Dos extraños pasajeros
En los largos meses posteriores aprendió a odiar cada vez más ese Berlín, pues ni siquiera podía huir ya al campo, porque estaba atado a la pequeña vivienda y al taxi. En aquellos años de 1922 y 1923, cuando había hecho una pequeña carrera, por ejemplo desde la estación de Stettin a la de Anhalt, y había llegado a su destino, el pasajero, en lugar de apearse, pagar y marcharse, se quedaba sentado junto al chofer, y entonces empezaban a echar cuentas y a discutir. Si ese día el dólar estaba a 7.175 marcos, por ejemplo, dividían eso por 4,20 y lo multiplicaban por el precio de la carrera, a saber 2,60 marcos. A continuación empezaban a calcular el suplemento de carestía. Entretanto, los trenes partían, otros pasajeros esperaban a ser trasladados, se perdía el tiempo, hasta el más diligente se desanimaba. Cuando alcanzaban un acuerdo, se separaban, insatisfechos ambos y con la sensación de no haber quedado a gusto.
Pero mientras Karl seguía conduciendo, admitiendo a otros pasajeros y enzarzándose con ellos en nuevas discusiones, el dinero recién cobrado se había devaluado, el dólar había vuelto a subir… Cuando regresaba a casa para entregar la recaudación, Rieke salía a toda velocidad, compraba esto y aquello, cosas que muchas veces no necesitaban, únicamente para invertir el dinero. Pero todo eso no servía de nada; ni conducir, ni las labores de costura de Rieke, ellos iban a peor. Sin Kalli Flau no habrían salido de apuros. Él todavía se las apañaba con sus carreras nocturnas, ponía menos reparos que Karl. Se tomaba la vida tal como era, sin enfurecerse ni sentir escrúpulos como su amigo.
Pero incluso con la ayuda de Kalli la situación fue empobreciéndose poco a poco. Hacía mucho que los ingresos habían dejado de ser seguros.
Qué ambiente sombrío, depresivo, reinaba en la pequeña vivienda donde se contaba cada briqueta que se echaba a la estufa y cada rebanada de pan que se llevaban a la boca. ¡Oh, no, entre ellos tres no había discusiones! Acaso en alguna ocasión una palabra de irritación repentina, pero enseguida pasaba. Se sonreían levemente en silencio y se cruzaban sin mirarse, como sombras. Todos ellos, al menos cada uno de los cónyuges, habría preferido disponer de una habitación propia, pero era imposible. Tenían que estar siempre todos juntos, porque solo podían calentar una estancia. Luego llegaban las largas noches en que los dos yacían en las camas contiguas, y cada uno escuchaba inmóvil en la oscuridad la respiración del otro, para averiguar si ya se había dormido y estirarse un poco sin ser observado y poder estar por fin solo. Sí, Karl había podido conjurar la lámpara roja y la diosa entregada a la voluptuosidad, mas no la incomunicación, el distanciamiento, el silencio en su matrimonio. Esas noches eran aún más difíciles de soportar que los días, de manera que volvió a conducir de noche. Vio cómo con la caída del marco aumentaban las pasiones y las adicciones, veía subir a su taxi a los clientes al anochecer, los bolsillos hinchados por fajos de billetes, y los recogía al amanecer, esquilmados, vacíos, y encima discutían a brazo partido con él por el precio de la carrera.
Muchos, muchos pasajeros, masculinos y femeninos, se deslizaban a su lado, traspasaban la puerta oscilante de un bar, entraban presurosos en un hotel, él los seguía con la vista, y al punto los olvidaba. Pero en esa época funesta y aciaga llevó a un cliente que se quedó grabado a fuego en su memoria, aunque su viaje fue breve y habría debido ser largo…
Había leído noticias en la prensa sobre la quiebra de una gran empresa constructora, su director estaba huido, al principio su nombre se designaba con una simple letra, la K. Pero después, siguiendo con su costumbre, Karl leyó las requisitorias en las columnas anunciadoras y allí se enteró de que se buscaba al empresario de la construcción Kalubrigkeit. Mientras lo leía, sonrió con sarcasmo al recordar al caballero para el que había cargado coque doce años antes, en cuyo estudio de delineación había trabajado. Sonrió burlón, pero no le impresionó mucho. Habían caído desde entonces tantos magnates, verdaderos y falsos, ¿por qué no también Kalubrigkeit? Nunca había creído que la importancia de ese hombre perdurase. Siebrecht pensó un poco más en el señor Bodo von Senden… ¿Le habría afectado también a él? Pero tampoco pensó mucho en este último, ni con gran interés: había huido igual que el señor Gollmer, uno estaba en su finca de Baviera, el otro recorriendo el mundo desde hacía años. ¡Esos ricachones solo se preocupaban por sí mismos, así que él tampoco debía preocuparse por ellos!
Sin embargo, una de las noches siguientes Karl tuvo que llevar al oeste de Berlín a una damisela. Era muy jovencita todavía, quizá era la primera vez que iba a un cabaré, y había sido demasiado para ella: el alcohol, o el baile, o lo que había visto, seguramente las tres cosas a la vez. Fue imposible averiguar dónde estaba su caballero, que sin duda la había acompañado: el pimpollo se desplomó nada más entrar en su taxi y, tras murmurar una dirección, cayó dormida en el acto.
El destino del trayecto era una calle solvente en la zona buena del oeste. Pero apenas se podía animar a la joven, su cabeza se había confundido más que aclarado. Pareció confundir al chofer con otro y dijo:
—¡Déjame! ¡Déjame en paz de una vez! ¡Eres un canalla! ¡No me toques más, te lo ruego!
Karl alzó la vista, dubitativo, hacia los altos edificios. Era más de medianoche, en invierno, había caído una ligera nevada y la desconocida era muy joven. No podía dejarla delante del edificio, en el jardín delantero, tampoco le apetecía.
Así que sacó la llave de su bolso, la rodeó con el brazo y la condujo hasta el portal. Le costó subirla por las escaleras, casi tuvo que cargar con ella. En cada planta, preguntaba:
—¿Es aquí, señorita?
Pero ella seguía subiendo. Ya no decía nada, colgaba pesadamente de sus brazos, tiritaba y le castañeteaban los dientes.
Finalmente se detuvo delante de una puerta.
—¿Es aquí? —le preguntó.
Ella tampoco respondió. Karl probó la llave, que encajó, y abrió.
—Bueno, señorita. Ahora diríjase a su habitación sin hacer ruido —le aconsejó—. Aquí tiene su bolso. Yo cerraré la puerta. Buenas noches.
Karl había encendido la luz del vestíbulo. Era un vestíbulo bonito con muebles oscuros, unos viejos rostros familiares miraban extraños desde la pared. Ella se apartó de su brazo y dio unos pasos tambaleándose. Él la siguió con la vista, sin saber qué hacer. Ella se cayó. Mejor dicho, se desplomó. Sin apenas ruido.
Karl acudió deprisa a su lado y quiso ayudarla a levantarse, pero a pesar de que no se había producido ruido alguno, se abrió una puerta y en el umbral apareció un hombre, bajo y barrigudo.
—¿Qué significa esto? —preguntó indignado, pero en susurros—. ¿Qué hace usted aquí?
Karl lo reconoció inmediatamente. Creyó que él también lo habría reconocido. Habían transcurrido muchos años desde que Karl, siendo un jovencito, trabajó para el señor Kalubrigkeit.
—¡Bueno, que es para hoy! —insistió el constructor, y por el tono lo habría reconocido Karl Siebrecht, por esa voz que solo sabía echar pestes.
—La señorita se ha sentido mal —informó en voz baja—. ¿Es su hija?
Porque en la puerta figuraba un nombre diferente.
—No, yo estoy aquí de alquiler. ¡La chica vive aquí! ¡Esto es una vergüenza!
—¿Dónde puedo dejarla? —preguntó impaciente Karl—. No puedo dejarla tirada en el pasillo. ¡Vamos, écheme una mano!
—En el salón. Túmbela ahí, en el sofá. No, no sé cuál es su dormitorio. ¿Es usted chofer?
—Sí —contestó, tomando en brazos a la chica y trasladándola al salón.
El señor Kalubrigkeit fue con él y encendió la luz.
—¿Hay alguna manta por aquí? —preguntó Karl.
—¿Cómo voy a saberlo? Solo vivo aquí desde hace unos días. Vaya usted a por abrigos, en el vestíbulo cuelgan abrigos de sobra. —El señor Kalubrigkeit contempló en silencio cómo tapaba a la chica.
Luego Karl dijo:
—Bueno, ahora voy a tomar de su bolso el dinero de la carrera, preste atención, por favor, que no se diga que me he aprovechado.
Abrió el bolso, pero solo encontró unos billetes que no valían ni una perra gorda. Alzó la vista y se encontró con la mirada de perversa alegría del señor Kalubrigkeit.
—¿Y bien? —preguntó este.
—Pasaré por aquí mañana —dijo Karl, cerrando el bolso—. Es usted mi testigo…
—Por desgracia, no soy su testigo —replicó Kalubrigkeit, sarcástico—. Estoy a punto de salir de viaje. —Enmudeció y reflexionó. Después volvió a mirar al taxista—. Me gustaría que me llevara usted. Si me lleva, le pagaré también la tarifa de la señorita.
—¿Quiere viajar ahora? —preguntó Karl Siebrecht.
—Sí, ahora mismo.
—¿Adónde?
El señor Kalubrigkeit reflexionó.
—En realidad pretendía viajar a Leipzig con el rápido nocturno —le comunicó al fin—, pero no he terminado de hacer las maletas. ¿Me llevaría usted a Leipzig?
—¿Ahora? —preguntó Karl Siebrecht, fingiendo sorpresa—. ¿En plena noche? ¿En mi taxi? ¿A Leipzig?
—Sí —contestó impaciente el señor Kalubrigkeit—. Ahora mismo. Ya le he dicho que he perdido el tren. ¿Es que no lo entiende?
—Claro que sí. Pero fuera ha nevado. No llegaremos a Leipzig antes que el tren de la mañana.
—¡Quiero viajar en coche! ¿Acaso no desea ganar dinero?
—Sí. Pero le costará su peso en oro, señor.
—No tengo oro. —El señor Kalubrigkeit esbozó una leve sonrisa—. Pero puedo pagarle en divisas.
—Cincuenta dólares… y lo llevo.
—¿Cincuenta dólares…? ¿Es que se ha vuelto loco? ¿Quién demonios tiene hoy cincuenta dólares? Le daré cinco y el resto en marcos.
Discutieron durante un rato. El señor Kalubrigkeit parecía muy interesado en ese viaje, al final incluso anticipó diez dólares.
—Pero primero tengo que ir un momento a casa —advirtió Karl—. Tengo que avisar a mi colega de que mañana temprano no cuente con el taxi.
—¿Y largarse con mis diez dólares? ¡No, querido, lo acompaño! ¿Adónde tiene que ir?
—Muy cerca de Königsstrasse, no es mucho rodeo.
—Bien. Iré por mis maletas. Saldremos dentro de cinco minutos.
Una vez solo, Karl miró largamente a la desconocida dormida. La verdad es que era casi una niña, quizá de diecisiete años, tal vez más joven aún. Dormía el pesado sueño del alcohol, apenas se notaba su respiración. Su rostro tenía una expresión tensa, esforzada, como la de una niña que estuviera haciendo sus deberes escolares. Viendo dormir a esa chica, tuvo una ocurrencia extraña. Tomó los dos billetes de cinco dólares que le había dado Kalubrigkeit. Siebrecht se los habría llevado con gusto, así entregaría algo a Rieke de esa noche desperdiciada. Sin embargo, los guardó en el bolso. Dentro vio una tarjetita, la sacó, en ella se leía «Hertha Eich». Karl vaciló un instante, luego escribió en la tarjeta: «Un saludo de su taxista. No vuelva a acabar así». Tuvo la tentación de romper la tarjetita, pero después acabó guardándola en su sitio. Ya la rompería al día siguiente. Ella se avergonzaría durante unos días, pero después se consolaría con la idea de que nunca volvería a ver al taxista. Poco a poco olvidaría asimismo la vergüenza. Los seres humanos eran así. Al principio él todavía se avergonzaba de su desdichado matrimonio con Rieke. Ahora se había acostumbrado y ya no se avergonzaba. Ahora tomaba el dinero que ella necesitaba y se lo metía en el bolso a chicas jóvenes. ¿Para qué en realidad? La vivienda tenía aspecto de estar habitada por gente rica. ¡Pero lo hizo!
El señor Kalubrigkeit regresó.
—¡Pues sí que tiene esta un sueño pesado! —dijo descontento—. Apague la luz y no haga ruido en el pasillo. No, los maletines los llevaré yo mismo, casi no pesan.
El señor Kalubrigkeit estaba muy preocupado por esos maletines, y Karl Siebrecht se los dejó gustoso, pronto estarían a buen recaudo. Ojalá contuvieran algo digno de mención, ahora ya pensaba con algo más de calidez en el señor Von Senden.
Karl condujo sin detenerse justo hasta la Jefatura de Policía de Alexanderplatz. El señor Kalubrigkeit no receló nada hasta el último segundo, pues creía que el taxista vivía por allí cerca.
En cuanto el vehículo se detuvo, Karl Siebrecht descendió y corrió hacia el policía que montaba guardia a la entrada.
—Detenga al hombre que va en mi taxi. ¡Es Kalubrigkeit, el empresario de la construcción, hay una requisitoria de búsqueda contra él!
Kalubrigkeit seguía sentado en el taxi tan tranquilo, ni siquiera se había fijado dónde se habían parado. Él viajaba ya hacia Leipzig, desde donde se trasladaría a Suiza. Completamente aturdido, siguió al agente al interior de la jefatura, insistiendo en llevar él mismo sus maletines. Karl lo seguía de vacío.
El agotado e irritado comisario del turno de noche tomó una hoja en blanco con un suspiro.
—¿Nombre? ¿Franz, Otto Franz, comerciante? ¿Está empadronado? ¿Sí? ¿Lleva carné de identidad? ¿Y pasaporte? Muy bien. Parece en orden. ¿Por qué supone usted que este caballero es Kalubrigkeit, el constructor? ¿Acaso está interesado en la recompensa?
—Conozco al señor Kalubrigkeit desde hace más de doce años. Primero trabajé para él en una obra en Pankow. Más tarde, en su estudio de delineación de Krausenstrasse. Lo conozco perfectamente.
—Se confunde —adujo el señor Kalubrigkeit—. Tal vez me parezco a ese hombre. Como es natural, yo jamás he tenido una obra en Pankow. Ni un estudio de delineación. Este taxista se equivoca.
—Me llamo Karl Siebrecht. ¿No recuerda usted mi nombre? Bueno, no es de extrañar, hace ya mucho tiempo de eso. Pero se acordará de los inquilinos secadores. ¿No recuerda que despidió a un chico que se ocupaba de cargar coque por dar un poco de su combustible a unos inquilinos secadores tuberculosos? ¡Se enfureció usted mucho conmigo, señor Kalubrigkeit! ¿Lo ve? ¡Claro que se acuerda!
El señor Kalubrigkeit había hecho un gesto que al comisario, que miraba dudoso a ambos, no le pasó desapercibido.
—¡Todo esto no son más que monsergas! —gritó el constructor, iracundo—. ¡No puede retenerme aquí más tiempo basándose en semejantes desatinos, señor comisario! Tengo que viajar a Leipzig, donde me espera una importante entrevista.
—¡Y después en su estudio de delineación! —prosiguió Siebrecht, impertérrito—. Su propio cuñado, el señor Von Senden, me había empleado allí bajo cuerda. También administraba usted su fortuna, ¿verdad? ¿Queda algo de esa fortuna, señor Kalubrigkeit? ¿Quizá en ese maletín de ahí?
Sin querer, Kalubrigkeit alargó la mano hacia el maletín situado encima de la mesa del comisario, pero la apartó deprisa al sentir la mirada de ambos.
—¿Admite ser el constructor Kalubrigkeit? —preguntó el comisario—. ¿O insiste en que es el comerciante Otto Franz?
—Por supuesto que soy el comerciante Franz —exclamó Kalubrigkeit—. ¡Este joven está contando una sarta de disparates! No toleraré que me retengan aquí más tiempo. Presentaré una queja al jefe de Policía, señor comisario. ¡Se trata de mi tiempo! ¡Esto me cuesta dinero! ¡Qué disparates inconsistentes!
El señor Kalubrigkeit despotricaba cada vez más deprisa y más alto.
—Abra sus maletines —ordenó el comisario, conciliador—. Eso quizá resuelva el caso del modo más rápido. Si es usted el comerciante Franz, puede hacerlo tranquilamente. Deme la llave.
—¡De ninguna manera! ¡No tiene derecho a pedírmela! ¡Quiero hablar con mi abogado! ¡No pienso darle la llave!
La disputa fue subiendo de tono. El señor Kalubrigkeit se resistía con uñas y dientes a entregar las llaves. Después, cuando un agente se las arrebató, enmudeció de repente y se derrumbó. Sentado en una silla, con un vaso de agua ante él, no miró sus maletines cuando los abrieron. Arriba había algunas ropas, debajo…
—Muy interesante —dijo el comisario, sacando del maletín un fajo de divisas detrás de otro—. Espero que tenga usted un permiso para exportar moneda, señor Franz o señor Kalubrigkeit. Su pasaporte tiene un visado para viajar a Suiza…
El señor Kalubrigkeit hundió el índice en el vaso de agua. Ahora pintaba sobre el basto tablero de madera, con cortes y manchas de tinta, números y números.
—Me niego a declarar hasta haber hablado con mi abogado —dijo venenoso—. Esta historia le va a costar muy cara, señor comisario. —Y levantando la voz—: Por cierto, he entregado a este chofer diez dólares en metálico por un viaje a Leipzig. Dado que no me ha conducido allí, esos diez dólares me pertenecen. Le ruego que se los quite.
—Bien, bien —dijo el comisario, aburrido—. ¿Es cierto eso, chofer? En ese caso, tendrá que devolver el dinero. Más tarde recibirá la recompensa, si comprobamos que se trata del buscado Kalubrigkeit.
Karl Siebrecht enrojeció al recordar que el dinero estaba en el bolso de la joven dormida. Le esperaban aclaraciones interminables, explicaciones harto sospechosas. Pero no en vano había sido contrabandista de armas en todas las carreteras. Se tranquilizó en el acto.
—Este hombre miente —comunicó con voz serena—. No me ha dado ni un marco, y menos aún diez dólares. Si insiste, exijo que me registren los bolsillos, y si aparece un solo dólar…
Fue el golpe definitivo para el señor Kalubrigkeit. Fuera de sí, se levantó de un salto, el gran empresario de la construcción nunca había aprendido a controlarse.
—¡Maldito tipejo! —gritó—. ¿Que miento? ¡Le he entregado diez dólares en dos billetes! Sí, registren a este hombre, y registren también el taxi, seguro que ha escondido el dinero en algún sitio. ¿Es que no me ha ocasionado ya bastantes problemas? ¡Me peleé con Senden por su culpa!
—Gracias —dijo el comisario—. Bien, señor Kalubrigkeit, asunto concluido. Y ahora quizá me cuente también cómo han llegado a su poder estas divisas…
El señor Kalubrigkeit se quedó lívido. Después se sentó muy despacio y se pasó la mano por el pelo.
—Quiero presentar una querella contra el tal Siebrecht —dijo con saña—. Exijo que se detenga a este hombre y se le registre para encontrar diez dólares que…
—De momento, esos diez dólares no me interesan tanto como las decenas de miles que porta usted en su maletín —dijo el comisario—. Vamos, señor Kalubrigkeit, sea razonable. Ahora vamos a redactar una pequeña declaración, y después podrá tumbarse a dormir. Usted espere en la antesala, chofer.