Capítulo 64

Entonces volveremos a vernos

Ya solo le quedaba una posibilidad, la última de todas. Era verdad que siempre había rechazado la ayuda de ese hombre, al final incluso había llegado a una especie de pacto con él: no permitir jamás que lo ayudase. ¿Y qué?

Kalli Flau no era un hombre locuaz, él nunca contaba nada por propia iniciativa. Pero poco a poco Karl Siebrecht fue haciéndose una idea de los trayectos nocturnos del taxista, y comprendió por qué su amigo regresaba tan sombrío y desanimado por la mañana.

No era un mal negocio, daba dinero, a veces mucho. Pero llevar a borrachos de un cabaré a otro no era un buen negocio. Proporcionar a estraperlistas direcciones de clubes en los que podían jugarse el dinero que habían acaparado con los alimentos, ser un sofá ambulante para parejitas borrachas, trasladar a otras parejitas borrachas a casas de citas infames… Así había acabado ganándose la vida Kalli Flau. Así se la ganaría él, si no encontraba otra cosa.

Volvió, pues, a subir las escaleras hacia el piso de Kurfürstenstrasse. Las alfombras ya no cubrían los peldaños, el mármol estaba sucio. Ningún portero dividía a los visitantes en dos grupos: señores y criados. Le abrió una muchacha insegura.

—¿El capitán de caballería…, se refiere al señor Von Senden? Bueno, no sé… —Y dirigiendo una mirada de disculpa a su alrededor—: Es que nos mudamos.

Eso parecía a juzgar por el aspecto de la vivienda cuando guio por ella a Karl Siebrecht. Una vivienda preparada para la partida, una vivienda con el contenido a medio empaquetar, caótica e incómoda, una vivienda de la que se huía…

El señor Von Senden no se sorprendió.

—Me pillas por los pelos, Karl. Me alegro. ¿También has regresado sano y salvo? Quizá hubiera sido preferible quedarse fuera, ¿o te gusta la patria?

—No, ya no, señor capitán de caballería, eso ha pasado a la historia.

—Por cierto, fui ascendido durante la guerra, pero ahora todo eso carece de importancia. ¿Y tú qué haces, Karl?

—Busco trabajo, cualquier cosa.

—¿Trabajo? Pensaba que había trabajo de sobra en esta tienda. Pero ciertamente, trabajo que tenga un sentido, que no se acabe enseguida…, en eso no puedo aconsejarte, Karl. ¿O sabes tú de algo?

Miró pensativo al joven. Había encanecido por completo, el rostro delgado estaba surcado por largas arrugas de amargura. Ya no quedaba el menor vestigio de su antigua petulancia, ni mucho menos de sus calcetines de seda.

—¿Te digo una cosa? Acompáñame, quiero comprar algo en Baviera, donde pueda vivir en paz lejos del mundanal ruido…, alguna finca. Aquí estoy vendiéndolo todo, es decir, mi cuñado, Kalubrigkeit, lo hace por mí. ¡Él es hábil, estos son tiempos propicios para él! ¿Qué me dices? ¿Quieres convertirte en mi administrador o en mi criado? Yo todavía no tengo ni idea. Podemos labrar juntos, tú con una yunta y yo con otra. ¡Eso al menos aún tendría sentido!

—Me caso dentro de unos días, señor capitán de caballería…, señor Von Senden —se corrigió Karl en voz baja.

—¿De veras? ¿Y tiene sentido eso? ¿En estos tiempos? Traer hijos al mundo… ¿para que lleven esta vida? Creo que sobramos ya veinte millones. En fin, tú eres joven. Cásate, trabaja, ¡conmigo que no cuenten! —Miró un momento a su visitante, el fuego ardía en sus ojos oscuros—. Tú también te has llevado lo tuyo, por lo que veo. ¿Hasta dónde llegaste en la guerra? ¿A suboficial nada más? Yo pensaba que alguien como tú llegaría lejos.

—Pasé tres años como prisionero de guerra.

—¡Ah! En fin, ahora todos somos prisioneros de la paz. Pero conmigo que no cuenten. ¿Qué piensas hacer tú?

—Seguramente me haré taxista.

—¿Por qué pones esa cara? Ser taxista es mil veces mejor que ser un particular inútil. Ah, ya, piensas que eso no es nada porque no ofrece posibilidades de progresar, ¿verdad? Ya reconocerás tu momento. Cuando veas tu oportunidad y necesites dinero, no dudes en dirigirte a mí. Me localizarás siempre a través de la antigua dirección.

—No —contestó despacio Karl—. No creo que pueda usted hacer nada por mí. Me haré taxista.

—¿Y si comprases diez o doce taxis? —propuso el capitán de caballería—. Yo podría proporcionarte el dinero.

—No —contestó Karl—. Eso no es para mí. Ganar dinero sencillamente por ser dueño de los taxis no me divertiría nada. Cuando vine a verlo pensaba que tal vez supiera usted algo, no de trabajo, sino acerca de cómo van a continuar las cosas…

—¿Acaso soy Dios? —exclamó el señor Von Senden—. Ay, él ni siquiera lo sabe, y tampoco tiene ni idea de cómo continuará todo esto… Ahora hasta él tiene que fiarse de los humanos, pero te diré una cosa, Karl. Aún hay personas, gentes de carne y hueso, que conocen el camino. Y si no lo saben, lo intuyen. ¡Saldremos adelante, y entonces volveremos a vernos!

—Sí, nos veremos entonces, señor capitán de caballería —contestó Karl Siebrecht, y esta vez el señor Von Senden no puso la menor objeción al tratamiento.