El primer viaje clandestino
Karl Siebrecht no olvidaría en toda su vida ese tempestuoso primer viaje nocturno a finales de octubre con Dumala a su lado y detrás de él, en el remolque, Hoppe, el acompañante, un tipo alto y alegre. Todo era nuevo para él: sentado por primera vez como único responsable al volante de un camión con remolque, lo conducía por carreteras desconocidas hacia un destino desconocido. Truenos y estampidos, los raíles chacoloteando detrás de él; Dumala, mudo y sentado a su lado, chupando su puro apagado, con el sombrero hongo negro en la cabeza, un personaje siniestro.
—¡Deprisa! —se limitaba a decir de vez en cuando—. ¡Más deprisa, tenemos que llegar allí antes de amanecer!
«Allí» era algún lugar de Pomerania Oriental, un pueblo, una finca. Siebrecht había buscado mucho tiempo en el mapa antes de encontrarlo. Aún viajaban por carreteras nacionales, aún tenían vía libre. Los bosques murmuraban junto a ellos, luego salieron a campo abierto, y al momento un viento de costado los embistió, llenando la cabina con el olor húmedo, sustancioso, de los campos otoñales recién arados.
—¡Acelera! —exigió Dumala—. ¡Sobre todo no te duermas, hijo!
Karl miraba hacia delante. Cruzaron zumbando una pequeña ciudad dormida. Sus manos aferraban con energía el volante, su pie flotaba sobre el embrague, listo para pisarlo. No tenía ni idea de cómo continuaba la carretera, pero Dumala había dicho «acelera», así que pisó a fondo. Todo era nuevo para él. Aún no entendía por qué hacían ese viaje de noche y por qué era todo tan misterioso. Fiel a su promesa del epígrafe «Primero», Dumala no le había contado nada. Lo había llevado desde la estación de Köpenick —ya había oscurecido— a un almacén en cuya puerta montaba guardia un auténtico soldado alemán, una visión rara en aquellos días. En aquel lugar oscuro, sin iluminar, había montañas de material de algún parque de ingenieros del ejército o de un parque ferroviario: raíles, locomotoras, palas, vagones de ferrocarril de campaña, volquetes, zapapicos, agujas… Todo en montañas oxidadas, desmoronadas. Junto a una de esas montañas de vías tuvo que acercar Karl Siebrecht su camión, pintado con el gris verdoso del ejército.
—Hoy transportaremos las vías para el tren remolachero de la finca de Neuhof —había dicho Dumala a una sombra que había aparecido.
Después enviaron a Siebrecht a la cantina a comer y beber algo caliente. No había tenido que ocuparse de la carga. Pero ¿qué diablos había de misterioso en instalar un ferrocarril para el transporte de remolacha en la finca de Neuhof?
En la cantina halló unos cuantos soldados somnolientos, de aspecto amargado, veteranos que no quisieron abrir la boca. Pero la comida era excelente y el café, auténtico. Sin haberlo pedido, le trajeron también unos bocadillos y un termo de café.
A su regreso, ya habían cargado los rieles.
—Este es tu acompañante, se llama Hoppe —dijo Dumala, y los dos se miraron a la luz de los faros, se estrecharon la mano y se separaron. Dumala se sentó al lado de Karl—. ¡Vámonos! —exclamó—. Yo te guiaré hasta la carretera. Köpenick es muy tortuoso. Presta mucha atención para que la próxima vez lo hagas solo. —Cuando se incorporaron a la carretera y Karl intentó ponerse en marcha, Dumala se limitó a advertir—: Échate a un lado y para. —Y después agregó—: En la cartera de piel que está a tu izquierda tienes toda la documentación del conductor y de la carga. Si te encuentras con un control, la sacas. No dejes que te sonsaquen, hijo, sé un poco callado, todo está en tus papeles. ¿Entendido?
—Sí.
—Bien. A mí no me conoces, solo me llevas contigo un trecho. Yo cuidaré de mí mismo, ¿entendido?
—Sí.
—Pues entonces, adelante, hijo.
Karl arrancó.
Dicho sea de paso, en aquel primer viaje solo pasaron un único control, para entonces hacía mucho que habían dejado atrás Stettin y Stargard, adentrándose en Pomerania Oriental. Acababan de doblar una curva en un bosque cuando Karl Siebrecht vio la linterna roja que movían arriba y abajo a modo de señal.
—¡Control! —dijo escuetamente Dumala, encogiéndose.
El camión se detuvo con lentitud, los dos gendarmes tuvieron que correr un poco a su lado.
—Sus papeles —dijo uno, y Siebrecht metió la mano en la cartera que tenía a su lado.
—¿Adónde se dirige? —preguntó el otro, mientras el primero recogía la documentación.
—Lo pone todo ahí —contestó, conciso, asombrándose de la desaparición de Dumala. No se veía ni rastro de él. Para estar ocupado, tomó el paquete de bocadillos y empezó a comer.
—¿No llevaba a un hombre a su lado? —le preguntaron.
—Ni idea —dijo masticando.
—¿Viaja usted sin acompañante?
—Si no hay ninguno sentado ahí detrás, será que viajo solo.
¡Así que al parecer también había desaparecido Hoppe! Desde luego que una carga de raíles para una propiedad rural era un extraño transporte…
Pero entonces Karl Siebrecht vio el librito que el gendarme sacaba en ese momento de su funda de celuloide: era su carné de conducir. Pero no era el suyo, porque lo llevaba en el bolsillo interior de su chaqueta de cuero. En un gesto involuntario se llevó la mano por debajo de la piel, palpó con el pulgar y el índice el contorno anguloso, y sin embargo en las manos del gendarme veía el mismo carné con su foto a la luz de la linterna de bolsillo, y el gendarme lo examinaba comparándola con él. Vio su nombre escrito debajo, de su puño y letra, ¡o al menos parecía la suya!
¡Peligro!, gritó una voz en su interior. ¡Máximo peligro! ¿En qué te has metido? Esos pueden hacer contigo el contrabando más increíble, y ahora han desaparecido. ¡Dumala, Hoppe, primero tendrás que demostrarlo! ¿Qué no habrá debajo de esos raíles?
Dejó de comer y envolvió de nuevo sus bocadillos.
El segundo gendarme surgió de la oscuridad, entretanto había debido de estar revisando la carga del camión. Los dos cuchichearon entre sí un momento. Luego dijo el gendarme:
—Puede continuar. Una vez pasado Dramburg, gire a la derecha.
—Buenas noches, señor gendarme —contestó Karl, cerrando la puerta.
Durante un momento se quedó pensando, con los papeles en la mano. Los gendarmes seguían en la carretera. Estaba lo de Dumala y Hoppe, y lo del carné de conducir duplicado… Pero luego se decidió y arrancó. Dumala había dicho que cuidaría de sí mismo, y todo indicaba que sabía hacerlo, y por añadidura, de Hoppe. En lo referente al carné de conducir… Primero, había que mantener la boca cerrada y no hacer preguntas. Pero una pregunta sí que haría, de eso no se libraría el caballero del sombrero hongo.
El camión provocaba un traqueteo atronador. Era distinto conducirlo yendo completamente solo. Era una tarea solitaria. Hasta Dumala le había hecho compañía, los pensamientos eran diferentes con una persona sentada al lado. Rieke estaba en casa, quizá durmiendo, eran poco después de las tres de la mañana, pero seguramente no dormía, sino que lo esperaba. Se enfadaría con él a su regreso, y con razón… Habría podido detenerse en ese momento para echarle un vistazo al carné de conducir, pero había tiempo para eso. No para el viaje. Dumala había dicho que tenía que estar en la finca antes de amanecer, que acelerase. El viejo sargento primero tenía un modo de hablar que entrañaba algo conminatorio para cualquier soldado, te cayera mal o bien el sargento en cuestión. Aparte de que Dumala ni siquiera le caía tan mal. ¿Cuándo volvería a verlo? Llegar a tiempo a la finca quedaba casi descartado.
Pasado Dramburg, donde con parcas palabras le habían dicho que doblase a la derecha, las carreteras se volvieron un tanto intrincadas. Paró en un cruce y colocó el mapa encima de sus rodillas. Pero antes de estudiarlo, tomó la documentación de la cartera. Sacó el carné, lo abrió. Allí estaba su foto, y debajo, su nombre, igual que si lo hubiera escrito él mismo: Karl Siebert… ¡Oh, qué astuto y qué simple! Ellos habrían podido preguntarle su nombre, Siebrecht y Siebert, era fácil de entenderlo mal, ahí no se podía meter la pata. ¡Tenían práctica esos fulanos, no era la primera vez que hacían algo parecido! Esto estaba bien hecho, no era una chapuza, en cierto modo te infundía confianza en el tal Dumala y en todo aquel que estuviera detrás.
—Ahora gira a la derecha, hijo —dijo Dumala, sentándose a su lado—. Recoge esos papeles. En menos de una hora lo habrás conseguido.
—A la orden —obedeció el conductor, guardando los documentos y girando a la derecha.
Si ese hombre podía darse postín, también él. Sobre todo hacerse el desentendido cuando se lo hiciera él. Era evidente que había corrido un trecho junto al camión, que circulaba despacio, a la sombra del remolque, y después había subido al asiento de ese remolque. ¡Mira que no haberlo pensado antes! Sonrió, pero sin que se le notara, al pensar en Dumala, robusto y pesado, corriendo junto al remolque… ¿Qué habría sido de su sombrero hongo?
—¡A la derecha! —ordenó Dumala—. ¡Atención, camino vecinal!
Sí, ahora venían caminos vecinales, y forestales, y la velocidad sobraba. El suelo se había ablandado con las lluvias de octubre, y el camión avanzaba pesadamente hacia lo desconocido. Entre los árboles había niebla, el aire era cada vez más húmedo. Las ruedas patinaban, en una ocasión rozaron, crujiendo, el tronco de un pino.
—¡Alto! —ordenó Dumala, y se detuvieron—. Espera —añadió antes de abandonar la cabina.
Durante un momento Karl lo vio caminar por un camino a la luz de los faros, con el sombrero hongo en la nuca, y el abrigo colgando. Después la oscuridad se lo tragó.
Ya solo se oía el ronroneo del motor en medio del silencio, parecía su propio corazón. El ruido lento e insistente acentuaba más aún si cabía el silencio. Allí había ramas de abeto cubiertas de gotas, entre ellas el nido de una araña. En el camino, roderas, huellas de herraduras, vida desconocida a la que había ido a parar sin saber por qué. En algún lugar, muy lejos, estaba la pequeña vivienda de Eichendorffstrasse con su mujer y su amigo, ahora se encontraba a una distancia inconcebible. Como si todo eso hubiera acontecido antes, media vida antes.
Allí, en lo profundo del bosque, el ronroneo del motor, una figura que se alejaba, una telaraña, gotas de vaho y niebla en las agujas de las ramas. En eso había devenido su vida…
Dio un respingo, sobresaltado. A su lado, en el sendero forestal, estaba Hoppe, el acompañante. Pateando con los pies y golpeándose los brazos para entrar en calor.
—¿Frío, eh? —comentó.
Debía de ser helador viajar en el asiento al aire libre del remolque, sin parabrisas, sin el calor que proporcionaba el motor.
—Hoy todavía se aguanta —respondió Hoppe—. ¿Es verdad que has aprobado hoy mismo el carné de conducir? —preguntó.
—No. Ayer por la mañana, ya son más de las cuatro.
—¡Pues no está nada mal! —reconoció Hoppe—. Sabes conducir. ¡Mira, ahí vuelve el poli!
El poli, o sea, Dumala, regresó con un hombre alto y delgado que a Karl Siebrecht le recordó vagamente al señor Von Senden. El caballero trepó a la cabina junto a Karl.
—¡Adelante! —dijo—. Yo le diré cómo debe conducir.
Ni una palabra superflua, ni presentaciones, ni saludos.
Recorrieron un corto trecho. Luego en el oscuro bosque aparecieron unos hombres perdidos: un par de jóvenes, un tipo barbudo con uniforme de guarda forestal y un viejo campesino.
—¡Alto! —ordenó el caballero.
Todo fue muy rápido. Bajaron los raíles del camión, dejando al descubierto cajas, unas cajas muy grandes. Las agarraron entre cuatro, ninguno se excluyó, ni Dumala, ni el caballero elegante, y las transportaron al bosque, a unos hoyos cavados en los que las depositaron. Unos se quedaron atrás para enterrarlas, mientras otros ayudaban a cargar de nuevo los raíles en el camión. Un trabajo rápido, silencioso. A eso de las cinco habían terminado. Karl y Dumala estuvieron de pronto solos en el camión, Hoppe trajinaba detrás, en el remolque.
—Bueno, hijo mío, duerme hasta que amanezca. Luego conduce hasta la salida del bosque. Sabrás encontrar el camino, ¿no?
—Sí. —Ni una palabra más.
—A eso de las ocho, preséntate en la finca y entrega tus raíles. El señor tiene para ti una carga de puré de patatas, la llevarás a Stettin. Después regresarás al punto de partida, ¿entendido?
—Sí.
—¿Alguna pregunta?
—No.
—Bien —dijo Dumala, aparentemente satisfecho.
Saludó dándose un golpecito en el sombrero y echó a andar, internándose en el bosque oscuro, adentrándose cada vez más en la oscuridad hasta devenir invisible. Siebrecht lo siguió con la vista.
—¡Venga, vámonos! —dijo Hoppe—. ¿Te ha dado dinero el poli?
—No.
—A mí tampoco. Bueno, ya nos las arreglaremos. A lo mejor nos da algo el señor. Porque tienes que repostar.
Pero no volvieron a ver al señor. Poco después de las ocho llegaron a la enorme finca, por donde pululaban los jóvenes que habían trabajado con ellos durante la noche. Ahora eran administradores y contables y se comportaban como extraños y desconocidos. Solo que, al estilo de la gente joven, no podían evitar lanzarles de vez en cuando un secreto guiño de reojo. Comieron con ellos, y a Karl y Hoppe les proporcionaron una habitación donde dormir. Entretanto cargaron los sacos de puré de patatas. No tenían que salir hasta la mañana siguiente. Por la noche se dirigieron todos a la posada, pero tampoco allí mencionaron ni contaron nada, bailaron y tontearon un rato con las chicas del pueblo, fumaron y bebieron.
¿Y para qué contar? Karl Siebrecht no necesitaba hacer preguntas, ni a Dumala, ni a Hoppe, ni a nadie. No las necesitaba para estar al corriente de todo. Precisamente poco tiempo antes todos los periódicos habían publicado que miembros de una comisión aliada habían sido maltratados en una localidad portuaria… El Gobierno alemán tuvo que disculparse y pagar una severa multa. A esas comisiones de los aliados, que viajaban por toda Alemania metiendo la nariz en todas las empresas, en todos los almacenes, para comprobar si Alemania había entregado todas las armas, a esas comisiones aliadas que el pueblo denominaba «comisiones fisgonas», también las había engañado Karl Siebrecht. Había ayudado a ocultar armas. Si lo pillaban, sería castigado, pero entonces castigarían a Karl Siebert, que no existía. Solo faltaba saber qué diría Rieke de todo aquello.
Durante el largo camino de regreso, descansado y bien alimentado, Karl meditó lo que debía decir a Rieke. ¿Debía contarle algo siquiera? ¿Tenía algún sentido? Ella estaría en contra, por fuerza, pues abogaba por una vida tranquila, por ganarse la vida sin sobresaltos. Odiaba las aventuras. Pero él había tomado la decisión de seguir colaborando de momento, era mejor que conducir un taxi. Y también más interesante. Así que ¿para qué contárselo? Sin embargo, ¡algo tenía que decirle!
El viento silbaba por los vastos campos que recorría el arado, el camión atronaba y traqueteaba, unas cadenas tintineaban.
—¿Estás casado? —preguntó Karl a su acompañante, que ahora iba sentado a su lado.
—¡Nooo, gracias a Dios! —Hoppe rio. Y al cabo de un rato, como si hubiera adivinado los pensamientos del otro—: ¿Vas a seguir con esto?
—Sí —contestó Karl—. Seguiré con esto.
—Me alegro —se limitó a responder el otro, y enmudecieron de nuevo.
¿Qué voy a decirle a Rieke?, se preguntó de nuevo Karl. Intentó consolarse: Al menos le llevo un montón de dinero, más de lo que gano en dos semanas de taxista. Porque resultó que Dumala también había pensado en eso. En la cartera de la documentación había tres sobres con dinero, cada uno con una anotación, pero sin nombres: Conductor, Acompañante, Repostaje.
Por lo menos llevo un montón de dinero a casa, se repetía Karl con insistencia. Y sin embargo sabía que era un disparate, que a Rieke no le importaba el dinero, sino algo completamente distinto que él no podía darle. En realidad no vivo un matrimonio de verdad, pensó de repente, muy asustado. Pero después esa idea ya no le abandonó durante todo el trayecto.