Capítulo 61

Se termina de coser el vestido rojo

Una hora después se sentaron juntos en el cuarto de costura. Tras las primeras preguntas y relatos apresurados, el asombro por la felicidad inesperada embargaba a ambos. Karl jugueteaba pensativo con la mano de ella, juntaba los dedos y volvía a separarlos, con ternura.

—¿Cómo ha sucedido todo esto? Rieke, ¿lo pensaste alguna vez antes?

Y ella, como siempre, con absoluta franqueza responde:

—¿Sabes, Karl? Yo siempre t’e querío… desde el principio. En cuanto te vi sentao en el tren, m’enamoré de ti.

Ninguna voz lo avisaba, él no tenía la menor sensación de peligro. Ahora era la patria la que le hablaba por boca de ella.

—¿Qué dirá Kalli de esto? —preguntó, pensativo.

—¡Ah, él! —repuso, ruborizándose un poco—. Él siempre ha sabío que te quería —reflexionó—. ¿Sabes, Karl?, preferiría contarle lo nuestro yo misma.

—¿Cuándo llegará?

—Suele venir a las cuatro o cinco de la mañana. A veces más tarde toavía. Según le vayan las carreras.

—¡Mira que conducir un taxi! ¿De verdad no se pudo hacer nada con los equipajes?

—¡Claro que no, Karl! A veces los del ferrocarril hacen huelga, y otras to el tráfico de personas se interrumpe durante tres semanas por culpa del carbón y las patatas. Y el viajero carga solito con su equipaje. ¡No, Karl, el transporte de equipajes s’acabó!

—Eso ya lo veremos —dijo Karl—. Mañana mismo preguntaré en las estaciones. Y después iré a la dirección del ferrocarril y visitaré al señor Gollmer. ¿Has vuelto a saber algo del señor Gollmer?

—Ese es el de los coches, ¿verdá? No, Karl, y además, ¿pá qué? Kalli compró a un viejo chofer su taxi junto con la licencia. Eso toavía lo hizo con nuestro dinero, con lo que nos devolvieron por la entrega de los canarios. La mayor parte del dinero fue pal señor Gollmer, pero una pequeña parte nos pertenecía. ¿Ves? Ahora nos pertenecen dos tercios del taxi, y nos fusionaremos los dos, ¿verdá, Karl? —Durante un instante apoyó con ternura la cabeza en el hombro masculino—. Siempre pienso que te repartirás el taxi con Kalli. Uno conducirá de día; el otro, de noche.

—Ay, no, Rieke, no creo que lo de taxista sea lo mío. Estoy seguro de que volveré a poner en marcha algo grande.

—¿Toavía quies conquistar Berlín, Karl, t’acuerdas? —Ella rio—. Berlín s’a quedao en na, Karl, s’a convertío en una ciudá de estraperlistas y putas. Ya no vale la pena conquistarla.

—Eso ya lo veremos —insistió él—. Tres millones de personas no pueden ser estraperlistas. Volveré a empezar, Rieke, te lo aseguro. Ahora más que nunca, precisamente ahora que hemos perdido la guerra. Algún día viviremos en una villa en Grunewald.

—¡Calla, por Dios, no digas esas cosas! —exclamó ella, asustada de veras—. ¿Qu’iba a hacer yo en una villa, seguramente con una criá elegante con delantal blanco? Me daría miedo. M’alegro de tener esta vivienda. Ahora m’e acostumbrao a Eichendorffstrasse, antes me gustaba más Wiesenstrasse.

—Y también te acostumbrarás a otra vivienda, y por último a la villa en Grunewald. —Karl miró a su alrededor—. No, Rieke, tenemos que salir de aquí, y cuanto antes mejor. Mira qué aspecto tiene todo: el papel pintado, la tarima, las ventanas. ¡Esto ya no es una casa, es una cueva! Verdaderamente, se nota que ha habido guerra.

Ella también miró a su alrededor. Por primera vez desde hacía años contemplaba con verdadero interés el espacio en el que transcurría su existencia, vio la decadencia y la suciedad, y se avergonzó.

—Habéis vuelto a comer en la mesa de costura sin mantel —constató implacable—. ¡Todo eso cambiará a partir de ahora!

—¡Ya era hora de que volvieras, Karl! —reconoció, contrita—. M’e abandonao mucho en los últimos tiempos. Kalli no paraba de decírmelo. No es culpa de Kalli, ¿entiendes? Y por eso también quería… —Se interrumpió.

—Bien, ¿y qué quería Kalli?

Pero ella, en lugar de contárselo, cambió de conversación.

—¿Ves ese vestío rojo encima de la máquina de coser? —preguntó—. Tenía que estar terminado desde hace cuatro semanas. Esta noche m’a insistío pa que lo termine. Y mira, ahí sigue toavía. —Volvió a apoyar la cabeza en su hombro—. ¡Pero has vuelto, Karl! ¡Hoy hasta Kalli me disculpará!

Durante un instante él aceptó sus muestras de ternura, después se incorporó con firmeza.

—¿Sabes una cosa, Rieke? Termina de coser el vestido, ahora mismo, esta noche. Como señal de que las cosas cambiarán.

Ella se sentía un poco decepcionada.

—¿Ahora que estamos tan a gusto, Karl? ¡Podría quedarme sentada así pa siempre!

—Es que además me gustaría volver a oír funcionar la máquina de coser —dijo él persuasivo—. Ya te he contado que esa máquina volvió a despertarme. Hazla funcionar, quizá esta vez me duerma mientras tanto. He pasado cuatro días y noches en el tren, de repente lo noto. Estoy muerto de sueño. ¡Cose el vestido rojo, Rieke!

—¡Ahora mismo, Karl! Anda, túmbate bien cómodo en el sofá. Espera, te traeré una manta. Y echaré unos peazos de carbón comprimío a la estufa, pa que tengas algo de calor. Son los últimos, pero a lo mejor Kalli trae algunas moneas extranjeras…, entonces el tipo del carbón seguro que encuentra en su sótano algo que quemar. ¡To es d’estraperlo, Karl! ¿Estás a gusto? Pues buenas noches, que duermas bien. Dame otro beso, anda. ¡Pero uno de verdá, no tan frío! ¡Ah, este ha estao mejor! ¡Caray, Karl, mira que ser tu verdaera novia! Siempre lo esperé, pero nunca lo creí. ¿Cuándo nos casaremos?

—Pronto, muy pronto —contestó, adormilado—. Quizá en Navidad, ¿qué te parece?

—¡Nooo, en Navidad no! —negó deprisa—. ¿Qué te parece recién pasao Año Nuevo?

—Bien, Rieke. Entonces empezaremos el año nuevo como es debido. Y ahora haz que la máquina de coser vuele y traquetee, vuele y traquetee… ¡Qué bien suena! Ahora sí que estoy en casa. ¡Termina el vestido rojo, Rieke, termínalo esta misma noche!

La máquina de coser volaba y traqueteaba, ella cosía. Él no había reparado en que Rieke también estaba muerta de sueño, y ella tampoco lo había pensado. Karl empezó exactamente donde lo había dejado: como educador y espoleador, y ella se subordinó a él con más docilidad que antes, ya que ahora podía amarlo. Ambos pensaban que lo suyo saldría bien.