Capítulo 65

La última advertencia

Ese día, 29 de diciembre de 1919, Karl llegó a casa antes de lo habitual. Pasó un rato, indeciso, junto a Rieke. Abrió la boca un par de veces para contar lo que lo angustiaba, pero volvió a cerrarla. Aún no era capaz de reconocer que se sentía como si hubiera vuelto a perder una batalla por la ciudad de Berlín.

Rieke, que observaba casi temerosa cada uno de sus estados de ánimo, ese día no notó nada. La vivienda para la joven pareja estaba terminada, ahora Rieke estaba cosiendo el vestido con el que pensaba ir al registro civil, un traje de chaqueta gris. Su palidez había desaparecido, un suave rubor cubría sus mejillas, sus movimientos eran enérgicos y rápidos.

—Ya solo faltan tres días, Karl —le dijo sonriente—. M’alegro tanto. Y tú, ¿t’ alegras también?

—Sí, Rieke —contestó, correspondiendo un tanto abatido a la deslumbrante sonrisa de ella.

—Señora Friederike Siebrecht —dijo con orgullo—. Oye, Karl, ¿cómo se llamaba tu madre?

—Klara.

—Señora Klara Siebrecht —anunció—. La verdá es que también suena la mar de bien, pero me paíce que señora Friederike Siebrecht toavía suena mejor, ¿eh?

—Por supuesto —contestó Karl—. ¿Y tendré que llamarte siempre Friederike?

—¡Anda ya, mico! —Rio—. Sabes de sobra lo que quiero decir.

—¿No es hora de despertar a Kalli?

—Sí. ¿Quies hacerlo tú? Bueno, la verdad es que no m’importa ir yo.

—Deja, yo me ocuparé.

Kalli Flau, sin embargo, ya estaba despierto. Sentado en el borde de la cama, se ataba los zapatos.

—Está bien, Karl. Me he despertado solo.

Karl se acercó a la ventana y contempló el patio casi sumido en una completa oscuridad. De repente recordó al viejo Busch, trabajando allí con su escoba.

—¿Dónde habrán ido a parar las tres hebras? —preguntó en voz baja.

—¿Qué hebras, Karl?

—Las tres hebras de la suerte, las que me hizo arrancar el día que fui a ver a Gollmer por primera vez. Podría volver a necesitarlas.

—¿Algo va mal?

—¡Todo! —exclamó Karl casi enfadado. Y luego, más tranquilo—: A partir de ahora conduciremos ambos el taxi, tú de noche y yo de día, o al revés, como desees. Ahora eres tú el que manda.

—Ya sabes que no se me da bien mandar, Karl —respondió Kalli Flau sereno, y haciendo una señal con la cabeza en dirección a la puerta, agregó—: ¿Lo sabe ella?

—No. No me apetece contárselo todavía. Me siento tan ridículo. ¡Taxista!

Kalli Flau tampoco se sintió ofendido en esta ocasión.

—No es un mal modo de ganarse la vida hoy en día, Karl. Me alegro de que lo tengamos. Al menos proporciona ganancias seguras.

De pronto, Karl Siebrecht se dio cuenta de lo que acababa de decir.

—¡Ay, Kalli, no te enfades conmigo! —exclamó—. Lo digo solo porque siempre tengo planes muy ambiciosos y esta vez se han quedado en nada, ¡en menos que nada! ¡No quería ofenderte, te lo juro!

—No me has ofendido, Karl. Pero ten cuidado cuando se lo digas a ella, no dejes que se note el desagrado que te produce conducir el taxi.

—Parece que le da bastante igual lo que yo haga.

—¡La verdad es que no tienes ni idea de lo que alegra y atemoriza a Rieke, Karl!

—¿Qué la alegra?

—Que te conviertas en taxista, por ejemplo. Y no debes echar a perder esa alegría.

—¿De veras? ¿Y qué la atemoriza?

—¡Pues tus grandes proyectos!

Karl Siebrecht se quedó pensando unos momentos.

—Pero ¿le gustaría que fuera siempre tan insignificante, sin ninguna perspectiva de progreso? —intervino al fin—. ¡En eso te equivocas con Rieke, Kalli! ¡Ella jamás me pondría traba alguna!

Ahora fue Kalli el que calló. Pero después preguntó, decidido:

—¿Y por qué crees que ha amueblado tan bien esta casa, por qué se alegra de que te conviertas en taxista? Por supuesto que nunca te pone trabas. Pero teme que vayas a algún sitio adonde no te pueda seguir. Aquí, en Eichendorffstrasse, ella forma parte de tu vida, creo que una vez le hablaste de una villa en Grunewald, y le diste un susto de muerte.

—Rieke es como una niña —comentó Karl, risueño—. La villa de Grunewald está a veinte años de distancia, y quizá no llegue nunca. Pero si llega, se acostumbrará a ella.

Su amigo calló nuevamente, en lucha consigo mismo, hasta que se decidió.

—Rieke no se acostumbrará a otra cosa, Karl. Ella pertenece a este lugar, al norte y al este de Berlín, en cualquier otro sitio será desgraciada.

—Eso no lo sabes. Si no hubiera ocurrido esta guerra, viviríamos en algún lugar del oeste, y ella se sentiría muy a gusto.

Kalli Flau respondió más acalorado:

—¿Hace cuántos años que conoces a Rieke, Karl? Diez, ¿verdad? ¿Y qué ha aprendido ella de ti? ¿Habla bien alemán? ¿Abre alguno de los libros que tú le recomiendas? ¿No sigue desayunando a escondidas en una esquina de la mesa de costura? ¿Y pretendes que se acostumbre a una villa en Grunewald?

—Tienes una pobre opinión de Rieke —repuso Karl Siebrecht, afectado.

—Que ¿tengo una pobre opinión de ella? —inquirió el amigo—. Tengo una opinión de ella cien veces mejor que la tuya. A mí Rieke me gusta tal y como es, a ti te gustaría que fuese distinta. ¿Has pensado en lo que le vas a hacer si te casas con ella, Karl? —Al fin se lo soltó, y en ese momento no lamentó haberlo dicho. Miraba a su amigo más bien furioso.

Este dijo asombrado:

—Quiero a Rieke, Kalli, ya te lo he dicho.

—Sí, me lo has dicho, y también me has dicho que es porque ella es tu patria. ¡Por eso te casas, porque ella te hace bien! Pero ¿has pensado alguna vez si le hará bien a ella?

—Rieke es feliz, debes reconocerlo, Kalli.

—Sí, ahora… pero ¿seguirá siéndolo en el futuro? ¿Nunca piensas en ello, Karl? Tú tienes grandes proyectos, quieres llegar lejos, imagina, ¿qué será entonces de Rieke? ¿La llevarás contigo a visitar a tus amigos elegantes? ¿Te avergonzarás de ella porque habla mal? ¿O la dejarás en casa y vivirás en solitario tu propia existencia? ¡Uno no se casa para eso, Karl!

—¡Yo no tengo amigos elegantes! —exclamó, irritado, Karl—. Solo os tengo a Rieke y a ti, y ahora tú arremetes contra mí…

—¡No digas disparates! —replicó Kalli Flau enfurecido—. Es igual que antes, en Hofjägerallee, cuando empezaste con los carros y querías imponerte a toda costa, los sentimientos de Rieke te dieron igual. ¡Ya te dije entonces lo que pensaba! Pero no has aprendido nada, Karl, lo que se dice nada. Solo sabes que ahora quieres casarte con Rieke porque te hace bien. Pero lo que surja de ello te importa un bledo. Te lo repito, ¡es una canallada! ¡No te cases con Rieke! Sin duda la convertirás en una desgraciada, y tú seguramente también…

—Escucha un momento, Kalli —comenzó a decir Karl, muy enfadado.

Pero antes de que pudiera seguir hablando, la puerta se abrió y Rieke Busch entró en la habitación. Al enumerar aquellas malas cualidades que Karl Siebrecht no había conseguido quitarle, Kalli Flau había olvidado una: Rieke Busch también escuchaba de vez en cuando detrás de la puerta, sin asomo de vergüenza. También ahora había escuchado a escondidas, y ni siquiera había tenido que pegar la oreja a la puerta, pues ambos discutían a voces.

De modo que entró. Estaba peligrosamente pálida, y en su frente siempre lisa se dibujaba una profunda arruga vertical de cólera.

—¡Cierra el pico, Karl! —le espetó—. ¡Lo qu’aya que decir a Kalli, se lo diré yo! —Y se volvió hacia Kalli, que la miraba en silencio, pero sin turbación, y estalló la tormenta—. ¡Conqu’eso eres, Kalli, un mal amigo, eso es lo qu’eres! Así que no tie que casarse conmigo… ¿Por qué, si pue saberse? ¿Porque estás preocupao por mí? ¡Y un cuerno! ¡Porque el que se quie casar conmigo eres tú, por eso no tie que casarse conmigo! Esa es la pura verdá, Karl, eso es lo qu’él quiere. ¡Tenías que haberle contao primero a Karl, listillo, que habíamos quedao en casarnos por Navidá si él no volvía! Y sabe Dios que solo te di mi promesa por lo pesao que te pusiste, pa que hubiera paz en esta casa.

—Alto ahí, Rieke —dijo Kalli—, no olvides todo lo que quieras replicarme ahora, pero primero reconoce que la noche que llegó Karl me hiciste prometer solemnemente que no le contaría una palabra de nuestros planes de boda. Si no, se lo habría revelado hace mucho tiempo. Bastante me ha mortificado ya.

—Bueno, vale, eso es verdá… ¿He dicho yo lo contrario? Lo qu’e dicho es que te querías casar conmigo, y como eso se queó en na, has empezao a hablarle a Karl en contra de la boda. ¡Tú estás celoso, y punto!

—No, no, Rieke —replicó Karl, apaciguador—. Eso tampoco es así. Yo creo que a Kalli tu felicidad lo preocupa de verdad. Puede que tenga razón, quizá soy egoísta, y tú eres desgraciada conmigo…

—¿Y qué l’importa eso a él? —gritó Rieke, rabiosa—. ¡Que sea feliz o desgraciá contigo es asunto mío, y solo mío! ¡Ahí no dejo que se metan ni mis mejores amigos! Prefiero ser diez veces desgraciá contigo que una vez feliz con él! Adelante, conviértete en un triunfador, déjame metía en casa… To eso me paíce bien. ¡Ahora eres mío, ahora te tengo y lo que venga después no me tumbará! ¡Me importa un huevo!

Y dicho esto, Rieke se arrojó de pronto, sollozando, en los brazos de Karl, que la apretó fuerte, muy fuerte contra él, conmovido e impresionado. Por encima de la cabeza de la joven llorosa se encontraron las miradas de los dos amigos: la de Karl Siebrecht, clara, un punto risueña y avergonzada; la de Kalli Flau, imperturbable, seria y de advertencia.

Luego Kalli dijo:

—Bueno, adiós, tengo que salir con el taxi.

Y se marchó, despidiéndose con una ligera inclinación de cabeza.