Erika
A la mañana siguiente, Karl subía las escaleras que conducían a la rectoría. Había encontrado la casa abierta y conocía el camino hasta el despacho del pastor. Tras llamar a la puerta, el pastor invitó con voz potente:
—¡Adelante! —Karl entró.
—Buenos días, pastor —saludó—. ¿Se acuerda de mí?
El pastor lo miró desde su atril, sin hacer el menor intento de salir al encuentro del visitante o estrechar su mano.
—Sí —contestó—. Lo conozco. Usted es Karl Siebrecht, de la casa vecina. Yo lo bauticé y lo confirmé, y también enterré a sus padres. Pero…
—¡No, pastor! —exclamó Karl—. ¡Le ruego que no empiece con lo de que soy un mendigo harapiento y llevo una vida sumamente dudosa! La verdad es que mi ciudad natal no me acoge con excesiva amabilidad. Acabo de ver al alcalde y he acreditado que soy un comerciante no mal situado que paga sus impuestos como cualquier ciudadano honrado. Si lo desea, le mostraré mis papeles.
—No, no —respondió a toda prisa el pastor, y su expresión traslucía que lamentaba su saludo descortés—. Ya veo que la gente ha vuelto a los estúpidos cotilleos. Me alegra que hayas progresado, Karl, pero…
—¿Pero qué, pastor?
—Tengo que devolverte algo —dijo el pastor, abriendo la tapa de su atril. Buscó y sacó una cajita de cartón—. Aquí tienes, Karl, lo he guardado yo.
—Mi corazoncito de plata —exclamó el joven mirando entristecido el diminuto y pobre adorno—. Bien podría habérselo dado a su hija Erika, pastor, no había nada de malo en ello.
—Hay situaciones que, tratándose de personas muy jóvenes, no me gustan —informó el pastor—. Por aquel entonces solo tenías dieciséis años, Karl.
—¡Sí, dieciséis! —confirmó—. Y estaba solo y abandonado en el mundo, y nadie me dirigía una palabra amable, salvo su Erika. Me agradaba recordarla en la gran ciudad, pensar que había una persona en mi tierra que me recordaba con agrado. Solo éramos unos niños, y a los niños les gusta regalarse cosas.
El pastor meneaba la cabeza de un lado a otro.
—Nunca se sabe en qué devienen esas amistades infantiles —comentó.
—No, eso es cierto. Pero pese a todo no se sabe. También hay que confiar un poco en la decencia y en la buena voluntad, ¿no cree? Escuche, pastor —dijo suplicante—, solo estaré aquí apenas media hora, después partiré y no creo que regrese. ¿Da su permiso para que Erika me acompañe a la estación? Me gustaría llevarme una buena impresión de mi ciudad natal.
—¿Con Erika a la estación? —inquirió dubitativo el pastor—. Eso desatará las habladurías —reflexionó—. De acuerdo, Karl, estoy un poco en deuda contigo, creo, y además no hay que tenerle miedo a la gente. Espera aquí, la llamaré.
Al rato entró ella, ya preparada para salir de paseo, y ¡Karl no la reconoció! Se podría haber cruzado con ella en la calle sin reconocerla. Su rostro se había vuelto muy basto y su figura muy tosca; era toda una mujer.
¡A saber si de verdad había cambiado tanto! Ella había sido a lo largo de los años su sueño más secreto, y en él se había ido haciendo cada vez más delicada y celestial. Ahora la tenía ante sus ojos, en carne y hueso, fornida, de mejillas coloradas y pecho poderoso, con manos firmes que denotaban laboriosidad, que trabajaban, en la casa, en la huerta y en el establo. Una persona procedente de la existencia cotidiana. No una sílfide de las flores, ni un hada delicada. Esta última desilusión fue la más dura, porque supuso una completa sorpresa.
—Karl —dijo ella sin más preámbulos—. ¿Cómo has conseguido que mi padre lo permita? La gente hablará y Otto me cubrirá de reproches…
—¿Quién es Otto? —inquirió él—. Espera, Ria, que aún no me has dicho ni buenos días. Buenos días, Ria. Buenos días después de tantos años.
—Buenos días, Karl. ¡Mira que seguir llamándome Ria! Qué raro suena. Ya nadie me llama Ria, todos me llaman Erika, hasta Otto.
—Bueno, pero ¿quién es Otto? —preguntó él, resignado y sin lamentar ni un momento que su tren partiera tan pronto. Ahora ya estaban en la calle.
—¡Tienes que conocerlo! De la escuela. Debe de ser dos o tres años mayor que tú, es el hijo de Biermann, el comerciante.
—¡Ah, ese Otto! —exclamó Karl Siebrecht—. Nosotros siempre lo llamábamos el Bizco.
—¡Uy, Karl, eso está muy feo por tu parte! Además ya no es bizco, se operó. Como mucho mira todavía un poco atravesado, pero tampoco se le nota ya.
—Perdóname un momento, Erika. Solo quiero recoger mi maleta del hotel. Vuelvo enseguida.
Karl Siebrecht regresó con la maleta en la mano.
—Bueno, Erika, ahora cuéntamelo todo. ¡Así que ya estás prometida con Otto! No veo ningún anillo en tu mano. ¿Te gustará casarte con un comerciante?
—¡Me encanta! —contestó—. A veces ayudo a despachar. Es estupendo poseer una tienda llena de cosas y no tener que comprarlo todo… —Y continuó hablando sin esfuerzo.
No había finalizado ni mucho menos su informe cuando el tren de Karl partió. Ella no le había preguntado cómo estaba ni qué tal le había ido. No había pensado ni un instante en el pasado; sin duda había olvidado ya el cobertizo, y sus primeros y apresurados besos juveniles. Pero el cobertizo había sido demolido, no existía ya. Ya no quedaba nada de su juventud. Nada.