Capítulo 56

El tutor

Todavía era de día cuando Karl Siebrecht regresó a la pequeña ciudad, aún le quedaba tiempo para visitar al tío Studier. Karl entró en la tienda. El tío y la tía se afanaban vendiendo detrás del mostrador; la chica alta y un poco desmañada de trenzas rubias debía de ser una prima suya, seguramente Ingrid. Por fin le llegó el turno.

—¿Qué desea?

—Veinte pfenning de caramelos de limón —contestó el sobrino.

El señor Studier alargaba ya la mano hacia el frasco de caramelos cuando lo reconoció.

—Ah, eres tú —dijo lentamente—. Ya he oído que estabas de nuevo en la ciudad. ¿Qué buscas aquí?

—De eso quizá podamos hablar cuando esté cerrada la tienda. Pero ¿querrás darme mis caramelos?

Los caramelos de limón de la tienda del tío Ernst le habían antes entusiasmado en su infancia, pero nunca había podido hartarse. Esa noche pensaba hacerlo, ¡su ciudad natal no le traería únicamente decepciones!

—Cuando cierre tampoco tendré tiempo —replicó el tío, malhumorado—. Hoy tenemos pleno municipal. Dime lo que quieres. Ven. —Y abriendo una trampilla en el mostrador, invitó al sobrino a seguirlo a su oficina.

—Primero mis caramelos —insistió Karl Siebrecht.

—¡Pero qué dices! —exclamó irritado el tío, pero lo pensó mejor e introdujo los caramelos en una bolsa. La pesó—. ¡Veinte pfennig! —dijo, sosteniendo la bolsa con una mano y extendiendo al mismo tiempo la otra, vacía.

—Has debido de equivocarte, tío Ernst —replicó el sobrino sonriendo—. Por veinte pfennig te dan un cuarto de kilo de caramelos de limón, no solo ciento veinticinco gramos.

—¿Dónde tendré la cabeza esta noche? —exclamó el tío aturullado—. ¡Tienes razón! Entonces son solo diez pfennig.

—Pero es que yo quiero veinte —exigió Karl, y el señor Studier tuvo que optar por cambiar de bolsa y pesar de nuevo.

Karl pagó con una moneda de oro de veinte marcos y dejó ver a su tío que aún llevaba más en su monedero.

Por fin pasaron a la «oficina». Era un cuarto trasero oscuro y mal amueblado, donde el tío Ernst servía sin autorización cerveza embotellada y aguardiente a sus clientes habituales.

—Bueno, ¿qué es lo que quieres? —preguntó impaciente el tío.

—Pasado mañana cumplo veintiún años y tú eres mi tutor.

—Tú renunciaste a mi tutela —adujo apresuradamente el tío.

—Pero tendrás que presentarme una especie de liquidación de tu tutela.

—No había nada y sigue sin haber nada, esto también te lo certificará el alcalde. ¡Para eso no necesitabas venir de Berlín!

El sobrino contempló al tío.

—Bueno, tío. —Hizo una ligera inclinación de cabeza—. Es evidente que tú también has escuchado historias terribles sobre mí y piensas que pretendo darte un sablazo. Sin embargo, no quiero nada de ti, ni de ninguno de vosotros. No os necesito, ni hoy ni nunca. Buenas noches.

Y se marchó con sus caramelos de limón.