En busca del pasado
En esas últimas semanas de 1919, que concluía gris y lluvioso, Karl recorrió numerosos trayectos, animado por la esperanza de reanudar la empresa que un día, siendo muy joven, había puesto en marcha. Había ido de estación en estación, había visitado como antes las entregas de equipaje en busca de las viejas caras. No podían haber desaparecido todos… No, no habían desaparecido. A veces un hombre de chaqueta verde se sorprendía y sonreía un instante.
—¿Es usté, señor Siebrecht? Vaya, ¿ha vuelto sano y salvo a casa? Me alegro.
Se estrechaban las manos, pero enseguida la faz del otro se nublaba.
—No querrá usté volver a empezar con los antiguos portes, ¿verdá? ¡No se meta usté en ese fregao! Entre en nuestro depósito de equipajes y verá que lo que hay allí se reparte en un solo viaje.
—Eso cambiará. Cuando se restablezca la confianza…
—¿Confianza? ¿En qué? ¿En el Gobierno? ¿En el dólar? ¿En los aliados? Nooo, señor Siebrecht, quíteselo de la cabeza, esos tiempos no volverán jamás. Sí, hay un par que toavía reparten, ¡de ciento a viento! Si no tien na mejor que hacer. ¡Pue usté hablar con los cocheros del transporte de inválidos, si le dicen otra cosa, me como la gorra!
No, los cocheros también le contaron lo mismo. Eran verdaderos transportes de inválidos, y a Karl Siebrecht esa gente no le pareció digna de confianza como para confiarles las maletas.
Beese, el mozo de equipaje al que Karl habló del asunto, meneó su triste cabeza de cazoleta de pipa con gesto adusto.
—En eso tiene razón, señor Siebrecht. Fíjese en la maleta que traigo.
Se habían encontrado en los andenes de la estación de Stettin, y se habían reconocido en el acto. El señor Beese portaba una preciosa maleta de cuero muy pesada.
—Bonita maleta —dijo Karl—. ¿Qué pasa con ella?
—Es la única maleta que merece la pena cargar —informó Beese—. ¡Porque es extranjera! Sin embargo, usted nunca verá algo así, viene en coche y se va en coche. De aquí no sacará ni un céntimo. ¡Así son las cosas!
Karl contempló, pensativo, al señor Beese.
—Usted al menos no ha cambiado un ápice, señor Beese —dijo, y era cierto: la verdad es que era imposible tener un aspecto más triste del que tenía el señor Beese antes de la guerra.
—¡Qué cosas dice! —exclamó el señor Beese esbozando una sonrisa; una sonrisa raquítica, lastimosa, pero sonrisa al fin y al cabo. Se quitó la gorra—. ¡Vea esto!
Sí, era imposible pasarlo por alto: una cicatriz ancha y roja como el fuego atravesaba el cráneo liso y redondo del señor Beese.
—¿Un fragmento de granada? —preguntó Karl con conocimiento de causa.
El señor Beese se limitó a asentir con la cabeza.
—Douaumont —precisó.
—Bueno, pues entonces eche otro vistazo a esto, señor Beese —le rogó él, quitándose su blando sombrero flexible. Tuvo que doblar mucho las rodillas, porque el señor Beese era un hombre bajo—. Toque tranquilamente por debajo del pelo. Es casi igual que la suya… ¡Verdún!
Y así, palpándose mutuamente sus cicatrices, olvidaron la estación de Stettin y el transporte de equipajes que se estaba yendo al garete. Se contaron dónde habían sufrido las heridas, cuánto tiempo estuvieron hospitalizados y lo que aún recordaban de aquello, hasta que el señor Beese fue descubierto por un sueco que echaba espumarajos de rabia porque su tren acababa de partir.
Poco a poco, Karl Siebrecht fue comprendiendo que Kalli se hubiera dedicado al taxi. A pesar de todo, no vaciló en encaminarse hacia la dirección del ferrocarril. ¡El caos actual debía de ser un martirio para el ordenado señor Kunze!
Pero el consejero Kunze ya no formaba parte de la dirección. ¡Se había jubilado! Siebrecht encontró a su antiguo protector en una vivienda pequeña y sombría, en una gélida habitación tapizada desde cuya ventana se contemplaba una calle oscura y fría.
El estado de ánimo del señor Kunze también era sombrío y frío.
—Sí, querido —le relató—, me jubilaron, es decir, me destituyeron. Yo habría podido seguir trabajando diez o veinte años todavía, pero la gente como yo ya no es necesaria.
Karl Siebrecht meditó unos instantes, luego comentó que quizá fuera muy conveniente que el señor Kunze se hubiera jubilado. Y antes de que al consejero le diera tiempo a encolerizarse, le explicó que en un transporte de equipajes a gran escala se necesitaría imperiosamente un experto como enlace con la dirección. Cuando siguió desarrollando su plan, la frialdad del otro se caldeó un poco. Volvía a tener un trabajo en perspectiva. Pero el fuego se apagó antes de haber prendido de verdad.
El señor Kunze meneó la cabeza.
—¡Mi querido Siebrecht, todo eso son fantasías! ¡Nunca se harán realidad! ¿En qué estado cree usted que se halla el ferrocarril? ¡Todo el material rodante es de desecho! Y lo poquito que aún sirve tenemos que entregarlo a los aliados: las locomotoras, los vagones. ¡Berlín no se recuperará ni en cincuenta años! No, dedíquese a vender cordones de zapatos o cigarrillos americanos, ¡con eso conseguirá algo! Pero ¿trabajar…? ¡Míreme a mí! Me paso diez horas al día contemplando la calle. ¡Ese es mi trabajo, el más duro de toda mi vida!
Dicho esto, tendió la mano a su antiguo protegido, abochornado por haber dejado traslucir su desesperación.
Siebrecht ya había pasado alguna que otra vez ante la amplia tienda de Unter den Linden, tras cuyos escaparates, igual que antes de la guerra, los automóviles despedían un brillo atractivo de níquel y esmalte. No se había acercado. Ese era su último recurso, no quería acudir allí hasta que pudiera plantear propuestas concretas. Pero se aproximó a la tienda, ¿adónde iba a ir si no?
Los vehículos estaban en los escaparates como antes de la guerra, pero ya no llevaban nombres alemanes, sino franceses, ingleses, americanos. ¡Berlín era la ciudad de los extranjeros, igual que Alemania era el país de los aliados! Hasta el pequeño rótulo de la puerta había cambiado. Seguía ostentando aún el nombre de Ernst Gollmer, pero se había añadido un «& Cía.», y debajo se leía «S. L.». Karl Siebrecht entró. La tienda estaba concurrida; mejor dicho, muy concurrida. Por todas partes había grupos de personas alrededor de los coches, justo el tipo de gente que Karl Siebrecht aborrecía, peces gordos con bonitos abrigos ingleses de cuyos bolsillos sacaban las manos a disgusto, hombres de mirada dura. En un coche tapizado en cuero rojo se sentaba una criatura de sexo femenino, emperifollada y maquillada en exceso. Giraba el volante como lo habría hecho un mono, mientras profería gritos agudos y estridentes que debían significar algo, pues cuatro hombres escuchaban sus chillidos de papagayo con sincera devoción.
Karl escudriñó a su alrededor: el gerente de las patillas ya no estaba. Se dirigió, pues, a un caballero vestido de chaqué sentado detrás de un pupitre, y preguntó por el señor Gollmer, al que dijo conocer personalmente…
El del chaqué lo miró fijamente; Karl Siebrecht se percató de que lo evaluaba como posible comprador de un coche. Después, el del chaqué negó con la cabeza: no, el señor Gollmer no estaba…
Karl Siebrecht se dirigió vacilante a la salida. Un vendedor pasó a su lado. Sus ojos se cruzaron y se reconocieron: se detuvieron de golpe.
—¿Qué tal, tiburón? —preguntó Hans Tischendorf, con el mismo tono de la estación de Stettin, esbozando una abierta sonrisa—. ¿Qué haces aquí, con nosotros? Comprar un coche, ¿eh? Te recomiendo ese Packard de ahí detrás, cuesta una bagatela, apenas cuatro mil dólares… —Y rio.
Aún tenía la cara pálida como el queso, y ojos inquietos de ratón, pero los granos habían desaparecido, y el ratón había adquirido mucha seguridad en sí mismo. Sin duda Tischendorf había tenido éxito, y tampoco tenía aspecto de haber ido al frente. Vestía traje oscuro de discreta raya diplomática y camisa de seda cruda.
—¿Quieres volver a comprar camiones? —continuó Hans Tischendorf—. He visto por casualidad que en su día fuiste un buen cliente. Pero el negocio del transporte se ha acabado. ¡Hoy lo que se impone es el comercio, querido, el comercio puro y duro! Al trabajar se pone dinero, al comerciar hay que ganar, aunque solo sea por la depreciación del marco. —Observó a su antiguo enemigo—. Esta tienda es para mí un trabajo secundario —informó con tono de indiferencia—. Tengo mi propia empresa en Wallstrasse. Coches usados, ¿entiendes? Si vienes a verla, te enseñaré algo. Hoy se pueden comprar coches usados a un precio asombrosamente barato. Procedentes del ejército, ¿comprendes? Como es lógico, no hay que ser puntilloso con los papeles, y los vehículos hay que pintarlos, pero por cien marcos se puede adquirir un montón de pintura, ¿no crees? —Volvió a reír—. ¡Dime solamente qué necesitas, Siebrecht! Te lo conseguiré. Por así decirlo, puedes escoger el coche en la calle y una semana más tarde lo tendrás. Eso son negocios, ¿eh?
—Así que continúas en el antiguo ramo, igual que en la estación de Stettin, donde a veces distraías maletas, ¿verdad, Tischendorf? —replicó Karl con frialdad.
El otro dejó de reír. Su rostro adoptó al instante la antigua expresión de cobardía y descaro.
—¿Dónde puedo ver al señor Gollmer?
—¿Al viejo? ¡Ni idea! No lo he visto jamás, no lo conozco. Nunca viene por aquí. Creo que ya no es más que un socio capitalista, suponiendo que aún siga en la empresa.
—Gracias —contestó Karl.
—Oye, Siebrecht, tú entiendes una broma, ¿verdad? Porque lo de hace un momento ha sido una simple broma, lo comprendes, ¿no? Como es lógico, soy un simple empleado, solo deseaba presumir un poco delante de ti.
—Buenos días —saludó Siebrecht antes de marcharse.
Había intentado un par de veces telefonear a la villa de Grunewald, pero no había conseguido comunicarse. Se dirigió allí. Todas las persianas estaban bajadas, la villa deshabitada. Permaneció un rato junto a la reja, contemplando el jardín. Los senderos estaban cubiertos de hojas secas, y en un parterre se veía una pala abandonada. Tras una breve ojeada, saltó la baja puerta de entrada. Caminó a buen paso alrededor de la vivienda. Ahí estaban las espalderas que un día memorable había tratado contra los pulgones. Allí detrás, el cobertizo con los aperos de jardín. Caminó despacio hacia el cenador, en el que en cierta ocasión había tomado café, y en otra ponche con los Gollmer. Tras sentarse en el húmedo banco de madera, se quedó mirando abstraído. Recordó el Tiergarten, el bolso, la foto rota. ¿Qué habría sido del caballero del chirlo? ¿Habría caído como tantos o se habrían casado los dos? ¿Echaría ahora ella sus rizos hacia atrás para él, reiría para él? Sacó su cartera, tomó una nota y escribió: «Me hubiera gustado hablar con ustedes. Atentamente, Siebrecht». Vaciló un instante, de pronto no estaba del todo seguro de que recordasen su nombre al cabo de cinco años. Así que añadió su empresa al pie: «Compañía Berlinesa de Transporte de Equipajes Siebrecht & Flau», una empresa muerta. Así eran las cosas en la actualidad: había que recurrir a lo muerto para explicar lo vivo. Subió la escalera que conducía a la villa con la nota en la mano. Pero cuando ya había levantado la trampilla del buzón, cambió de idea. La dejó caer —resonó un sonido hueco desde la casa deshabitada— y arrugó la nota. Era absurdo. Imposible devolver la vida a un muerto. Sencillamente, todo había terminado.