Desconozco la suma exacta, el comisario me mandó salir.

—La mayor parte ya la habrá trasladado clandestinamente a Suiza —dijo pensativo el capitán de caballería—. Bueno, tal vez también descubra eso. Ha engañado a mucha gente, en el mejor de los casos no le tocará mucho a cada uno. ¿Sabes que me enfrentaba a la ruina total, Karl?

—Pero ¿no tiene usted su finca de Baviera, señor Von Senden?

—Hipotecada hasta la saciedad… A Kalubrigkeit le gustaban mucho las hipotecas. Y no soy agricultor, sino un hacendado. Mi finca cuesta todos los meses mucho dinero. No, ahora la venderé y volveré a comenzar como es debido. ¿No tendrás trabajo para mí, Karl? —El señor Von Senden sonrió. Su pelo había encanecido por completo, pero las cejas oscuras seguían siendo tan negras como siempre, y los ojos eran más luminosos que antes.

—No puedo darle trabajo —respondió el joven abatido—. Soy un sencillo taxista dueño de la tercera parte del vehículo…

—Casado, según veo por tu anillo —dijo el capitán de caballería—. Tienes muchas cosas que contarme. ¿Sabes una cosa, Karl? Vamos a comer juntos. Y mandaré que sirvan incluso champán. Hoy siento una predilección de opereta, completamente anticuada, por el champán.

Pasaron la tarde entera juntos. En realidad, el señor Von Senden pretendía acercarse a la Jefatura de Policía y el señor Siebrecht avisar a su mujer. Pero no tuvieron tiempo de hacerlo, tenían demasiadas cosas que contarse. Comieron juntos en un local, y después se prepararon un café en la vivienda abandonada del señor Von Senden. Los divirtió mucho emprender viajes de exploración en busca de café, leche condensada, tazas, cucharas y el hervidor de agua sumergible. Se habían despojado de la chaqueta e iban en mangas de camisa, como si tuvieran que llevar a cabo un trabajo ímprobo. Con el tiempo transformaron la vivienda, que llevaba años cerrada, en un caos, y mientras tanto hablaban, silbaban, cantaban, bromeaban y al momento se ponían serios…

—Tú también has sido presa de la confusión, como todos nosotros, Karl —dijo el capitán de caballería—. Una vez quisiste conquistar Berlín… ¿Y qué haces ahora? ¡Tan solo nimiedades! Un día odiaste todo lo mediocre, y ahora estás metido en mediocridades de las que no puedes salir.

—¿Qué puedo hacer?

—¡Cualquier trabajo sensato que te guste y te apasione! En cualquier caso, no ser un mal taxista. Yo pienso alistarme en el ejército. ¿No te apetecería acompañarme? ¿No te gustaría?

Karl Siebrecht negó con la cabeza.

—No, señor capitán de caballería. Pero sigo con el mismo tratamiento de capitán de caballería…

—Y puedes seguir utilizándolo tranquilamente, suena antiguo y familiar. Me alegraré si me aceptan como capitán de caballería. Este asunto de Kalubrigkeit ha supuesto un duro golpe para mí. Pienso vender la granja de Baviera para recobrar mi independencia. No podemos pasarnos la vida sentados y de morros por haber perdido una guerra. Por cierto, me voy a divorciar.

—¡Vaya! —se limitó a contestar.

El señor Von Senden le dirigió una penetrante mirada.

—¡No es lo que estás pensando! —exclamó—. No es porque ella sea hermana de Kalubrigkeit, sino porque llevamos muchos años sin ser un matrimonio de verdad. Hace mucho que comprendimos que deseábamos separarnos, solo que en estos condenados tiempos uno tiene que aplazarlo y desperdiciarlo todo. —Se levantó, recorrió un par de veces la habitación de un lado a otro. Después encendió un cigarrillo. Sin mirar a su joven amigo, añadió—: Mi mujer, dicho sea de paso, es completamente distinta a como tú te la imaginas, hijo mío. Ella no tiene el menor parecido con su hermano. La quise mucho en su día, pero después me alejé de ella. No basta con que uno de los dos ame. El otro será siempre más débil, renuncia, se sacrifica… A la larga, aceptar tales sacrificios resulta envilecedor. Denigra a ambos, al que ama, y al depositario de ese amor… —Se quedó parado un momento, como si estuviera escuchando—. ¿Decías algo, Karl? —preguntó al fin.

—No, nada —contestó.

Cada palabra que pronunciaba el amigo mayor se había grabado a fuego en su alma, cada palabra parecía aplicable a su propio matrimonio, y eso que apenas había contado nada al capitán de caballería.

—Ven conmigo, Karl, quiero enseñarte algo —dijo el señor Von Senden, precediéndolo.

Entró en un espacioso dormitorio. El capitán de caballería comenzó a buscar en una de las maletas de oficial medio vacías. Primero revolvió, después empezó a esparcir por el suelo todo su contenido. Karl lo recogía en silencio y lo colocaba sobre el sofá, la mesa, la silla.

—¡Bah, deja todos esos trastos! —exclamó despectivo el señor Von Senden—. En los próximos tiempos me desharé de todo, incluyendo lo de aquí. —Seguía buscando mientras hablaba—. Abandonaré la vivienda. Me alegraré de tener una sencilla habitación amueblada. Tantas necesidades las crea solo la mente del ser humano. Únicamente me gustaría disponer de cuarto de baño junto a mi habitación. Pero tal vez todo sean figuraciones mías. ¡Es muy posible! ¡Vaya, aquí está por fin! —Había encontrado lo que buscaba, un paquetito de fotografías. Lo hojeó presuroso. Después mostró una foto a Karl Siebrecht—. ¿Reconoces a los personajes que aparecen aquí, los recuerdas todavía?

El joven miraba la fotografía.

—Sí —contestó despacio—. Conozco a estas personas. Todavía las recuerdo.

Contemplaba al hombre calvo, veía a la chica joven, la reconocía, a pesar de que ya no llevaba rizos ensortijados.

—Son los Gollmer —informó Karl Siebrecht, mirando no al señor Von Senden, sino a la foto.

¿Es que el capitán de caballería era clarividente? Primero había hablado del matrimonio a medias, en el que uno quiere y el otro se deja querer, después había buscado esa foto de los Gollmer, como si conociera los viajes secretos al abandonado jardín de Grunewald.

Pero el capitán de caballería no era clarividente, ni tenía la menor idea de nada, no podía tenerla. Solo había hablado de su propio matrimonio, y en ese momento decía:

—En realidad, hace un par de meses debieron de pitarte los oídos, Karl. Los Gollmer me visitaron en verano durante unas semanas, ya sabes que somos parientes lejanos. Él preguntó por ti. Gracias a Dios, no pude darle noticias, no habría estado satisfecho de ti.

—No, no lo habría estado —ratificó, pensativo, Karl Siebrecht contemplando la foto que tenía en la mano—. Él parece mucho mayor…

—Ha tenido graves preocupaciones, el hombre. Su hija, Ilse, tú también la conoces…

—Sí, la conozco.

—Bueno, pues durante la guerra Ilse contrajo no sé qué dolencia pulmonar, el asunto parecía bastante desesperado. Gollmer lo dejó todo y recorrió el mundo entero con la chica, de sanatorio en sanatorio, de médico en médico. Ella es su única hija, y lo consiguió, como consigue todo lo que se propone. Ilse vuelve a estar completamente curada, en primavera regresarán ambos a Berlín.

—En primavera… —repitió Karl Siebrecht, y de pronto sintió que tenía que conseguirlo antes de primavera, que para entonces no podía ser un taxista—. Se lo agradezco, señor Von Senden —dijo, devolviéndole la foto—. Yo también he pensado a veces en el señor Gollmer. Incluso fui a preguntar a su tienda. Pero allí no sabían nada de él.

—Le escribiré diciéndole que te he encontrado.

—No, prefiero que no se lo diga —rogó Karl—. Creo que yo mismo iré a verlo en primavera.

—Bien —dijo con indiferencia el capitán de caballería—. Entonces no le escribiremos. Lo consideras un plazo de prueba, ¿eh, hijo mío?