Capítulo 66

El taxista

Friederike Busch y Karl Siebrecht se casaron el 2 de enero de 1920.

La nueva unión no provocó en ninguno de los dos grandes emociones ni sorpresas. Se conocían desde hacía tantos años que no había nada nuevo que descubrir. Era la suya una felicidad serena… Ahora podían ser tiernos el uno con el otro, era hermoso quererse.

En esos días cada vez más grises y turbulentos, Rieke constituía una luz permanente. Por muy desalentado que Karl regresase a casa, ella lo animaba. Hacía milagros con el escaso dinero, que se devaluaba cada vez más deprisa. Se enorgullecía de que «sus hombres» comiesen carne todos los días, y ella les llenaba de café los termos que se llevaban al trabajo. Quizá el de Kalli Flau estaba un poco más aguado, o su trozo de carne era algo más pequeño que el de Karl, pero no lo hacía a propósito. La misma Rieke tomaba café de recuelo y aseguraba que le repugnaba la carne. El más importante seguía siendo Karl. Había que preservar su buen humor. El día después de la boda se sentó por primera vez en el taxi y comenzó su nueva actividad. Que Kalli Flau lo superase, al menos como taxista, fue una experiencia radicalmente nueva para él: ¡las ganancias de Kalli casi doblaban las suyas! Al principio Siebrecht creyó que se debía a que su amigo conducía de noche y él de día, porque los borrachos manejan el dinero con más despreocupación.

Cambiaron el turno. Pero se puso de manifiesto que Karl no era el hombre adecuado para transportar a ese público nocturno. Expulsaba airado a los borrachos que le manchaban el coche, mientras que Kalli los obligaba a pagar una tarifa especial. Afirmaba desconocer las direcciones de los garitos y cabarés, y jamás ayudaba a un viajero que no se sostuviera sobre sus piernas a entrar con su chica en un hotel de dudosa reputación. No era un censor, oh, no, su indignación no era de índole moral. Había vivido demasiado tiempo en Berlín para eso, había muchas clases de personas, y todas ellas no podían vivir y pensar como Karl Siebrecht. Pero todo ese trajín le repugnaba y le producía un asco insuperable. Tras regresar de la guerra, no había conseguido acostumbrarse a la idea de que tanto sacrificio hubiera devenido en inmundicia. Así que su caja nocturna era aún peor que la diurna. Cambiaron de nuevo. A Kalli Flau todo le parecía bien, él siempre ganaba dinero y era el único que traía divisas a casa. Rieke cosía, así ganaban dinero los tres; tenían bastante para comer, para vestirse como era debido, y gastaron algo en la casa. La habitación de Kalli dejó de ser un trastero.

Pero en el fondo, eran Rieke y Kalli quienes ganaban el dinero; él, Karl Siebrecht, el cerebro de esa pequeña comunidad, no se merecía lo que Rieke le ponía en el plato. ¡Cómo lo reconcomía eso, cómo lo enfurecía cada vez más esa odiada profesión! Ahora volvía a viajar entre las distintas estaciones, y cuando un mozo de equipaje le llevaba una maleta al coche, preguntaba con insistencia:

—Qué, ¿todavía no mejora la cosa? ¿Podré volver a empezar pronto?

Y cuando el hombre, meneando la cabeza, replicaba:

—¿Mejorar? ¡Está peor, cada vez peor!

Karl cerraba iracundo la puerta de su coche y salía disparado, hasta el punto de que el pasajero del asiento trasero temblaba de miedo. ¡Él, Karl Siebrecht, dejándose alimentar por otros!

Nunca hablaba con Kalli y Rieke de esa pena secreta. Pero tampoco se sentía obligado a hacerlo, pues ellos lo sabían de todos modos. Su estado de ánimo siempre triste, su flema deliberada, su tremendo interés por enterarse de los ingresos de Kalli eran señales que lo delataban. Kalli y Rieke comenzaron a mentir sobre la cuantía de esos ingresos, pero él se percató pronto y dejó de preguntar. Entonces se atormentaba con cifras imaginarias y aumentaba desmesuradamente la diferencia. Rieke tenía que esforzarse mucho para animarlo todas las noches. Y casi siempre lo lograba. Le repetía incansable que tenía que esperar su momento, que esa época era mala para todo el mundo. ¿Cómo les iba a sus camaradas, a los antiguos soldados del frente? Se arrastraban amargados por profesiones poco apreciadas o luchaban desesperados contra los comunistas, contra Polonia, en Curlandia o contra los bolcheviques.

—Solo ties que esperar, Karl. Lo sé, pronto habrás subío más alto que una casa, y ningún pelagatos s’atreverá a toserte.

—¡Si no fuera por ti, Rieke! ¡Si no fuera por ti…!

Cuando conseguía una carrera hasta el final de Kurfürstendamm, a Halensee o a Grunewald, viajaba hasta la villa de Gollmer cada vez con más regularidad. Allí se detenía y miraba desde su asiento las persianas bajadas y el jardín devastado. ¿Qué esperaba de tales visitas? Lo ignoraba. Aunque el señor Gollmer hubiera regresado, no habría tenido propuestas que hacerle. A veces Karl salía de su taxi. Saltaba la puerta y paseaba de un lado a otro por el jardín, se sentaba tres o cuatro minutos en el cenador. ¿Qué esperaba? Cuanto más inepto se sentía, cuanto más odioso le resultaba su trabajo cotidiano, más se aferraba al pensamiento de que su salvación debía venir del señor Gollmer. ¡No podía continuar viviendo así, convertido en un mal taxista!

Un día de primavera encontró la puerta del jardín abierta. Las persianas seguían cerradas, pero la puerta del jardín estaba abierta. Karl Siebrecht rodeó la villa y se topó con un viejo jardinero que cavaba un arriate.

—¿Regresará pronto el señor Gollmer? —le preguntó sin más preámbulos.

El jardinero dejó reposar el pie encima de la pala.

—Yo qué sé. ¿A qué viene eso? —contestó.

—A que está usted arreglando el jardín —exclamó impaciente Siebrecht.

—Ah, ya, es por eso… Pues lo hago tos los años, y llevo cuatro o cinco sin ver al jefe. Yo mando la cuenta a la oficina, y ellos me pagan. Y usté ¿quién es?

—Antes era chofer del señor Gollmer —mintió Karl.

—Ya. ¿Y ahora conduces un taxi? Creo que antes to era mejor. Pues no, no pueo decirte cuándo regresará. Ve a preguntar a la oficina.

—Allí tampoco saben nada.

—Seguro que estará en el extranjero, como tos los ricos. Pa esos aquí no hay na que rascar.

Karl Siebrecht charló un rato con el viejo jardinero, y a partir de entonces, cuando alguna vez se acercaba por la zona, solía acudir al jardín abandonado, donde trabajaba una o dos horas, arrancando malas hierbas, atando ramas, cavando o regando. Mientras tanto su taxi, aparcado en la calle, ostentaba el letrero azul de «Fuera de servicio». Nunca lo comentó con Rieke o con Kalli. Le remordía la conciencia. Les estafaba el jornal de dos horas. Pero era obstinado: Eso da completamente igual, soy un mal taxista. Al menos quiero obtener una satisfacción. Nunca tuvo en cuenta que podía haber referido tranquilamente a ambos esa alegría. La habrían compartido de todo corazón. Pero él deseaba guardar sus secretos ante su mujer y ante su amigo. A saber por qué, esa alegría solo valía algo si era secreta.