Capítulo 50

Después de la victoria

Sí, ahí se detuvo el carro de caballos de Wagenseil, y Karl Siebrecht lo contempló con aprobación y dolor. ¡Ojalá hubiera podido pararse él una vez, una sola, con semejante tiro delante de la estación! No le faltaba detalle. Las nuevas guarniciones relucían por el charol y la alpaca, los ágiles caballos belgas llevaban las crines claras trenzadas formando numerosas trencitas, y sus cascos espejeaban de puro limpios como las botas de charol de un oficial del Regimiento de la Guardia de Coraceros. El carro estaba recién revisado, y sobre él colgaba un gran cartel: ÚNICA COMPAÑÍA DE TRANSPORTE DE EQUIPAJES DE LA ESTACIÓN. PROPIETARIO, FRANZ WAGENSEIL.

Karl Siebrecht se volvió hacia su acompañante:

—Eso es lo que deberíamos haber tenido en su momento, ¿verdad, Jahnke?

—¡Y que lo diga, señor Siebrecht! Pero no llevan ni una sola maleta encima del carro.

—El acompañante estará dentro de la estación. Al principio conseguirán equipaje, pero no tardaremos en dejarlos atrás. Ahora nosotros somos los más rápidos. —Y, dirigiéndose al chofer todavía inexperto, añadió—: Lo mejor será que no intercambie una sola palabra con la gente del carro que va delante de nosotros. Son de la competencia.

Y el chofer respondió lleno de desprecio:

—¿Yo hablar con cocheros? A esa gente ni la miro. No me gustan las confianzas con gente así.

Karl fue con Jahnke a la entrega de equipajes, ¿y quién estaba allí, afanoso, hablando acaloradamente, casi despotricando? ¡Pues el señor Franz Wagenseil en persona, con sus polainas de cuero negro! Al divisar a Karl Siebrecht enmudeció de repente.

—Vengo por equipaje —dijo Karl sin mirar a Franz Wagenseil.

—¿Con qué va a repartir hoy? —le preguntaron con cautela—. ¿Otra vez con carretillas?

Karl Siebrecht sonrió.

—Con un canario —soltó Jahnke—. Solo lo que puea llevar en la cola un canario. —Y a todos se les escapó una carcajada.

—A partir de ahora trabajaré únicamente con automóviles —precisó Karl Siebrecht cuando se tranquilizaron un poco.

—Entonces, traigan las carretillas. Y procure darnos hoy un respiro, que así no hay quien trabaje.

—Hoy respirarán todo lo que necesiten —contestó Siebrecht, y comenzaron a cargar las carretillas.

Franz Wagenseil había desaparecido. Y siguió desaparecido durante un buen rato. Debía de estar preguntando al chofer del vehículo amarillo todos los detalles que este tampoco sabía.

Empujaban las primeras carretillas con equipaje hacia el vehículo cuando Wagenseil regresó como una tromba. Estaba pálido y le temblaban las manos.

—¡No pueden hacer eso! —gritó desde lejos—. Si no quieren darme equipaje a mí, tampoco pueden dárselo a ese. ¡Todavía es menor de edad, no es más que un mocoso! Ni siquiera puede tener una empresa…

—Eso tendrá que discutirlo con la dirección del ferrocarril —le respondieron—. Nosotros tenemos orden de entregar exclusivamente a la empresa Siebrecht & Flau.

—Pero ¿desde cuándo? Antes podía hacer portes todo el mundo. ¡Esto no puede ser!

—¿Desde cuándo? Han telefoneado hace una hora. Sí, señor Wagenseil, se ha levantado usted un poco tarde. ¡Si no hubiera organizado ese cisco con esos caballos medio muertos! ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Eh, usted!

El «usted» se refería a Franz Wagenseil. Estaba tan consternado que estuvieron a punto de atropellarlo. Por primera vez, Karl Siebrecht vio que su antiguo transportista se quedaba mudo. Por una vez en su vida, Wagenseil no supo qué contestar. El ingenioso, el listo, el entendido, el carente de escrúpulos… Ahora, sus propias obras se alzaban contra él. No sabía qué decir, no podía hacer nada. Cuando regresaron a la estación, había desaparecido. Y cuando salieron, su carro se había marchado. Había sido una victoria fácil, ganada sin lucha, no existía el menor motivo para sentirse especialmente orgulloso del desenlace final. Muchos habían contribuido a esa victoria, sobre todo el señor consejero Kunze. Karl recordó, agradecido, a ese hombre anticuado en el oscuro despacho de Schöneberger Ufer.

Ese maravilloso día de primavera viajaron sin cesar, transportando montañas de maletas. Y mientras circulaban bajo el sol de mayo, acalorados por la carga y refrescados por el viento que les daba en la cara, Karl Siebrecht pensaba ya en vehículos con plataformas más grandes. También tenía que contratar a choferes distintos a estos caballeros, demasiado finos para tocar una maleta, que solo deseaban conducir. Salían demasiado caros. Karl estaba enfrascado en tales pensamientos cuando una voz femenina le dijo:

—¿Me llevaría el bolso a la estación de Stettin?

Ruborizado, contempló el rostro rodeado de rizos de la señorita Ilse Gollmer.

—Porque usted es especialista en bolsos, ¿verdad? —agregó ella, malévola.

—¡Dios mío, señorita Gollmer! —exclamó, feliz—. Es muy amable por su parte venir a visitarme.

—¿Visitarlo yo? ¡Vamos, hombre! Pasaba por aquí cuando he visto ese vehículo amarillo tan chusco, y entonces… —Ahora también se ruborizó ella—. Lleva usted un delantal estupendo, está casi tan guapo como de jardinero. Pero creo que debería mandar lavarlo de vez en cuando.

—El cuero no se puede lavar, señorita Gollmer —se disculpó Karl.

—¡Pues entonces rásquelo al menos con un cuchillo! —Lo examinó con mirada crítica—. Tampoco lleva bien la raya del pelo, y ni siquiera se ha puesto corbata.

Después de haberle dado ese repaso, saludó con una indulgente inclinación de cabeza.

—Adiós, señor Siebrecht. Ah, por cierto, de parte de mi padre, que se acuerde de que le prometió un extractor de malas hierbas.

La joven se marchó, y Karl no cayó en la cuenta hasta tres minutos después de que había ido a verlo expresamente para transmitirle el recado de su padre. ¡Era una chica estupenda!

Siguieron viajando en ese hermoso día de mayo, Karl se sentía animado y alegre…, ¡pero aún no se habían disipado todas las sombras del pasado! Quedaba Engelbrecht, el tratante de caballos. Había visto a ese hombre de vez en cuando en la cochera, un tipo pesado, sin energía, de rostro seboso y ojos curiosamente pequeños; él también había ido a ver a Karl, un joven a cuyo saludo antes apenas respondía.

Karl Siebrecht viajaba encima del vehículo. El hombre permanecía impaciente junto a la plataforma cargada hasta los topes. ¿Qué sentido tenía tanta palabrería? ¿No comprenderían nunca esas personas que punto y final significaba punto y final?

—¡Esto es absurdo, señor Engelbrecht! —dijo Karl con impaciencia—. Ahora trabajo con automóviles, porque son más rentables. Franz puede enviar a quien quiera: nunca volveré a contar con él.

—¡Bah, Franz! —El tratante hizo un gesto despectivo—. Se ha cavado su propia tumba. Yo no hablo por Franz. Me gustaría proponerle un negocio. Tengo una sentencia ejecutiva contra los Wagenseil: esta misma tarde haré embargar la cochera y todo su contenido. Las cuadras me vienen muy bien para mi negocio. A usted también le deben esos dos un montón de dinero, ¿no es así?

—Es posible.

—Bueno, pues no volverá a ver un céntimo jamás, ni usted ni Ziegenbrink. Este lo tiene ahora en sus garras, pero ya no hay nada que sacar de Franz. Ni de ella tampoco. No les queda más que la ropa que llevan puesta, tan pelados están. Yo he tenido más cuidado, al menos he recuperado mi dinero. —Se estiró con indolencia, pero sin vigor—. Me gustaría proponerle entrar como socio en su empresa. Yo tengo siempre caballos disponibles a los que unos días de trabajo les benefician. Los portes rápidos los hará usted con automóviles, los pesados, con caballos.

—No, muchas gracias, señor Engelbrecht.

—¡No tan deprisa! ¿Podremos discutirlo, no? Yo no soy Franz, yo no solo aportaría los caballos, sino también dinero. Y es que me da la impresión de que con usted se puede hacer dinero. ¿Qué me dice de una participación de veinte mil marcos?

—¿De veras que a los Wagenseil no les queda nada?

—¡Nada! Ni siquiera una habitación. Ni una cama, pero esa gente se lo ha buscado. Bueno, ¿qué hay de lo nuestro? Firmaremos un contrato decente con abogados decentes.

—No, de verdad, gracias, señor Engelbrecht.

Le costó librarse de ese hombre lento, tenaz. Quizá fue un error. A Siebrecht no le vendría mal un aumento de capital. Pero quería desvincularse de esa gente. A partir de ahora solo trabajaría con personas como Gollmer o Frenz. ¡Negocios limpios! ¡Con nadie de la ralea de Wagenseil!

Y mientras proseguían los viajes y transportes, pensó en ese hombre a quien en su día, en cierto modo, había apreciado, en cuya cochera había entrado y salido, al que había visto en cientos de negocios, infatigable, laborioso, después cada vez más negligente. El dinero fácil lo había echado a perder. Karl le había proporcionado un buen negocio, y precisamente por eso se había arruinado. Lo que había elevado a uno, había hecho morder el polvo al otro. Karl veía a ese hombre tal como había salido hoy con su carro de caballos: los animales eran prestados, las guarniciones, fiadas, todo el brillo era falso, la plata era alpaca. Pero creía tener todos los triunfos en la mano, fue a la estación seguro de su victoria. Después las cartas se conjuraron contra él y no hizo baza, el jugador comprendió que lo había perdido todo, que no le quedaba nada. Sí, una cosa: una mujer que lo odiaba y a la que odiaba. ¡Le quedaba la negra dama de tréboles, su carta de la desgracia!

Era tarde cuando Karl Siebrecht regresó a Eichendorffstrasse. Y más tarde todavía cuando cenó. Rieke estaba con él en la habitación, inquieta y deprimida. Una y otra vez se acercaba a la ventana y atisbaba a través de las cortinas.

—¿Qué es eso? ¿Qué miras?

—¡Bah, na! —Regresaba a la mesa y lo observaba en silencio mientras comía. Luego retornaba a la ventana.

—¡Ahí hay algo! ¿Qué es lo que miras?

—¡No es na! Bueno, es que esos dos están toavía ahí.

—¿Qué dos? —Pero ya conocía la respuesta.

—¡Pues los Wagenseil, hombre! Franz y Else.

—Ya —dijo. A pesar de saber la respuesta, se sentía confundido—. ¿Llevan mucho tiempo ahí?

—Sí, el señor Frenz les ha prohibido la entrada.

—¿Y qué querían?

—¡Qué van a querer: pues hablar contigo, Karl!

Él fingió ser más duro de lo que era.

—No, ya no tengo nada que hablar con ellos.

Callaron un rato. Luego ella preguntó:

—¿Ya no les quea na?

—No lo sé, Rieke. Creo que no. No.

—¿Ni un lugar pa pasar la noche?

—No lo sé, seguramente no.

La joven calló largo rato. Después dijo en voz baja:

—Y Else con su vestío de seda negra, y sin saber dónde dormir…

—¿Me lo estás reprochando, Rieke? —preguntó de repente—. Si ellos hubieran ganado, y yo estuviera fuera, ¿crees que él se habría apenado? ¡Se habría reído de mí! ¡Pero yo estoy apenado, Rieke!

—¡Ya lo sé, Karl! Y tampoco te lo reprocho, a mí nunca m’an gustao los Wagenseil. ¡Es que verlos ahí fuera…! ¿No pues hacer na por ellos?

—No quiero hacer nada por ellos —precisó—. Todo esto ya ha ocurrido antes, Rieke. Comenzó con pequeños anticipos, que fueron aumentando. Pero creyó que tenía derecho a ellos, y cuando se los negué, fue y me jugó malas pasadas. No, no quiero saber nada de él.

—¿Y no pues darle curro?

—¡Me engañaría en cuanto tuviera ocasión!

—¡Pues hazlo cochero, él sabe de caballos!

—Ya no necesito cocheros, sino choferes.

—¡Tú no quies ayudarlo!

—En efecto, no quiero.

Ella escudriñó a través de las cortinas.

—Ahora se pelean —susurró.

—¿Por qué no iban a pelearse? Se han peleado toda la vida. —Y de repente dijo—: Toma, Rieke, dales veinte marcos a cada uno. Pero di que son tuyos, no me menciones. ¡Prométemelo!

—¡No haré na que tú no quieras, Karl! ¡Pues estar tranquilo!

Karl se colocó detrás de las cortinas. Vio a Rieke cruzar la calle, la disputa entre el matrimonio se interrumpió. Hablaron los tres. Franz se acaloraba cada vez más, gritaba y despotricaba. Amenazaba con el puño contra la tienda. Después se fue tranquilizando poco a poco, y Rieke les entregó el dinero. Se separaron con sorprendente rapidez. Rieke regresó a casa. La señora Else Wagenseil, con su vestido de seda negro, bajó despacio por Eichendorffstrasse, adentrándose cada vez más en las calles de mala reputación. Franz permaneció más tiempo allí. Después cruzó la calzada y se dirigió hacia la estación de Stettin. Karl adivinó su destino: la taberna de la esquina, donde se vendían valor y éxito en pequeñas copas de a perra gorda.

—¿Recojo la mesa, Karl? —preguntó Rieke a su espalda—. ¿Estás harto?

—Sí, Rieke, estoy harto —contestó.