Capítulo 60

El prisionero de guerra

El tren gime, suspira, rechina y traquetea en medio del viento invernal. Tras cada parada reanuda la marcha con esfuerzo, como si su energía se hubiera agotado definitivamente.

El viento invernal silba por el pasillo del tren en marcha, muchos cristales están rotos, pero el hombre no se aparta de su puesto de observación, en el que sin embargo no ve nada. Le asquea regresar a su compartimento, hablar exclusivamente de política igual que desde hace horas, de independientes y comunistas, del tratado de paz, de acaparadores de alimentos, de estraperlistas, de Scheidemann y Noske… Él no sabe nada de esas cosas, ni desea saberlo. Él, Karl Siebrecht, se imaginaba diferente su retorno a la patria. Ahora todo es gris, oscuro, desolador. Oye sus gritos e insultos hasta en el pasillo. Son náufragos, están en el agua, y con sus últimas fuerzas cada uno culpa al otro del naufragio. Le dan asco.

Se pasa la mano por la cabeza. La cicatriz le escuece y le da más punzadas que nunca. Karl se imaginaba diferente su regreso, a pesar de haberse enterado de que habían perdido la guerra. Durante los últimos tiempos, siempre que había pensado en la patria, desde que recuperó el juicio, se la había imaginado parecida a la que había abandonado en el verano de 1914: llena de fuerza y alegría, limpia y ordenada, una tierra en la que se podía confiar. Y ahora, ¿cómo la encontraba? Sucia y desmoralizada, llorosa y desesperada, cada segundo a punto de atascarse; se parecía a ese tren que lo llevaba hacia una oscuridad cada vez más profunda.

¡Pero de pronto aparecen luces, muchas luces en la noche! El tren aumenta la velocidad, como si presintiera la llegada a su destino: sí, llegará a Berlín, pero… ¿cómo estarán? ¿Los encontrará siquiera? Llevan tres años sin saber nada de él, y él otros tantos sin noticias de ellos. ¿Vivirán todavía Kalli y el capitán de caballería? ¿Dónde y cómo vivirá Rieke en ese mundo tan cambiado?

Sí, el tren viaja de verdad más deprisa, pero a Karl aún se le antoja lento. En tres años ni una palabra. Todos ellos lo habrán dado por muerto. Después de ser herido en la cabeza, anduvo por Francia todos esos años, sin saber nada de sí mismo… Un hombre sin nombre, borrado del mapa. Comía y bebía, y desempeñaba el trabajo que le encargaban, sus manos lo ejecutaban. Pero él había olvidado, ya no recordaba nada. Vivía sin alegría ni dolor, como un vegetal. Tal vez agradecía el sol, acaso le supiese mejor una comida que otra, pero no era consciente de ello. Había perdido la memoria: los días pasaban por encima de él, igual que las nubes pasan por encima de la tierra dejando luces y sombras, pero ni una sola huella.

Después descubrieron que por su padre tenía conocimientos de albañilería. Le habían enviado fuera del campo de prisioneros a realizar chapuzas en las casas. Y en una de ellas escuchó algo, un sonido familiar, pedaleos y zumbidos… Ellos se lo contaron: se había quedado parado, con un ladrillo en las manos, un débil resplandor en la cara… Su cerebro recordaba, por primera vez desde hacía años su cerebro había recuperado la memoria. Un pequeño ruido conocido, ay, se le había quedado grabado antes que todos los demás sonidos, ¡esa maldita inglesa por la que había sufrido y peleado!

Con el ladrillo en las manos, como sumido en un profundo sueño, se había dirigido a la habitación de la que brotaba el sonido de la máquina de coser. La mujer que cosía se levantó de un salto, asustada, cuando el prisionero de guerra entró con el ladrillo en las manos. Pero el tono con que dijo «¡Rieke, Rieke!» la tranquilizó. Karl se dio cuenta en el acto, como si hubiera despertado súbitamente, de que ella no era Rieke. Él vivía en un país extranjero, el sonido era el mismo, pero no era Rieke la que cosía. Rieke estaba lejos…

Las luces, el traqueteo, el zumbido atronador aumentaban cuando el tren atravesaba las estaciones de la periferia, cada vez más próximas entre sí. ¡Deprisa, más deprisa! He perdido tanto tiempo, tengo que saber cómo viven todos ellos, cómo vive Rieke. ¿Por qué no le escribió ni una línea? Ay, cuando despertó de su largo sueño insomne, ya había paz. Y si no se llamaba paz, se llamaba armisticio, que desembocaría en la paz. Los prisioneros serían repatriados cualquier día. Todo se explicaría mucho mejor de palabra. Pero transcurrieron los días, las semanas, los meses, y los prisioneros de guerra esperaban en vano. Siguieron reparando casas, construyendo carreteras, serrando madera, les hablaban a gritos y seguían siendo enemigos. Pasaban hambre, iban siempre andrajosos. Hasta que un buen día lo enviaron al tren con un grupito de enfermos, lo que significaba que debían de considerarlo un enfermo más.

El tren disminuye la velocidad. La locomotora grita impaciente una señal de parada, y se detienen durante un tiempo interminable. Karl Siebrecht va deprisa a su compartimento y recoge la caja que contiene todas sus propiedades: ropa sucia. Los demás siguen hablando. O han vuelto a empezar, qué más da.

¡Estación de Charlottenburg! ¡Estación de Zoologischer Garten! ¡Cuántos recuerdos! ¡Cuánto trabajo! Al final, los canarios viajaban ya por el oeste. ¿Qué habrá sido de ellos? Bah, él empezará de nuevo. Lo conseguirá. Todo se arreglará, ahora que ha regresado. ¡Con tal de que la encuentre! ¿La…? ¿Los…? ¡Sí, con tal de que encuentre a Rieke! Estación de Friedrichstrasse. Se apea casi tambaleándose, con el ruido tembloroso del viaje interminable metido en el cuerpo. Ya solo un cuarto de hora de camino lo separa de su destino, de su meta definitiva.

Casi corre por Friedrichstrasse. No repara en el apiñado y lamentable mercadillo que se ha instalado allí, formado por verdaderos y falsos heridos de guerra, estraperlistas, timadores, mujeres. Solo ve una pequeña tienda en Eichendorffstrasse, cree que la Palude tendría que estar en su interior, y detrás, en el cuarto de costura, funciona la máquina de coser. ¡Ay, ojalá esté en el cuarto de costura! Camina cada vez más despacio, unos minutos lo separan de su objetivo. Dentro de poco lo sabrá. Pero ¿qué es lo que va a saber? Tiene miedo. No acierta a caminar con la suficiente lentitud…

El vestido rojo sigue sin terminar encima de la máquina. Rieke lleva tres horas sentada. Los platos y la fuente continúan sobre la mesa, la joven tiene sobre el regazo las manos desmadejadas e inmóviles. Piensa. Piensa en lo que lleva años pensando. De pronto se sobresalta, sacudida por un estremecimiento. Hace tanto frío en la habitación… ¿No había una cara en la ventana? En la ventana aparecen a menudo rostros de borrachos curiosos, eso ya no la estremece.

—¿Sí…? —pregunta con voz apagada en dirección a la ventana.

La mayoría de los cristales están negros y sin brillo, unos pocos concentran la luz de la calle o del interior. Pero no se ve rostro alguno.

—¿Sí…? —vuelve a preguntar en voz aún más baja.

Se levanta. Presiente que ha llegado el momento que lleva esperando tres años. Es un dolor que se acrecienta cada vez más. Paso a paso se acerca a la ventana, aproxima la cara a los cristales. Estos están vacíos; sin rostros. Abre despacio la ventana: la acera delante de la ventana está desierta. No hay nadie. A derecha e izquierda alborotan en la calle, pero allí cerca no hay nadie…

¿Nadie? Al otro lado de la calle divisa una figura alta y oscura, envuelta en un abrigo, con una caja debajo del brazo. Parece mirar hacia ella. Rieke mira a su vez. Intenta llamar, pero tiene la garganta seca, carraspea, incapaz de articular palabra. Su corazón late, pesado y aterrado. Vuelve a cerrar despacio la ventana, escudriña la habitación. Descubre la llave sobre la mesa de costura. Recorre lentamente el oscuro pasillo y atraviesa la oscura tienda vacía. Abre la puerta de la tienda y durante un instante se detiene en el umbral. La figura continúa en el mismo sitio.

De repente Rieke echa a correr, corre tan deprisa y descuidadamente que casi se cae al tropezar en el bordillo. Trastabillando se acerca a la figura silenciosa, se agarra a ella, se lanza contra ella… La caja cae al suelo, dos brazos rodean a Rieke.

—Rieke… mi única, queridísima Rieke… —susurra una voz.

—Karl… —musita la joven—. ¡Lo sabía desde hace tres años! ¡Karl, sabía que volverías! ¡Karl, mi Karl!