Regreso del viaje
Al final del viaje se dio la mayor prisa posible. Esperaba encontrar todavía a Kalli. La inminente confrontación con Rieke le parecía más fácil en presencia de su callado y fiel amigo. Pero eran más de las ocho cuando llegó a Eichendorffstrasse. Kalli ya estaba en su turno de noche, y Rieke seguía sentada ante la máquina de coser.
—Buenas noches, Rieke —saludó—. Ya he vuelto. Engelbrecht te mandó recado, ¿verdad?
—Recado recibí —respondió ella levantando un instante los ojos de la máquina—. Pero no sé de quién. Así qu’era de Engelbrecht, pues qué bien… Anda, pasa, Karl, hay comía en la mesa. Yo toavía tengo faena.
—Bueno —contestó, mirándola un momento, dubitativo. Así también estaba bien. Sin preguntas, sin reproches, solo una cara pálida y ojos cansados que delataban el llanto.
Pasó despacio a la estancia contigua. La mesa estaba puesta para él; pensó que durante su ausencia, seguramente la mesa lo había esperado así en todas las comidas. Todo en esa casa, en ese matrimonio, se había convertido en un reproche para él, y era culpa suya, lo reconocía. Intentó comer, pero no fue capaz, aunque tenía hambre. Así que se levantó, y unos minutos después estaba por segunda vez con Rieke en el cuarto de costura.
—¿Y’as terminao, Karl? —le preguntó.
—No, es que no me apetece comer. ¿Por qué no te sientas a mi lado cinco minutos?
—¡Claro! —le respondió. Cosió un momento y luego se levantó—. Vamos, Karl. Luego t’echarás enseguía, ¿verdá? Paíces cansao.
—Es que lo estoy —contestó, y mientras la seguía, pensaba la manera de explicarle las razones de su cansancio. Mientras ella le preparaba un bocadillo, él sacó del bolsillo el sobre que contenía los billetes y lo colocó ante sus ojos. Sabía que era una tontería, pero no se le ocurrió otra cosa.
—Toma, Rieke, es dinero —anunció—. He ganado mucho estos tres días.
—Bien —contestó ella, apartando el sobre, sin mirarlo más detenidamente—. Si quies que te compre algo, me lo dices. Porque dinero pa la casa no m’a faltao nunca. ¿De qué quieres el otro bocadillo? ¿De salchicha o de queso?
—De queso —contestó, enfadado por la facilidad con que ella había desbaratado su ataque. La joven le había leído la cartilla sin asomo de malicia. Sus ganancias no eran necesarias, Kalli y Rieke ganaban bastante para la casa.
—Me he examinado para sacarme el carné de conducir camiones, Rieke —le informó.
—Lo sé —respondió ella al instante—. Kalli me lo dijo. Uno de los taxistas te vio con el viejo profesor de conducción de Müllerstrasse.
¡Eso sí que fue una sorpresa! Así que ella lo sabía; su amigo y su esposa lo sabían y no le habían comentado una palabra al respecto.
—¿Desde cuándo lo sabes, Rieke? —le preguntó.
—¿Desde cuándo? Pues, una semana o así.
—Nunca has hablado de ello…
—¿Acaso has hablado tú? Pensé que nosotros no teníamos que saber na d’eso. —Se levantó—. Bueno, Karl, ahora échate enseguía, yo tengo que coser toavía durante un rato.
Ella estaba ya en el umbral.
—¡Rieke! —llamó él, incorporándose a medias.
—¿Hay algo más? —preguntó ella.
—¿Estás enfadada conmigo?
—¿Enfadá, yo? ¡Tenías que conocerme mejor! No, Karl, t’aseguro que no estoy enfadá contigo. Buenas noches, Karl. —La joven se apoyó un momento en su brazo, le dio un beso fugaz. No, la verdad es que no estaba enfadada, sino muy triste, desesperada quizá Después abandonó sigilosa la habitación y se despidió de nuevo—: Buenas noches, Karl.
—Buenas noches, Rieke.
Él todavía se mantuvo despierto mucho rato. Oía el lejano traqueteo de la máquina de coser, casi sin pausa. Así que Rieke no se sentaba junto a la máquina para cruzarse de brazos, enfrascarse en sus cavilaciones y preocuparse, no estaba de morros, qué va, tenía de verdad faena. Las cosas no pueden seguir así, pensó Karl. Tenemos que hablar. Esto no es vida. La verdad es que no puedo contárselo todo, lo de Dumala y las armas, aunque ella cierre la boca. Yació un rato en silencio. El cansancio retornó como una gran ola oscura, intentando arrastrarlo consigo. Pero él se resistió: No quiero dormirme ahora, antes necesito hablar con ella. No puedo hacerle daño siempre, ella me quiere…
Después oyó pasar un coche, la puerta de la tienda se abrió y en la tienda se oyó una voz masculina. Era la de Kalli. Claro, el amigo había llegado y preguntaba si el marido había vuelto. ¡Ella sí hablaba con Kalli de él y sus viajes!
El coche partió de nuevo, la máquina volvió a funcionar. La oscura oleada de cansancio lo arrastró y se quedó dormido. Quizá no tenía sentido hablar con Rieke. De día, cuando uno había descansado bien, todo parecía distinto. Ya pensaría qué decirle…