La vieja Minna
Cuando él entró en el patio, ella salía del establo con el cubo de abrevar al ganado. Parpadeó con desconfianza un instante mirando al ciudadano, después se limpió la mano en el delantal azul, se la tendió y dijo:
—¡Pero si eres Karl! ¡Qué elegante estás! Aunque ahora tendré que tratarte de usted.
Él estrechó su mano emocionado.
—¡Ay, Minna! —exclamó—. ¿Por qué vas a tratarme de usted? ¿No te alegras de que haya venido a visitarte? Dime, ¿te alegras?
—¡Sí, sí! —respondió con una mirada inquisitiva—. ¿Es que no te dan de comer en la ciudad? ¡Estás muy flacucho!
—Tengo mucho trabajo, Minna, por eso estoy delgado. Pero como bastante.
—¡Ya, claro, esas comidas de ciudad! —replicó, despectiva—. ¡Espera un momento! —Se dirigió a la casa arrastrando los pies.
Su espalda se había redondeado y encorvado, sus manos eran muy duras. Y sus cabellos, ¿eran antes tan grises?
Tuvo que esperar un buen rato en el patio hasta que reapareció.
—Anda, pasa —lo invitó—. Nosotros ya hemos comido, pero te prepararé huevos revueltos con patatas salteadas y tocino. Eso antes te gustaba mucho.
En la cocina tuvo que dar la mano a la cuñada de Minna. La mujer le echó una ojeada breve, casi hostil; el hermano de Minna no estaba. Lo condujeron al cuarto de estar y tuvo que sentarse en el sofá de hule. Al lado, en la cocina oía trajinar a las dos mujeres. Las moscas revoloteaban en torno al mosquero reseco. Él permaneció allí sentado… y sentado… El tiempo se le hizo eterno. ¿Qué hacía allí?
Las dos mujeres parecían discutir. De pronto escuchó la voz dura de la cuñada:
—¡No tenemos dinero para eso!
Luego la vieja Minna murmuró.
Karl se levantó, abrió una ventana y miró al exterior. Pero no vio nada. La impaciencia, la inquietud, la cólera se habían apoderado de él. Era típico de esa gente no dar unos huevos y un poco de tocino al invitado de la vieja Minna, quien se mataba a trabajar todo el día para ellos. Pero no podía hacerle un feo a Minna, de modo que se quedó sentado y comió a regañadientes.
Apenas hablaron mientras tanto, la puerta de la cocina solo estaba entornada. Luego se levantó.
—¡Minna, me ha sabido a gloria! —alabó—. ¡Por primera vez igual que antes, en casa!
Ella exhibió una leve sonrisa.
—Me alegro, Karl.
—Y ahora, ¿querrás acompañarme un trecho de vuelta a la ciudad, Minna?
—¿Eso quieres? Bueno, voy a ver… Espera un momento.
De nuevo tuvo que aguardar mucho rato, pero esta vez al menos no oyó discusiones. Las moscas seguían bailando alrededor del mosquero… La verdad es que aquella visita carecía de sentido. Con ella solo ocasionaba dificultades a Minna.
Minna regresó. Se había puesto su ropa de los domingos, él recordaba todavía cada prenda: el vestido de lana negro con el cuello blanco y el broche con los nomeolvides. ¿Quién sabía de qué temprana época de Minna procedía ese broche? ¿Acaso también esa criada vieja y seca tuvo un día afición a las ternezas? Seguro, un día fue tan joven como él, y esperó de la vida lo mismo que él. Ay, qué desolador era regresar a la tierra que había abandonado. Los fuegos apagados nunca más vuelven a arder. Ceniza, solo ceniza. Polvo, solo polvo. Tierra…
Caminaban entre los campos, de vez en cuando Minna hacía algún breve comentario:
—Las patatas tienen buena pinta, el centeno tendría que bajar…
Karl se detuvo.
—¡Minna! —exclamó—. Vieja Minna, ¿por qué sigues con esa gente que es tan poco amable contigo? ¡No tienes necesidad!
—Pues tú bien podrías haberme escrito alguna carta —repuso ella con dureza—. Me habría alegrado mucho.
Karl calló, consciente de su culpa. Era verdad que podría haberlo hecho. Incluso podría haber escrito con más frecuencia, siempre había tiempo para escribir cuatro líneas. Pero no lo hizo. La verdad era que no tenía buena mano para tratar a las personas a las que quería. ¡No era más que un egoísta! Al cabo de un rato, mientras continuaban su camino en silencio, él preguntó abatido:
—¿Te atreverías a venir conmigo a Berlín, Minna? Ahora me van muy bien las cosas. Y podrías echar una mano en casa. No estarías sin trabajo, Minna.
Ella le dirigió una breve mirada de soslayo.
—Bastante tienes con ocuparte de ti. Procura arreglártelas solo.
—Pero si me van muy bien las cosas, Minna, de veras. Ahora gano un buen dinero, y ganaré todavía más. —Ella callaba, obstinada. Pero él percibía su incredulidad. Para convencerla, dijo—: Ya tengo cinco vehículos funcionando, me dedico a repartir equipaje de las estaciones. ¡Y he encargado cinco vehículos más!
—¡Bah, déjate de chácharas! —contestó, cortante—. Eres igual que tu padre: cuando le encargaban alguna obra, se ponía a hacerme la cuenta de los miles y miles que iba a ganar.
—¡Pero es que es cierto, Minna! Ven conmigo y compruébalo con tus propios ojos.
Ella se detuvo; de repente sus ojos llameaban de furia.
—¡Cuentista! —gritó—. Eres tan farolero como tu padre. ¡Te han visto, Karl, y no una, te han visto cuatro o cinco personas de aquí! Con una carretilla y una chaqueta harapienta recorrías Berlín, mendigando a la gente para que te dejase cargar sus maletas. ¡Qué vergüenza me dio!
Él calló, vencido. La verdad era que eso habría podido decírselo a sí mismo, que sus queridos conciudadanos, que también iban a veces a Berlín, tendrían que verlo allí y que contarían por toda la ciudad lo que habían visto, exagerándolo, deformándolo, incluso calumniando con mala intención. Y la vieja Minna había oído todo eso, lo había creído y se lo había tomado muy mal. Ahora el hombre que caminaba a su lado había hecho fortuna, vestía un bonito traje a medida, pero ella no se lo creía. Todo eso era pura fanfarronería, igual que lo fue el reenvío del dinero, ahora lo estaba oyendo:
—Si necesitas dinero, te volveré a dar gustosamente los doscientos cincuenta. Y hazme el favor, Karl, no hables de los cinco vehículos y de todas esas cosas. Nadie te creerá una palabra, y a mí me tomarán el pelo en cuanto me vean.
Era la vieja canción del profeta al que creen en todas partes menos en su tierra. Era el comadreo, la incredulidad de ese mundo limitado: el padre no había llegado a nada, ¿por qué iba a conseguirlo el hijo? Ellos conocían a toda la familia. Lo invadió la ira. En Berlín podía ir a donde se le antojara, lo escuchaban, analizaban sus progresos. Allí estaba condenado de antemano al fracaso, por mucho que rindiera. ¡Si su padre se había declarado en quiebra! Hizo una pausa, recapacitó. ¿Odiaba ahora la tierra que tanto había añorado apenas unas horas antes? ¿Odiaba también a Minna? También Minna pensaba y sentía como todos los habitantes de allí…
—Minna —le dijo—. Quédate tranquila, no voy a comentar una palabra de mis asuntos con nadie de aquí. Tampoco voy a pedir dinero, no lo necesito. En Berlín puedo conseguir lo que desee. —Eso no habría debido decirlo, aunque fuera verdad. Lo notó en el acto en la cara de Minna—. Lo de la carretilla es verdad. Pero yo me ganaba así decentemente mi dinero, jamás he mendigado, eso es mentira. Tú ya sabes lo chismosa que es la gente de aquí. Pero de todo eso hace ya mucho tiempo. Primero transportaba equipajes con una carretilla, después con caballos, y ahora utilizo vehículos. Si alguna vez viene a Berlín algún familiar tuyo, que busque en la estación de Stettin un camión amarillo. En él cuelga el siguiente letrero: «Compañía Berlinesa de Transporte de Equipajes Siebrecht & Flau». ¡Y Siebrecht soy yo! —Se señaló el pecho con el pulgar.
La vieja Minna lo miraba con suma atención, sin mover un solo músculo de su rostro hierático.
—A mí me da igual lo que la gente de aquí chismorree sobre mí —prosiguió Karl—. Pero tú tienes que creerme. ¡Una persona de mi patria chica tiene que creer en mí, Minna! No, no soy como mi padre, en serio, soy demasiado duro. Si sorteo las dificultades, se debe a mi dureza. Yo podría decirte ahora que te enviaré dinero todos los meses. Podría hacerlo, ya no me dolería. Pero sé que tú no lo aceptarías. En eso somos iguales, a ninguno de los dos nos gusta que nos hagan regalos. Pero te prometo que te escribiré, no con frecuencia, pero sí de vez en cuando. Y si alguna vez tienes dos o tres días libres, ven a visitarme y conocerás a mis dos amigos: Kalli y Rieke.
—¿Es que ya te has echado novia, Karl?
—No, Minna —contestó echándose a reír—, no he tenido tiempo para eso, ni lo tendré por el momento. Tengo que trabajar. Quiero llegar lejos. Rieke es amiga mía, igual que lo eres tú.
—¿También es vieja?
—No, es muy joven, solo tiene dieciocho años. Pero eso no tiene nada que ver, Minna.
—No, seguro que no —respondió ella, un tanto confundida e incrédula. Se detuvo, la pequeña ciudad estaba muy cerca—. Me voy. Va siendo hora de dar de comer a los cerdos. ¡Que te vaya bien, Karl! —Y le tendió su mano dura.
—¡Ay, Minna! —exclamó—. ¿Me crees al menos?
—Hijo, hijo mío —dijo ella, y de repente los labios de aquel viejo rostro temblaron—. Veo que te convertirás en un hombre elegante, en un verdadero caballero. ¿Para qué necesitas a la vieja Minna? ¡No soy más que una criada! —De pronto estrechó entre sus manos el rostro del joven—. ¡Ay, Karl, ojalá volvieras a ser pequeño! Para poder besarte como antes…
—Bésame, Minna, bésame, para ti seré siempre Karl.
Él la siguió con la vista mientras recorría el sendero entre los campos de labor. Caminaba muy tiesa, pero su espalda era redonda. Se alejó de él sin girar la cabeza. Karl sabía que nunca iría a visitarlo a Berlín, intuía que no volvería a verla nunca más. Presentía que con ella se iba la última persona que lo ataba a su patria chica. Minna desapareció tras un recodo del camino. Él se sentó en una piedra y contempló la ciudad vespertina lleno de hostilidad. Mañana a mediodía como muy tarde me marcharé, se dijo.