Capítulo 53

La patria lejana

De todos modos, era todavía tan joven que para ese viaje de dos o tres días se compró una maravillosa maleta de piel. Y camisas preciosas, como nunca había tenido. Y calcetines que habría podido lucir el capitán de caballería. Y zapatos color tabaco de cordones. Y un sombrero de paja, un canotier. Rieke, que lo ayudaba a hacer la maleta, no salía de su asombro.

—¿Pa qué quieres cargar con tos estos trastos? Creía qu’el miércoles estarías de vuelta, ¿no?

—Seguro que sí, Rieke.

—¿Toavía piensas en ella? —preguntó la joven en voz baja—. Ya sabes… ¡En tos estos años no t’a escrito ni una letra! ¿O sí?

—No —contestó Karl. Y luego, con súbita vehemencia, añadió—: Esto es por ser mayor de edad, Rieke. Tendré que ir a ver al alcalde. Esos tienen que darse cuenta enseguida de que no tienen que regalarme nada.

—Bueno —respondió ella—, si eso es lo que piensas… —Pero no parecía muy convencida.

Por fin estaba en el tren, contemplando anhelante, el campo estival. Ya trabajaban laboriosos en la cosecha, segando el centeno y agavillándolo. Y en un prado, unas vacas miraban con calma al tren que pasaba. De repente cayó en la cuenta de que hacía mucho tiempo que no veía campos de mies en sazón ni vacas pastando. Cuando estaba en Berlín no pensaba en eso, ni lo echaba de menos, pero ahora que volvía a verlo se daba cuenta de su añoranza. Solo había tenido piedras, piedras y personas. No, ninguna persona, esos cuatro años y cuarto le habían aportado muy pocas personas, solo gente. Un hervidero de gente. Y él había sido uno más…

Divisó un camino lleno de baches. Las roderas aún conservaban agua de la última lluvia, y una niña pequeña lo recorría; seguramente regresaba a casa de la escuela, pues llevaba la cartera a la espalda. ¡Qué hermosa le pareció la panorámica a Karl Siebrecht! Junto al camino se alzaban viejos sauces deformes, y a derecha e izquierda se extendían los campos maduros. Las patatas ya estaban en flor, y entre ellos caminaba esa niña… Cada paso dejaba una huella en la tierra blanda. Él había caminado sobre las duras losas de granito que no admitían huellas, nada daba testimonio de él. Esos campos eran eternos, los sauces brotarían una y otra vez. Pequeños pies infantiles se marcarían en la tierra una y otra vez, ¡durante toda la eternidad!

Tuvo que hacer transbordo al ferrocarril de vía estrecha. Y, en verdad, allí estaba en el andén, junto al convoy que esperaba, el revisor vestido de negro, el hombre del freno de emergencia y el cable roto, el infeliz al que tanto había increpado Rieke. Y mientras el tren se ponía en marcha, mientras Karl contemplaba el campo luminoso desde su asiento de ventanilla, recordó otro viaje diferente, de oscuridad novembrina, aunque iluminado por el rostro amable de Rieke. De nuevo vio la figura esbelta, delicada, cuyos contornos ocultaban las líneas grotescas del viejo vestido de mujer, la oyó despotricar, charlar, ella atendía a Tilda… Ay, Rieke, Rieke, ¿cómo habría transcurrido mi vida sin ti? ¡Ya no podía imaginársela sin ella!

Vino el revisor a pedirle el billete, porque en la pequeña ciudad no se conocía aún el acceso restringido al andén.

—Dígame, ¿no tuvieron ustedes hace unos años una avería con el freno de emergencia? —le preguntó.

—¿Nosotros? Nooo, que yo sepa. Hace dos años, en invierno, se nos heló una caldera, y hace tres arrollamos el coche del médico en el paso a nivel de Zarpin, pero de un freno de emergencia no sé nada.

¡Olvidado y pasado! Arrastrado con el viento, con la lluvia de noviembre, con las hojas de las que nadie se acordaba, con los muertos en sus ataúdes. El polvo al polvo. Solo dos personas en el mundo recordaban aún esa pequeña experiencia: Rieke y él. Él y Rieke.