Recordatorio de una promesa
Cuarto de costura en Eichendorffstrasse, la estancia de trabajo con la inglesa y la gran mesa lisa de costura, cuyo tablero es de un gris negruzco.
Parece todavía el antiguo cuarto de costura, a pesar de que han pasado más de cinco años, porque corre el año 1919, en concreto el día 2 de diciembre. Pero cuatro años de guerra y uno de armisticio han dejado sus huellas en esa habitación: las cortinas son puros harapos, el entarimado ha perdido el color, el papel pintado está sucio y desgarrado, un cristal roto ha sido sustituido por un trozo de cartón. También en la moradora, Friederike Busch, han dejado rastro esos años. La joven de veintitrés años es muy alta y delgada. Su rostro, de una palidez alarmante, es tan flaco que encima de los pómulos solo parece haber piel. Está junto a la ventana y, a las últimas luces de ese día de diciembre, intenta leer un periódico. Lleva una falda asombrosamente corta, y los cabellos rubios cortados a lo garçon.
Llaman a la puerta y entra Kalli Flau. A primera vista parece no haber cambiado, pero la boca firme, el mentón adelantado, la mirada endurecida, el color grisáceo de su tez revelan que los años pasados también han sido duros para él. Viste chaqueta de cuero y pantalones militares de color gris verdoso, informes, despiojados y descoloridos por los lavados.
—¿Qué, Rieke? —pregunta—. ¿Hay algo de comer?
—Los nabos de ayer —le contesta.
Él tuerce el gesto. Luego se decide.
—Bien —dice—. Pero échales abundante pimienta por encima, Rieke, que parezcan nevados. Sobre todo que esa asquerosidad no sepa a nada.
Rieke recoge los trapos en la mesa de costura para dejar libre una esquina, coloca dos platos y una fuente y anuncia:
—Yo también tomaré un plato, siendo dos se traga mejor.
Kalli Flau la contempla de hito en hito.
—Seguro que hoy tampoco has comido nada. Las cosas no pueden seguir así, Rieke.
—Llevamos cinco años diciendo lo mismo, Kalli, y la mierda ca vez es mayor.
Comen en silencio durante un rato. De pronto Kalli, señalando el periódico con la cabeza, pregunta:
—¿Qué hace el dólar?
—Cuarenta y cuatro y un cuarto —contesta ella.
—¡Otra vez dos marcos por debajo! —dice Kalli—. Tengo que subir la tarifa. Porque el precio de la gasolina no tardará en aumentar.
—En ese caso, pronto nadie subirá a tu taxi.
—¡Tengo bastante! Hay tantos extranjeros, estraperlistas y putas que me sobran para hacer carreras, Rieke. ¡Siempre de un cabaré a otro! ¡Siempre de un garito a otro! ¡Siempre de un cabaré a otro! Fue una suerte increíble poder comprar el taxi.
—Sí —reconoce Rieke—. De no ser así, hace mucho que nos hubiéramos muerto de hambre, como padre. A él se lo llevó la gripe tan deprisa porque no tenía na en el cuerpo.
Continuaron comiendo en silencio.
—¿Dice algo más el periódico? —pregunta Kalli.
—Sí, pero tú te niegas a oírlo, Kalli.
—¿Otra vez algo de los prisioneros de guerra?
Ella se limita a asentir con un gesto. Tras una breve vacilación, él añade:
—Puedes contármelo tranquilamente, Rieke, solo que no quiero que te imagines nada.
Friederike Busch se anima por primera vez.
—¡Yo no me imagino na, Kalli! ¡D’eso m’a curao la vida, de la imaginación! Pero lo sé, Kalli, aquí dentro lo sé. —Se pone la mano en el pecho—. Karl vive toavía. ¡Y volverá!
Kalli Flau le echa una ojeada. Después repite lo que le ha dicho en cientos de ocasiones.
—Hace ya más de tres años que Karl desapareció y fue incluido en la lista de bajas. ¡Y jamás ha escrito una palabra siquiera!
Rieke replica deprisa.
—¿Eso a quién se lo dices, eh? ¡Eso no quie decir na! La semana pasá volvió uno de Siberia… En casa de la Voss en Schlegelstrasse, tú no la conoces, pero él ha estao cuatro años fuera sin dar noticias. ¡Y ahora está en casa!
Kalli dice con tono apaciguador:
—Siberia es Rusia, Rieke. En Rusia han hecho la revolución, allí todo es posible. Pero Karl estaba en Francia, y allí la situación es normal.
—¿Llamas a eso normal? —exclama Rieke furibunda—. ¿Es normal que Clemenceau siga deteniendo toavía a los nuestros?
—No —contesta Kalli—. No lo es. Y Clemenceau, ¡si lo tuviéramos aquí…! Pero, Rieke… —Kalli Flau se levanta y se sitúa a su lado. Ha colocado con suavidad su pesada mano sobre el hombro de la joven—. Desaparecido no es lo mismo que prisionero de guerra. Lleva tres años sin escribir una letra.
—¡Pero yo lo presiento, Kalli! ¡Te digo que lo presiento! ¡Karl vive!
—Lo presientes porque confías, y confías porque te niegas a creerlo. Pero no puedes pasarte la vida entera esperando, Rieke. Tienes que acostumbrarte a que… —Se interrumpe.
Ella ha agachado la cabeza y calla. Sabe lo que viene a continuación, y no tiene fuerzas para resistirse. Kalli Flau pregunta con dulzura:
—¿Recuerdas lo que me prometiste, Rieke? Solo faltan veintidós días para Navidad…
Ella sigue sentada, inmóvil bajo su mano. Nada demuestra que escuche sus palabras. Él observa su coronilla inclinada, y su mirada cae luego sobre la mesa de costura.
—Ahí sigue el vestido rojo de Ägidi, querías entregarlo la semana pasada. No has dado ni una puntada. Has enviado a Tilda al pueblo con la tía Bertha, pero también nosotros habríamos podido alimentarla. Es que tú ya no quieres hacer nada, Rieke, solo quieres sentarte a esperar, confiada…
La joven sigue inmóvil. Ella, siempre tan vivaz y activa, no se enfada al oír sus palabras.
—Hemos perdido la guerra —continúa él, despacio—. Todos han perdido mucho, también yo, al mejor amigo… Pero ¿tenemos que irnos a pique por eso? ¿Tiene que irse a pique todo por eso? ¡Hay tanto trabajo! —Tras sacar el vestido rojo de debajo del montón de telas, lo contempla un instante, pensativo. Después lo cuelga con cuidado encima de la máquina de coser y añade—: Dios sabe que no te tomé la promesa por mí, —Habla cada vez más bajo—. Te quise desde el primer momento, y sé que tú a mí no… —Vuelve a interrumpirse, y luego añade, decidido—: No es por mí, qué va, sino porque tienes que dejarte de cavilaciones y esperanzas inútiles. Tienes que comenzar una vida completamente nueva, Rieke, empezar otra vez. Debes tener algo que hacer, Rieke. A lo mejor tenemos pronto un hijo…
Ella levanta la cabeza y lo mira desde abajo.
—¿Un hijo? —pregunta—. ¿Y pa qué? ¿Pa esta miseria?
—¡La miseria no es eterna, Rieke! No lo fue en su día, ya vendrán tiempos mejores. No, esperaré hasta Navidad, y después nos casaremos, Rieke. No aguantaré más tiempo. Me lo has prometido.
—¡Sí! —confirma ella—. Pero toavía faltan veintidós días…
Él intenta replicar, pero se lo piensa mejor. Se pone despacio sus guantes de conductor.
—Van a dar las seis —informa—. Es la hora del trayecto al teatro. Me marcho, Rieke. —Y, levantando la voz, repite—: Me voy, Rieke, ¿me oyes?
—¡Pues claro, Kalli! —Ella levanta la cabeza e intenta infundirle valor—. ¡Buena suerte, Kalli! ¡Que un extranjero ricachón te dé un dólar de propina!
—No nos vendría mal, Rieke. Oye, ¿no podrías esforzarte por terminar hoy el vestido rojo?
—Sí, Kalli.
—Vamos, siéntate a la máquina de coser, seguro que Ägidi ha venido ya cinco veces preguntando por él.
Ella, obediente, se sienta a la máquina.
—¡Diez, quince veces, Kalli! ¡Ties razón, lo mío no tie perdón!
Él, amable, inclina la cabeza en señal de aprobación.
—¡Manos a la obra, Rieke! —Cuando me vaya, me gustaría oír el ronroneo de tu máquina de coser.
—De acuerdo, Kalli —contesta mientras pisa el pedal.
Él la mira un momento, luego se aleja de puntillas y cierra la puerta tan silenciosamente que ella no repara en su partida. Pero la joven ya no piensa en él. Sigue cosiendo, pero cada vez más despacio. Las pausas se alargan. Entonces estira la mano hacia la mesa que tiene a su espalda y coge un trozo de jaboncillo. Comienza a pintar sobre la máquina raya tras raya. Va contando, asiente.
—Veintidós —dice en voz alta.
Y empieza a borrar con el dedo una raya tras otra, primero deprisa, después cada vez más despacio. Cuando la última raya ha desaparecido, dice a media voz, dirigiéndose a la habitación vacía situada a su espalda:
—Veintidós… Eso es muy poco tiempo, Kalli, eso no pueo hacerlo. Me das un mes más, ¿verdá? —Escucha y, al no recibir respuesta, se vuelve. Ve que está sola, más sola que la una—. Kalli… —dice desvalida—. Karl…
Entonces apoya la cabeza en la máquina de coser, oculta su rostro en el vestido rojo de Ägidi y llora desconsoladamente.