Capítulo 49

El aire fresco y los canarios

La tarde fue muy pródiga en acontecimientos para Karl Siebrecht. Y no solo para él. También el gerente de las patillas y los demás empleados de Unter den Linden tuvieron trabajo de sobra. Los nuevos vehículos hubieron de ser autorizados por la Policía, hubo que pintar carteles con pintura de secado rápido, seleccionar y contratar choferes, comprar lonas impermeables… Fue un constante telefonear, preguntar, correr. El señor Gollmer daba órdenes desde su oficina, que se encontraba detrás de la espaciosa tienda. Ahora era un comerciante.

—Escuche, señor Langbehn —le dijo a su contable—, cree en nuestros libros una cuenta para la firma Siebrecht & Flau. Por el momento pagaremos todos los gastos de esa empresa. El señor Siebrecht también podrá retirar fondos en efectivo hasta un máximo, digamos de momento, de cinco mil marcos. Me presentará un extracto semanal de la cuenta.

—Como usted diga, señor Gollmer.

—¿No tenía usted un conocido que buscaba trabajo, señor Langbehn? Envíelo con el señor Siebrecht para organizar la contabilidad. —Y a Karl Siebrecht—: Me telefoneará todos los días a las doce en punto para informarme. ¡En punto! La próxima semana iremos a ver a mi abogado y redactaremos un contrato sobre el pago de intereses y amortizaciones. Le propondré a un abogado que represente sus intereses. Y ahora veamos dónde encontramos garajes para usted. —Y volvió a descolgar el teléfono.

Era ya tarde, más de las ocho, cuando Karl Siebrecht llegó a Eichendorffstrasse, feliz y cansado. En la ajetreada vorágine de las últimas horas casi se había olvidado de sus amigos. Allí estaban todos reunidos bajo la lámpara del cuarto de costura: Rieke, Kalli, la Palude, en un rincón, medio dormido, el aprendiz Bremer y junto a la ventana, como siempre, el viejo Busch. Alzaron hacia él sus caras pálidas esperanzados y desesperanzados al mismo tiempo. El ambiente en la estancia, a pesar de la ventana abierta, le pareció cargado y sofocante, mientras que en el luminoso comercio de Unter den Linden corría una brisa ligera que lo arrastraba todo consigo, y refrescaba…

—¿Qué cuentas, Karl? —preguntó Rieke.

Él los miró a todos, uno a uno.

—La cosa no tiene remedio —comentó la Palude—. Nosotros también podemos decírselo ya. Todo el mundo se ha despedido, señor Siebrecht. Dicen que ese martirio no sirve de nada, que la empresa ha quebrado. Wagenseil seguramente ha hecho correr la noticia entre ellos. ¡A partir de mañana el propio Franz Wagenseil hará portes con nuevos tiros, señor Siebrecht!

—Ya me lo figuro —contestó Karl Siebrecht—. ¡Señor Busch! —exclamó—. ¡Mire, señor Busch!

—¿Eh? —dijo el viejo Busch.

Karl Siebrecht sacó las tres hebras de la escoba.

—¿Se acuerda de ellas? Iban a traerme suerte, ¿verdad?

El viejo Busch se levantó y se echó a reír en silencio, de manera casi demoníaca, como si esas tres pajas entrañasen un enorme misterio.

—¡Pues me han traído suerte! —exclamó Karl Siebrecht, levantando las hebras—. ¡Chicos, a partir de mañana trabajaremos con cinco automóviles! ¡Así lo hará la empresa Siebrecht & Flau! Derrotaremos a toda la competencia. ¡Cinco automóviles! ¿Qué me decís? —Durante un instante miró con expresión triunfal sus rostros petrificados, incrédulos. Y de pronto, sin que él mismo supiera por qué, las lágrimas rodaron por sus mejillas y dijo sollozando—: ¡Ay, Dios mío, qué feliz soy! Me parecía imposible… Creía que todo estaba perdido… Y ahora… cinco automóviles… —De repente tomó a Rieke en sus brazos, la besó en ambas mejillas, la sacudió—. ¡Alégrate, Rieke! ¡Lo hemos conseguido! ¡Ay, Rieke, Rieke, Rieke mía! —Y abrazó a la Palude, la señorita avinagrada y entrada en años—. Llevaremos una contabilidad impecable. ¡Nadie despotricará de nuestro borrador de cuentas! —Y a Kalli—: ¡Kalli, amigo mío, viejo agorero, ¿sabes que a partir de mañana aprenderás a conducir? ¡Por supuesto que sí, eso está cantado! ¡Y cuando hayas derribado tu primera farola, te echaré de la empresa y podrás convertirte en cochero de Franz!

Karl era incapaz de contener su desbordante alegría. Que ellos aún no quisieran comprenderlo, que todavía lo mirasen con incredulidad, aumentaba su frenesí. Ni el viejo Busch se le pasó por alto.

—Sí, papá Busch, hay que ver lo que suponen tres viejas pajas. ¡Lo han conseguido, la verdad! Pero las voy a enmarcar, y debajo escribiremos el día de hoy, 18 de mayo de 1914, y después lo colgaremos en la oficina. ¡Las pajas y los pulgones lo han conseguido! Y también un bolso que pisé en el Tiergarten… —Hablaba de un modo cada vez más confuso, ellos lo miraban como si dudasen de su cordura.

Pero poco a poco fue tranquilizándose y comenzó su narración, y los demás creyeron lo que ya no se atrevían a esperar. Fue una velada larga y amistosa, que concluyó con la misma felicidad tranquila y agitada con que había comenzado. Solo Egon Bremer, el aprendiz, se sintió desgraciado, porque su corta edad le impedía convertirse en chofer. Miraba con envidia a todos los mayores y oyó sombrío el comunicado de su jefe de que habían terminado para él los correteos por las calles y que desde el día siguiente aprendería contabilidad, contabilidad por partida doble, y después balances, ¡los balances, hijo mío, son el alma del negocio, vaya que sí! El aprendiz Bremer coincidió con la señorita Palude en la necesidad de atar muy corto al nuevo contable, porque de transporte de equipajes no tenía ni idea.

A la mañana siguiente, cuando el nuevo contable, un joven pulcramente afeitado, de rostro perspicaz y enérgico, se presentó a las ocho en punto y el aprendiz Bremer irrumpió como casi siempre a las ocho y siete, el nuevo jefe dijo:

—Aquí no empezamos a trabajar a las ocho y siete, hijo, sino a las ocho. ¡Que quede claro! Segundo: no metemos las manos en los bolsillos del pantalón, sino que trabajamos con ellas. Tercero: tampoco nos presentamos con el cuello tan sucio. Cuarto: ve a la cocina y lávate un poco las manos, por encima, para eliminar la costra exterior. Quinto: irás por una bayeta y limpiarás a fondo el polvo de la oficina, incluyendo la parte de arriba de las estanterías. Y sexto: no te hurgues la nariz cuando estés furioso o abochornado… Bien, señorita Palude, continuemos. No, no tengo nada que objetar a su contabilidad, constituye una buena base. Pero me han dicho que los negocios aquí van a experimentar en breve un notable incremento.

Bremer, el aprendiz pelirrojo, echó más de una ojeada a la señorita Palude implorando auxilio. Ella tenía que recordar el pacto al que habían llegado anoche contra el intruso. Pero esa mujer estaba sentada a la mesa con sus libros y sus cuentas, mansa y aplicada, junto al nuevo y decidido jefe, y el aprendiz Bremer parecía no existir para ella.

—¿Tienes alguna queja? —preguntó el nuevo jefe.

Con un profundo suspiro, Egon Bremer se trasladó a la cocina a lavarse las manos y luego pidió a Rieke una bayeta. Tres minutos después el polvo remolineaba, las ventanas se abrieron. ¡Un aire nuevo y fresco corría por Eichendorffstrasse!

Sí, en Eichendorffstrasse corría un aire fresco… Cuando Karl Siebrecht se plantó aquella mañana a la puerta de la tienda, algunas nubes blancas pasaban presurosas por encima de los tejados, y a esa hora el cielo se veía despejado y de un azul claro, sin neblina. Lucía el sol, y bajo la escoba de palma del viejo Busch la fresca brisa levantaba columnitas de polvo que se alejaban veloces a alguna parte, en cualquier caso lejos de esa casa. Con su risa silenciosa, el viejo Busch volvió a ofrecer al joven la escoba. Pero Karl negó con la cabeza:

—No hay que pedir demasiado, papá Busch. Tener suerte una vez basta para mucho tiempo.

Entró en la tienda y se presentó al nuevo contable, el señor Frenz, que comunicó:

—El señor Gollmer ya me ha orientado a grandes rasgos. Creo que primero haré un inventario con la señorita Palude, si usted no tiene inconveniente, señor Siebrecht.

—Por supuesto —contestó Karl—, una idea excelente. Un inventario será lo mejor.

Pero no tenía la menor idea de lo que era un inventario. Miró pensativo al aprendiz Bremer, que limpiaba el polvo con las orejas coloradas como tomates y miraba a su jefe, quejoso por ese trabajo femenil que denigraba su masculinidad.

—¡Déjelo todo en regla, señor Frenz!

—Así se hará, señor Siebrecht. ¿Y no querría considerar usted la posibilidad de mudarse cuanto antes de esta tienda? Seguro que en Invalidenstrasse o junto a la estación de Anhalt encontraremos un local comercial más digno.

—Pero allí el alquiler será mucho más caro.

—Desde luego. Pero según ha comunicado el señor Gollmer, en breve contaremos con quince o veinte vehículos, de manera que un alquiler más elevado carecerá de importancia.

Ahí estaba de nuevo esa suerte de que otros creyeran en él, se fiasen de él, le encomendasen muchas cosas… ¡A pesar de su juventud y de todas las tonterías que había cometido! Así que tenía que haber algo dentro de él: un fondo. Y algo por encima: una estrella. El mismo Karl aprendía cada vez más a confiar en ese fondo y en esa estrella.

—Lo pensaré, señor Frenz —contestó—. Pero también barajo la idea de instalar oficinas en las estaciones. Lo estoy negociando con la dirección del ferrocarril.

El señor Frenz hizo una ligera inclinación.

—Sería, por descontado, una solución mucho mejor, señor Siebrecht.

—Pero aun en el caso de que lo consigamos —comentó el joven jefe—, no estoy del todo seguro de renunciar a esta tienda y en consecuencia a la vivienda. Sobre eso decidirá Rieke, quiero decir, la señorita Busch. La señorita Busch —aclaró, mientras miraba severo a su empleado para vetar de antemano cualquier crítica— es nuestra asesora, el espíritu bueno de mi empresa. Me ha ayudado mucho con sus consejos y obras. —Otra mirada severa—. Más tarde le presentaré a Rieke…, a la señorita Busch, señor Frenz.

—Será un placer, señor Siebrecht —contestó el señor Frenz con otra leve inclinación.

Y Karl Siebrecht, a pesar de la cortesía formal de su interlocutor, notó una sensación desagradable: Rieke y ese caballero de atuendo planchado con absoluta minuciosidad nunca encajarían.

Fue al teléfono y pidió que le pusieran con la dirección del ferrocarril. Después solicitó hablar con el señor Kunze.

—Quisiera comunicarle, señor consejero, que a partir de hoy transportaremos el equipaje con regularidad en cinco automóviles. Seguramente en un plazo breve aumentaremos el parque automovilístico.

Durante un momento no recibió respuesta, parecía como si el señor consejero Kunze gorgotease al otro extremo de la línea. Pero seguramente el señor Kunze solo se habría atragantado. ¡No hay que dar esos sustos a la gente a una hora tan temprana de la mañana!

—¿Se han solventado entonces todas las diferencias? —preguntó el señor Kunze.

—Eso creo.

—¿Y no volverán a producirse retrasos de equipajes en las estaciones?

—Se lo garantizo.

—Entonces le rogaría, señor Siebrecht, que usted y su socio se pasaran por aquí en los próximos días. Digamos que pasado mañana a las once. ¿Le parece bien?

—Sí. Pasado mañana a las once, señor consejero.

—Y, si es posible, traigan un inventario de su empresa.

—¡Es posible! Ahora mismo lo estamos llevando a cabo.

—Excelente. Piensa usted en todo, señor Siebrecht. Entonces, hasta la vista.

—Adiós, señor consejero.

Karl Siebrecht colgó y miró a su alrededor como si estuviera soñando. Aún no sabía que al vencedor que ha ganado la batalla decisiva le llueven las victorias.

La cosa no fue tan grave como le habían dicho la noche anterior: no toda su gente lo había abandonado. Algunos de los antiguos mozos, más tarde acompañantes del carretero y finalmente carretilleros, sí que acudieron. Antes de terminar, querían volver a hablar con el jefe para asegurarse de que no había esperanzas.

¡Pero las había! Solo necesitaban esperar media hora. No, no quería decirles nada, ya lo verían ellos mismos. Sí, lo de empujar carretillas estaba olvidado para siempre.

Lo alegraba que se hubiera presentado esa gente. Así podría asignar a cada chofer nuevo un copiloto con experiencia. A pesar de todo, veinte minutos después estaba en la habitación con Kalli Flau, vistiéndose ambos con la ropa de trabajo. Se ataron el uno al otro los rígidos mandiles de cuero, se colgaron los grandes bolsos de cuero que ojalá contuviesen abundante dinero esa noche. Ese día, los dos propietarios de la empresa Siebrecht & Flau querían volver a cargar ellos mismos, deseaban ser los primeros en ir en sus automóviles, recogiendo maletas y más maletas. Habían empezado como pobres tiburones despreciados, perseguidos, ¡pero también hay que saber disfrutar de las victorias!

—Oye, Karl —dijo Kalli Flau con cautela—, tu nuevo contable…

—El señor Frenz, sí. ¿Qué pasa con él?

—No creo que vayamos a intimar mucho.

—Ni tienes por qué, Kalli. Te ha parecido eficaz, ¿no?

—Sí, pero no acaba de encajar con nosotros, ¿no crees? ¿Te has dado cuenta de lo apabullada que estaba también Rieke? Apenas ha pronunciado palabra.

—Bah, ya pasará. No queda más remedio, Kalli; si queremos progresar, tenemos que aprender también a tratar con ese tipo de gente. Por cierto, pasado mañana nos han citado en la dirección del ferrocarril.

—¿A mí? —Kalli estaba completamente anonadado—. ¿A mí…? ¿En la dirección del ferrocarril?

—¡Sí, Kalli, a ti!

—Noo, noo, en eso no me metas… —Kalli Flau se puso nerviosísimo—. No, ve tu solo. A mí no me necesitan para nada, no entiendo ni patata de todo este asunto. ¡Ni diez caballos conseguirán llevarme allí!

—Pero sí un coche. —Karl rio—. No te pongas así, Kalli. El consejero Kunze no es ni la mitad de malo que el capitán Rickmer. Y además, ha requerido expresamente tu presencia.

—¿Mi presencia? ¿Se puede saber por qué?

—Porque tú eres mayor de edad y yo no. Eres el único representante legal de la empresa. Yo ni siquiera puedo firmar, Kalli.

—¡Maldito huracán! —Kalli estaba a punto de sufrir un ataque—. ¡Pero si no sé una palabra de eso! —dijo suplicante.

—Ya aprenderás. Además, solo será durante dos meses, porque es lo que tardaré en ser mayor de edad.

—De acuerdo —consintió Kalli Flau—. Pero tú me acompañarás a todas partes.

—¡Claro! —respondió Karl risueño—. Y ahora ven, es la hora de llegada de los vehículos.

Y salieron a la calle con sus mandiles de cuero.

¡Sí, ya venían! Uno detrás de otro, tocando ruidosamente la bocina. Las plataformas bajas estaban pintadas de amarillo canario, y del arco de hierro de arriba, al que se podía sujetar la lona impermeable, colgaban grandes letreros, en amarillo vivo y negro, que rezaban: COMPAÑÍA BERLINESA DE TRANSPORTE DE EQUIPAJES SIEBRECHT & FLAU.

Ahí venían. Se detuvieron delante de la tienda, uno detrás de otro, una columna militar, una formación impresionante. El aire fresco corría por Eichendorffstrasse, muchas ventanas se abrieron y varias cabezas se asomaron para desentrañar el significado de todo aquello.

También salieron de la tienda los robustos cargadores, de rostros sonrientes; el aprendiz, al que le temblaba todo el cuerpo ansioso por saltar el primero a un vehículo así; la Palude, que de la alegría recibió un verdadero destello de juventud; el señor contable Frenz, con un lápiz afilado como una aguja detrás de cada oreja y una expresión severa, como si tuviera que examinar la entrega en debida forma de esos automóviles. El viejo Busch estaba en el portón. Apoyado en su escoba, contemplaba boquiabierto los vehículos amarillos. Rieke, con la pequeña Tilda a su lado, gritó desde una ventana:

—¡Karl, ahora sí qu’as derrotao a Franz! ¡Ahora ties cinco pájaros, na menos! Y son canarios, ¿entiendes?

Todos rieron, hasta el seco señor Frenz tuvo a bien esbozar una leve sonrisa. Y desde allí se extendió el nombre. Al principio solo lo utilizaban los de la empresa; más adelante lo conocían ya en todas las estaciones; por último, todo Berlín decía:

—Ahí están los canarios.

Y el señor Frenz fue tan eficiente que consiguió que la pintura de los vehículos fuera de un amarillo cada vez más chillón. Karl distribuyó a los trabajadores. Casi todos los vehículos viajaron ese día con dos acompañantes. Mejor, así cargarían el equipaje más deprisa. Al captar la mirada suplicante de Egon, el aprendiz, se compadeció de él.

—¡Vamos, Egon, súbete a un automóvil! ¿Verdad, señor Frenz, que lo dejará libre por hoy? ¡Pero después, Egon…!

—¡Claro, jefe! —contestó Egon, radiante, mientras saltaba.

Y radiante llegó allí arriba, a la plataforma, con las manos en los bolsillos, igual que un príncipe. Ya le diría esa tarde el señor Frenz lo que opinaba de los príncipes con las manos en los bolsillos.

Luego, la columna se puso en movimiento. Los vehículos arrancaron uno tras otro, con un ruidoso estrépito del tubo de escape. ¡E incesantes toques de bocina! En la estación de Stettin describieron una curva, pasaron por delante de la salida, luego bajaron por la fachada más larga de la estación, tocando la bocina sin parar. ¡Cómo los miraba la gente! Después los vehículos se separaron, cada uno de ellos se apresuró a dirigirse a su estación. El vehículo donde iba Karl Siebrecht pasó junto a la entrada lateral de la estación de Stettin; era justo la hora del tren de Suecia. Y el momento preciso para librar la batalla final con Franz Wagenseil.