Ni matrimonio, ni patria
A la mañana siguiente, Karl no comentó una palabra. Pensaba que no era posible vivir juntos y callar algo tan importante. Pero lo era. Acaso ya no vivían juntos, sino uno al lado del otro, tal vez siempre habían vivido así. Solo que no lo habían comprendido con claridad.
Todo se arregló, aunque lo más importante quedase sin explicar. No hubo reproches, ni preguntas. Incluso volvieron a reír juntos, se contaban esto y aquello, estaban enamorados y tiernos, discutían. La vida continuaba… Pero allí había un umbral que nunca fue traspasado. A veces Karl contaba algún pequeño incidente de sus viajes por el país, pero nunca informaba a quién llevaba, con quién viajaba, qué transportaba. Nunca se lo preguntaron. Iba y venía a su antojo. Permanecía tres noches fuera de casa, y después se encontraba la mesa puesta, y a su mujer entregada, sin enfados, sin preguntas. A veces traía mucho dinero a casa, y otras ninguno; es más, en ocasiones hasta tenía que pedir dinero a Rieke. Pero jamás comentaron ninguna de esas cuestiones.
Muchas veces, durante una o dos semanas no tenía nada que transportar para Dumala. Entonces volvía a ponerse al volante del taxi y realizaba las cortas carreras cotidianas que se pagaban con billetes cada vez más grandes y de valor cada vez menor. Ya no le ofendía ser un mal taxista. Tampoco iba a la caza de pasajeros, todo eso daba igual. Se sentaba cómodamente en las paradas de taxi y leía los periódicos. Fundamentalmente buscaba en ellos noticias sobre las comisiones fisgonas. De vez en cuando aparecían pequeñas menciones sobre hallazgos de armas, protestas solemnes, condenas por posesión ilegal de armas, inspecciones por sorpresa de almacenes, enfrentamientos…
En ocasiones discutía con Kalli del asunto. Pero Kalli, que nunca había sido un hombre locuaz, se volvía cada vez más callado. Karl tampoco era ya franco con él, no solo debido a sus viajes por los alrededores, sino sobre todo porque intuía que Kalli le reprochaba haberse casado. Kalli se lo había advertido. Ahora ya no avisaba, pero se había vuelto triste y callado. Tal vez lo comentaba con Rieke; a veces, cuando Karl entraba en la habitación, ambos enmudecían de repente.
—¿Por qué os habéis quedado tan callados? —preguntaba entonces—. ¿De qué estabais hablando?
—Bah, de na en especial —contestaba Rieke tras una breve vacilación—. De qu’el dinero ya no vale na, de que una caja de cerillas cuesta ciento cincuenta marcos, imagínate, Karl.
Pero no habían estado hablando de la carestía, lo sabía de sobra, sino de él, y ellos sabían que lo sabía. Así transcurría su existencia. Habían adoptado una especie de pacto de silencio que incluía la ocultación y la mentira, nadie tenía derecho a plantear preguntas molestas…
No, Karl ya no tenía que esforzarse mucho para vivir así. Llevaba una existencia superficial, ahora también daba completamente igual que fuera un taxista bueno o malo. Leía la prensa, y luego se apeaba y leía todos los carteles de las columnas publicitarias, todos los llamamientos al pueblo, todas las requisitorias, todos los requerimientos fiscales, todos los «¡Vuelve, Otto!».
Pero cuando ya no había nada que leer y los clientes seguían sin dar señales de vida, Karl ponía en marcha el coche y recorría vacío el largo trayecto hasta Grunewald. Al hacerlo malgastaba la gasolina de Kalli, pero tampoco le preocupaba demasiado. La vida estaba tan desquiciada… ¡Qué importaba ya un poco de gasolina! Así que retornaba al jardín de la villa de los Gollmer, paseaba por los senderos, las manos en los bolsillos, los pies removiendo las hojas secas. Si era primavera, veía campanillas blancas, crocos, hepática, más tarde narcisos y lirios de los valles. Luego llegaba el verano, la hierba crecía, las malas hierbas proliferaban, pero ya no acudía el jardinero. Los Gollmer debían de haberse cansado de mantener cuidado un jardín que jamás disfrutaban. Karl tampoco sentía ya la tentación de sacar las manos de los bolsillos y poner un poco de orden. Se limitaba a pasear por allí, ensimismado en los recuerdos de unos tiempos en los que todavía era un joven lleno de esperanzas y la vida florecía. Ahora pensaba libremente y sin asomo de vergüenza en la señorita Ilse Gollmer, recordaba sus rizos, su risa. Se había enamorado de verdad, por primera vez en su vida. Podía admitirlo tranquilamente, a pesar de ser un hombre casado. Así era su vida en esa época. Bastante desordenada y confusa.
Pero gracias a Dios, un recadero se presentaba en Eichendorffstrasse en repetidas ocasiones, o el correo traía una carta con una nota que únicamente contenía una fecha, una hora, un lugar. Entonces comenzaba la otra vida, la libre, confiada, despreocupada, por aquellas carreteras interminables. El camión atronaba, el viento silbaba y aullaba, pero ellos viajaban y viajaban. Se detenían en las cunetas para comerse unos bocadillos, saltaban a los lagos para tomar un baño apresurado, salían de la nieve a paletadas, charlaban entre ellos, reían, de vez en cuando también bebían, besaban deprisa y fogosamente a la criada de alguna granja en un oscuro pasillo, y a continuación seguían su camino. Eran soldados, no conocían ni el ayer ni el mañana, vivían el presente. Sobre ellos gravitaba una orden que se obedecía sin reparar en riesgos, así que del presente únicamente les interesaba lo que pudieran sacar de él.
Dumala viajaba pocas veces con Karl. Este se había convertido ya en un veterano y experto contrabandista de armas que sabía arreglárselas solo. Conoció a muchos acompañantes que iban y venían, él escuchaba nombres que apenas eran los suyos y volvía a olvidarlos en el acto. Pero eran compañeros, se ayudaban entre sí, confiaba en ellos. El cielo sabía qué vida llevaban en sus hogares, con mujer e hijos o solos, nunca hablaban de ese tema. La carretera los había unido, si querían charlar, lo hacían sobre las rutas, las ciudades que habían visto, las iglesias en las que habían entrado unos minutos, las fondas donde se comía de maravilla. Pero por lo general no hablaban. Casi siempre se sentaban juntos y silenciosos, cada uno sumido en sus pensamientos, mientras el campo variopinto pasaba bramando a su lado. Karl Siebrecht aprendió a amar el campo, y casi odiaba Berlín, esa ciudad que un día había ansiado conquistar y que después se había convertido en su patria. Ahora se alegraba de poder escapar ahí. Berlín… Esa palabra significaba ahora ruina, agitación, bebida y prostitución, eternas protestas, interminables pendencias, manifestaciones a favor y en contra. Pero sobre todo, Berlín significaba un matrimonio, el suyo, silencioso y fallido.
Pero después retornaba a Berlín y se metía en el taxi, los días se prolongaban tenaces, pero peores aún eran las trece o catorce horas que tenía que pasar a diario en Eichendorffstrasse, en su hogar, con su esposa en casa. Al final llegaba otra nota de Dumala desde la lejanía, llamándolo a la libertad.
En aquella época, Karl se había convertido en un camionero muy conocido, hacía mucho que ya no podía circular por cualquier trayecto. Ahora poseía un montón de carnés de conducir, con nombres como Siewers, Siemsen, Siebert, Siebold, pero muchos gendarmes conocían su cara, tenía que ser muy cauteloso en el uso de esos documentos. Ahora era un hombre que suscitaba grandes sospechas, aunque no habían podido probar nada contra él. Dos o tres veces lo habían detenido, pero lo habían soltado de nuevo. Había muchos gendarmes que no querían conocerlo, hacían sus controles a la ligera, sin mirarlo a la cara.
—Todo bien. ¡Siga!
Otros, sin embargo, ansiaban atraparlo a toda costa. Le hacían preguntas, telefoneaban anticipadamente para averiguar su trayecto, espoleaban a sus colegas. Pero Karl mantenía la sangre fría y estaba ojo avizor, y, sobre todo, era temerario. En aquella época la vida no le parecía algo que hubiera que vigilar con excesivo cuidado.
Una vez estuvieron a punto de echarle el guante. Les habían tendido una trampa a Dumala y a él; los dos vehículos iban repletos de armas, y poco antes de llegar a su destino les dieron el alto. En esta ocasión actuaron sin disimulos, eran un destacamento completo de gendarmes, entre los que figuraban los quepis adornados con hojas de laurel de los oficiales franceses. Rodearon inmediatamente el camión, y el menudo capitán francés de rostro amarillo trepó al vehículo delantero y se puso a manipular las cajas.
A continuación empezó a vociferar, ¡había encontrado lo que buscaba! Todos se arremolinaron alrededor, algunos subieron al remolque: nadie prestaba atención a Karl Siebrecht.
Este saltó al asiento del conductor y salió disparado, sin pensar en Dumala ni en su acompañante, a una velocidad endiablada. Ahora todo daba igual, pero no se harían con sus armas ni con los coches. Antes prefería estrellarse contra el próximo árbol.
Ellos gritaron y dispararon, rabiosos por detrás de él, encima de los montones de cajas, pero él continuó a toda velocidad, oyó al remolque chocar contra los árboles de la carretera, él quería quitárselos de encima por muy fuerte que se agarrasen. ¡Ese simio con galones dorados!
Más tarde, cuando todo se calmó a sus espaldas, y el camión rugía alejándose a toda marcha, comenzó a asombrarse de que no lo persiguieran al menos con el coche de los oficiales. Solo una semana después supo por Dumala que este, en medio de la confusión generalizada, había dejado derramarse el combustible.
Siguió conduciendo, sin saber hacia dónde. Pero estaba claro que no podía viajar hacia su destino. En ese asunto desesperado no podía implicar a nadie. Sabía también que no llegaría lejos, que ahora seguramente estarían telefoneando al mundo entero. Lo pararían en cualquier lugar, no le dejarían repostar en ningún sitio. En las dos horas posteriores él, su camión y las armas tenían que desaparecer sin dejar rastro. Gracias a Dios se encontraba en un territorio oriental tranquilo y extenso, cubierto de bosques y lagos. Se adentró cada vez más en las zonas boscosas, los lugares habitados iban alejándose poco a poco. Los altos troncos rojos de los pinos absorbían el zumbido del motor, el mundo ruidoso quedaba muy lejos.
Finalmente encontró el lago que necesitaba, y también un lugar por donde meterse dentro, la orilla tenía el declive necesario. Primero vio desaparecer el camión en las aguas, luego el remolque; el agua espumeó blanca, después recuperó la calma al sol otoñal… Comenzó entonces el largo camino de regreso, casi siempre de noche, hasta que al final se atrevió a acercarse a una estación y tomó el tren…
—¡Bien hecho, hijo mío! —dijo más tarde Dumala mirando pensativo la cruz en el mapa—. Ya vendrán tiempos mejores, ahí el material está seguro. Pero comprenderás que en los próximos tiempos tienes que llevar una vida algo retirada, eres un hombre muy buscado. El pobre capitán se rompió el brazo al caerse del camión…
Después de este tipo de experiencias regresaba a las silenciosas habitaciones de Eichendorffstrasse con su mujer cada vez más callada. Volvía a ponerse al volante del taxi, y el cliente le preguntaba:
—Oiga, chofer, ¿no conocerá usté algún local un poco indecente, me entiende, no? De esos con chicas desnúas, pero desnúas del to, ¿entiende? ¡Pues lléveme allí!
¡Patria…, cielo santo! ¡Maldito Berlín!