Capítulo 62

Preparativos de boda

Cuando despertó, la máquina ya no funcionaba; en cambio, dos voces hablaban en voz baja. Todavía estaba completamente oscuro, en el cuarto de costura no había ninguna luz encendida. La voz masculina dijo:

—¡Eso no puede salir bien!

La chica contestó:

—Sí que saldrá bien, lo presiento.

El hombre repitió:

—Él no te pega nada.

La chica rio.

—¡Lo que no pega, se arregla! Yo lo quiero, Kalli, tú siempre lo has sabío.

Karl Siebrecht preguntó muerto de sueño:

—¿De quién estáis hablando? ¿De mí?

Durante un momento en el cuarto oscuro reinó el silencio, después Rieke preguntó:

¿T’emos despertao, Karl? ¡Lo siento en el alma, con lo a gusto que dormías!

—¡Pero si es Kalli! —exclamó Karl, cada vez más despabilado—. ¡Kalli, viejo amigo, ¿por qué no vienes y chocas esos cinco?! ¿Por qué no habéis encendido la luz?

—Seguro que vuelven a estar en huelga —explicó Rieke—. Espera, traeré una vela pa que podáis veros cuando os deis los buenos días después de tanto tiempo. Ya es de día, Karl, has estao sobando toa la noche, y el vestío rojo está terminao.

Tras estas palabras, la joven salió tanteando de la oscura habitación. Pero Karl notó cómo una mano buscaba la suya. La estrechó.

—Me alegro, Karl —dijo Kalli Flau—. Me alegro muchísimo. Yo perdí hace mucho toda esperanza, y resulta que Rieke tenía razón con sus presentimientos.

—¿Lo ves? ¡Rieke siempre tiene razón! Anda, ven y siéntate a mi lado en el sofá. Estoy de maravilla aquí tumbado, y muy calentito. ¿Así que piensas que no pego con Rieke? —Y antes de que Kalli concluyera su tímido carraspeo, Karl Siebrecht continuó—: Pero Rieke es la patria, y a la patria hay que amarla. También debió de pasarte lo mismo a ti cuando volviste de la guerra.

Nuevo carraspeo de Kalli.

—En fin, Kalli, en tu caso todo es diferente —dijo Siebrecht con una risa ruidosa—. Conozco a Rieke desde mucho, mucho más tiempo que tú.

—Dos o tres meses —replicó Kalli Flau, seco.

—No me digas, ¿de veras que no es más? —comentó, asombrado, Karl—. Yo pensaba que debían de ser años y años. En cualquier caso, la relación entre Rieke y yo es completamente distinta. Vosotros sois buenos amigos, más hermano y hermana… —Durante un instante se sintió desconcertado. Lo asaltó un vago recuerdo, como si un día hubiera dicho lo mismo de Rieke y él. Como si también lo hubiera vivido así durante el período anterior a la guerra… Pero se sacudió de encima esa sensación y el recuerdo desapareció. Había vuelto a casa, y Rieke era la patria—. No, Kalli —añadió—. Nos queremos de verdad, como enamorados. Todo saldrá bien.

Kalli no contestó, quizá porque no sabía qué más objeciones poner, quizá también porque Rieke venía ya con la vela. Los dos amigos no volvieron a hablar del tema excepto en una ocasión, poco antes de la boda, que se celebró a comienzos de enero de 1920.

Pero entretanto acontecieron muchas cosas. La que más trabajó y con resultados visibles, fue Rieke. Siguiendo sus indicaciones, la oscura cueva de Eichendorffstrasse se transformó en una vivienda casi luminosa, limpia. Resultó que Rieke, como tantos de su contemporáneos, había acaparado divisas, y el embrujo de ese dinero extraño sacó a la luz a artesanos que en realidad hacía mucho que ya no trabajaban, y mercancías que ya no existían desde hacía cuatro o cinco años. Repararon el entarimado y, al igual que las puertas y el zócalo, pintaron con la pintura al óleo más bonita, pegaron el papel pintado, arreglaron los marcos de las ventanas, completaron los cristales, cambiaron de sitio las estufas. Rieke incluso obró el milagro de convertir la oscura habitación que antaño había utilizado el viejo Busch en un auténtico cuarto de baño, lo que rechazaron todas las casas vecinas tildándolo de puro orgullo.

—Eso es pa los de Kurfürstendamm, no pa gente como nosotros.

Luego vino la mudanza de las mercancías. Llegaron muebles nuevos, camas, incluso alfombras. El cuarto de costura se trasladó fuera, a la tienda que no se utilizaba, transformándose en cuarto de estar. Y la habitación donde antes habían dormido ambos jóvenes se convirtió en la alcoba del joven matrimonio. Kalli Flau se mudó a la parte trasera; ahora su habitación daba al oscuro patio. Allí había dormido antes Rieke con la pequeña Tilda, y no renovaron casi nada, pues el ímpetu de Rieke se detuvo al terminarse sus divisas.

—Esto vendrá más tarde, Kalli —dijo con voz consoladora.

¿Quiso castigar al amigo leal? ¡Era demasiado feliz como para eso! Pero como toda la gente feliz, era desconsiderada, no pensaba que a él su felicidad le causaba dolor. En esas semanas, Kalli Flau tuvo diversos motivos para establecer una comparación entre la chica triste y apática que esperaba con temor la boda con él y la mujer joven y enérgica, rebosante de alegría de vivir, que esperaba con impaciencia el día de su unión con Karl. Sin duda, estableció comparaciones. Pero estas no lo convencieron de que Karl Siebrecht fuera el hombre adecuado para Rieke Busch, por mucho que se lo pareciera. Kalli, sin embargo, nunca volvió a hablar de ese asunto con ella. Siguió tratándola con la misma amabilidad, jamás mencionó que en realidad esas divisas le pertenecían, que las había ahorrado para su propia boda.

Karl Siebrecht presenciaba risueño y satisfecho el diligente gobierno del hogar de su Rieke. Solo intervino en un par de ocasiones, cuando ella compró una lámpara de techo de cristal rojo para su dormitorio y un bonito cuadro para colgarlo encima de la cama. En ese cuadro, unos angelotes dejaban caer una lluvia de rosas sobre una dama parcamente vestida que se revolcaba voluptuosa sobre un colchón de flores.

No hubo la menor disputa por ello.

—¿Que no te gusta? —preguntó, atónita, Rieke—. Pues el tío de los cuadros me dijo que toa la gente fina de verdá cuelga uno d’estos encima de la cama. Vale, intenta conseguir algo mejor.

Y cuando él se presentó con un cuadro de flores, ella comentó asombrada:

—¿Te gusta más este? ¡No me cabe en la cabeza! Las flores pues ponerlas en un jarrón, pa eso no necesitas ningún pintor. Pero ángeles y una diosa… En fin, haz lo que quieras; además, el polvo se limpia mejor en ese marco liso qu’en el otro, que tenía demasiaos adornos doraos.

No, ni la menor discusión por este tipo de cuestiones, todo iba como la seda. Karl dejaba la organización en manos de Rieke, sin preocuparse lo más mínimo por el origen de las divisas, ni por el mal instalado Kalli Flau, ni por Tilda, desterrada en el campo. Los dibujos de las alfombras y el papel pintado se le antojaban espantosos, pero le daba igual, y ni siquiera pensaba por qué le resultaba tan indiferente la decoración de su futuro hogar. En esas semanas se movió mucho por la ciudad, hablando y escuchando en estaciones, oficinas y alguna que otra vivienda. Poco a poco se fue depositando sobre él, cada vez más poderoso y opresivo, el siniestro, el desesperado estado de ánimo de esa ciudad en la que todo el mundo, activo o apático, solo parecía esperar el cataclismo final.

Karl Siebrecht había regresado libre de su cautiverio de guerra. Había sanado de una larga y grave enfermedad, ya no sufría ninguna opresión, la guerra había concluido. Creía que podría volver a trabajar, construir algo nuevo. Pero ahora tenía que escuchar que nadie creía ya en construir. Todo se va a pique, decían. ¿Para qué trabajar? Y se cruzaban de brazos o se dedicaban al estraperlo, dependiendo de sus inclinaciones. Pero cuando él llegaba cansado y desconsolado, después de pasear en vano, en casa le esperaba Rieke, más llena de vida que nunca, más animosa, feliz y radiante que antes. Ella corría a sus brazos, lo llevaba con ella, le enseñaba esto o aquello. Sobre todo Berlín se cernía un asfixiante velo gris, pero allí, en las estancias de Eichendorffstrasse, lucía el sol, era la morada de la felicidad, allí reían y construían algo.

—Ay, Rieke —le decía él, riendo—, ¿por qué has escogido unas sillas con una patas tan retorcidas? ¿Te gustaría tener las piernas tan torcidas?

—¡Pero Karl! —exclamaba ella, jubilosa—. Esto precisamente es lo fino. Siéntate encima pa probar. Así, y ahora rodea con tus piernas las patas de la silla, a mí m’encanta hacerlo. ¿No notas na? Es increíble, te sientes igual que un mono subío a un árbol. ¡Podrías trepar directamente por estos chismes!

Y él se sometía riendo. A lo largo de esas semanas, Karl Siebrecht, el repatriado, ejerció de educador menos que en toda su vida.