Capítulo 68

Dumala entra en escena

El tratante Engelbrecht devolvió a Karl Siebrecht su carné de conducir.

—Muy bien —dijo—. ¿Y ahora qué piensa hacer?

—Pensaba que me lo diría usted —respondió Siebrecht, algo irritado.

Estaban sentados en la pequeña oficina a la entrada de la cochera. Hacía un calor agradable. En la habitación contigua se oía el tableteo de una máquina de escribir. El joven estaba cansado e irritable por la noche en vela. Ahora de pronto se enfadó por haber ido a ver al tratante en lugar de a Rieke y Kalli. El taxi esperaba ya a su conductor, y además había pasado la noche fuera sin dar noticias.

—Bueno —dijo el tratante con voz átona—. Ahora casi siempre transportamos briquetas desde una mina de Senftenberg a Berlín, porque es imposible hacerlo en tren. Tendría que estar mañana a las seis en la mina, cuando abren, o se irá de vacío. Eso significa que tiene que salir de aquí a las ocho o nueve de la noche. No sé si esto le interesará —dijo, lanzando una mirada inquisitiva al joven.

La sensación de enfado y desilusión de Karl se intensificó. Pasear briquetas, eso al fin y al cabo no era muy diferente a transportar personas de un lado a otro de Berlín. ¡Renunciar por eso a su independencia! Pero calló, y tras una breve pausa Engelbrecht continuó.

—Además, también tenemos que transportar aquí, en Berlín, tierra de trabajos de excavación. Están construyendo una calle nueva en Grunewald. Es trabajo a destajo, se puede ganar un buen dinero con él sabiendo conducir. ¿Qué me dice?

Karl calló una vez más. ¿Para qué continuaba escuchando a ese aburrido charlatán? Lo mejor sería levantarse, ir a ver a Rieke, no decir ni pío de esa bufonada ni del examen de conducir y seguir atendiendo, muy buenecito, su taxi…

—¿Eso tampoco? —preguntó Engelbrecht—. La verdad, no sé… ¿Qué es lo que había pensado usted?

—Yo tampoco lo sé —contestó Karl levantándose—. Tal vez en algo que los demás no puedan o no quieran hacer. Pero ya veo que usted tampoco sabe nada de algo así.

—¿Algo para lo que se precisa un hombre? —preguntó el tratante.

—Puede. Pero ahora será mejor que regrese a casa, o me quedaré dormido aquí. Me he pasado toda la noche conduciendo.

—Duerma aquí —le propuso el tratante—. Hasta que venga Dumala.

—¿Y quién demonios es Dumala?

—Eso tendrá que decírselo él mismo, si es que se lo dice. —El tratante parecía alegrarse, a juzgar por lo que traslucía su rostro fofo e inexpresivo—. Así que acuéstese aquí, yo no lo molestaré. ¿Desea comer algo antes? ¡No hay problema!

—Lo que más me gustaría sería ir primero a casa. Ellos no saben dónde estoy.

—No conocería a Dumala. ¡Y entonces sí que se habría perdido algo! Mandaré un recado a su mujer. Porque está usted casado, ¿verdad? Lo sé por el anillo. ¿Tiene hijos?

—No.

—¿Qué van a hacer los niños en un mundo como este? —preguntó sorprendentemente Engelbrecht—. En fin, entonces le traeré algo de comer. Seguramente saldrá de viaje hoy mismo con Dumala.

—¿Y qué voy a transportar con el señor Dumala? Cuénteme eso al menos, para que sepa si tiene sentido esperar.

—¿Dumala? ¿Que qué transporta Dumala? —Ahora sí que pareció alegrarse el tratante—. ¡Toda clase de cosas por cuatro perras! Pero puedo prometerle que con Dumala no se aburrirá. ¡Suponiendo que lo lleve con él, lo que todavía no es nada seguro!

A continuación el señor Emil Engelbrecht se marchó; sus hombros se estremecían, tanto se alegraba ese hombre flojo, macilento. Karl Siebrecht se quedó malhumorado y desconcertado. Si no le hubiera parecido ridículo, habría salido corriendo en ese mismo instante, pero su curiosidad había despertado. Así que comió lo que le trajeron de una fonda y se tumbó en un diván bastante duro. El sueño le hizo olvidarse enseguida de Rieke, de Engelbrecht, del enigmático Dumala y de las carreras del taxi; se quedó dormido como un tronco.

Lo despertó un portazo. La estancia estaba en penumbra, había dormido durante medio día. Junto a su diván estaba un hombre ancho, fornido, con un abrigo militar de color gris verdoso que curiosamente combinaba con un sombrero hongo negro. Llevaba ese sombrero tan echado hacia atrás que se veía un mechón de cabellos oscuros sobre la frente abombada, muy ancha. Era un hombre de tez blanca, rostro ancho y poderoso mentón. En la comisura de la boca colgaba la colilla de un puro.

—Dumala —anunció el hombre tras un breve examen.

—Siebrecht —se presentó Karl, incorporándose a medias.

—Sigue tumbado —dijo el otro—. Aún no sabes si merece la pena levantarse. ¿Qué hiciste en la guerra, hijo? —Se dejó caer pesadamente junto al joven en el diván.

Karl Siebrecht informó en pocas palabras, había comprendido en el acto que ese tal Dumala —seguro que se llamaba de otra manera— era un antiguo sargento mayor.

—Te echaré en cuanto me dé la gana, y no te irás de la lengua —dijo Dumala pensativo cuando Karl terminó su informe—. ¿No serás un rojo?

—Yo no sé lo que soy. Seguramente morralla del frente, carne de cañón…

—Probaré contigo —dijo Dumala asintiendo—. Primero: no se hacen preguntas, solo se obedece. Segundo: no puedo decirte si vas a ganar dinero, si vas a ganar mucho dinero o si no vas a ganar un céntimo. Si hay algo, recibirás algo, si no hay nada, te quedarás a dos velas. Tercero: cuando haya algo que transportar, lo transportas; cuando no haya nada que transportar, tú verás lo que haces. Cuarto: no conoces a nadie, ni a Engelbrecht, ni a Dumala, ni a nadie. ¿Entendido?

Karl Siebrecht meditó.

—Haré un viaje, y después diré sí o no —contestó deprisa.

El sombrero hongo volvió a inclinarse.

—De acuerdo, hijo. Ahora ve a Köpenick en el tren de cercanías. Una vez allí, da unas vueltas por la estación, yo te encontraré. —Y despidiéndose con otra breve inclinación de cabeza, se marchó.

La pequeña oficina se quedó completamente a oscuras, solo por la ranura de la puerta penetraba algo de luz de la habitación vecina. La máquina de escribir tableteaba.

Karl se quedó tumbado unos momentos, pensando. Aún podía irse a casa y meterse en su coche para ganarse la vida sin sobresaltos. Pero la cosa era que ese modo de ganarse la vida sin sobresaltos le asqueaba. Prefería probar suerte con aquellas personas.

Se levantó deprisa, se puso su chaqueta de cuero y cruzó el despacho delantero. Engelbrecht dictaba a la mecanógrafa. No se volvió a mirar al joven. Karl contempló pensativo los anchos y gruesos hombros vestidos de caqui. Se estremecían de nuevo. Le hubiera gustado preguntar por qué se alegraba tanto el tratante. ¿Creía haberlo embaucado? Pero entonces recordó que, cuarto, no conocía a ningún Engelbrecht. Abandonó la oficina sin decir palabra. Un cuarto de hora después viajaba hacia Köpenick en el tren de cercanías.