El padre de una joven
Media hora después, Karl Siebrecht llegó a una enorme tienda de venta de automóviles en Unter den Linden. Si el asunto no fuera tan urgente, jamás se habría atrevido a entrar en ese lugar tan pomposo sin todo tipo de preparativos. Pero el señor Kunze le había advertido que tenía que solucionar el caos en tres días.
Era algo fantástico, imposible, ridículo: ¡él, que ya no poseía ni quinientos marcos —y aún no había pagado los sueldos de la Palude y de Egon—, pretendía comprar o alquilar cinco automóviles, con sus respectivos conductores!
En vano intentó averiguar el gerente, a cuyas manos fue a parar finalmente Karl Siebrecht, lo que el joven deseaba en realidad. Él se negaba a revelar sus deseos. Solo hablaría con el jefe en persona.
—Pero si ya le digo que el jefe acude muy de tarde en tarde a la tienda, ni siquiera dos veces por semana —aseguró por tercera vez el gerente de grandes patillas—. Y además, no se ocupa de las ventas. Puede contármelo todo sin temor. Si no me equivoco, ¿desea usted comprar un automóvil a plazos? Bien, podemos discutir sobre el asunto, siempre que usted aporte referencias…
Esta precisión fortaleció la actitud de Karl Siebrecht.
—No —rechazó decidido—. He de hablar con su jefe en persona. ¿No podría darme su dirección particular, si él no se encuentra aquí?
—Por desgracia, eso es imposible. El señor Gollmer no desea ser molestado en su villa con asuntos comerciales. Si usted no se decide a decirme lo que le preocupa… —El gerente hizo con la mano un ademán de pesar.
—No, gracias. Tengo que hablar con su jefe.
—En ese caso, lamento en el alma…
Karl Siebrecht salió a la calle. A la luz del mediodía de ese día de mayo, los formidables tilos ostentaban un maravilloso verdor. Pero en la siguiente esquina había otra tienda de automóviles, él lo recordaba bien, una empresa americana. ¿Y si probase allí? En conjunto, las experiencias con la inglesa no habían sido malas. Pero se le había metido en la cabeza que tenía que ser precisamente esa tienda. Al principio, cuando se le ocurrió por primera vez en el taxi la idea de los coches, esa tienda había aparecido vagamente en su pensamiento. Su mirada cayó sobre un rótulo colocado en la puerta. Era pequeño, no más ancho que una regla ni más largo que un palmo. «Propietario, Ernst Gollmer», decía. Ernst Gollmer, domicilio desconocido. Ernst Gollmer, puerta al paraíso del automóvil, pero ilocalizable. Ernst Gollmer, que solo acudía una vez por semana. Ernst Gollmer, al que no había que molestar con ventas… Pero, aunque le negasen la dirección del susodicho señor Gollmer, ¿a quién le cabía en la cabeza que el propietario del mayor concesionario de automóviles de Berlín no tuviera teléfono en su villa? ¡A nadie! ¡Y todos los poseedores de teléfono figuraban en la guía! Karl Siebrecht miró a su alrededor. Casi enfrente de él estaba el café Bauer, un lugar que no había pisado jamás. Ahora lo hizo, ¡lleno de decisión!
Encontró la guía telefónica sobre una mesita. La hojeó y enseguida leyó lo que no había querido decirle el gerente de las patillas: «Gollmer, Ernst, comerciante. Grunewald, Königsallee 27». Grunewald, eso suponía casi una excursión al campo, y la llevaría a cabo ese mismo día; aún le quedaba por ver otro follaje distinto al de los viejos tilos.
Karl Siebrecht tomó el tranvía eléctrico, luego un ómnibus de caballos que pasó por delante de la casa de su amigo, el lejano señor Von Senden. Alzó la vista: todas las persianas verdes estaban bajadas, y él les hizo un saludo casi travieso. El señor Von Senden, que le habría ayudado complacido, estaba inalcanzable en la lejana Pomerania Occidental; el señor Ernst Gollmer, que seguramente no ayudaría de buen grado, vivía en Grunewald, y lo mejor era que estaba a su alcance. Otro tranvía más y luego, para terminar, un segundo ómnibus de caballos cuyos animales trotaban al sol de mayo, cada vez más despacio, hacia la parada de fin de trayecto situada junto a la estación de la línea circular de ferrocarril de Halensee. El sombrero redondo de charol del cochero del ómnibus proyectaba auténticos rayos bajo ese sol, y luego Karl Siebrecht paseó muy tranquilamente, las manos a la espalda, para cruzar el gran puente del ferrocarril, se detuvo un momento y miró hacia abajo, a las vías, por las que maniobraba un mercancías. Con unos niños que daban voces y gritos de júbilo, el vapor de la locomotora lo envolvió de pronto en una nube blanca; al disiparse el vapor, regresaron el sol, mayo y el cielo azul.
Königsallee. La puerta de acceso al estrecho jardín delantero de la gran villa roja estaba abierta. La traspasó, subió unos peldaños y —con su corazón latiendo muy fuerte— apretó el botón del timbre. Oyó un repiqueteo estridente. Por precaución se quitó el sombrero, para no olvidar hacerlo después.
El timbre había sonado, pero nada sucedió. Esperó con paciencia un buen rato, después cobró ánimo y apretó el botón por segunda vez. El timbre resonó obediente, pero nadie escuchó su llamada. Miró a su alrededor, irritado. Ese tal señor Gollmer, que mandaba decir que no estaba en su propia y lujosa tienda, era capaz de todo: tal vez disponía de ventanas ocultas para observar y reconocer a los visitantes indeseados. Pero la villa tenía el aspecto de cualquier villa de hombre rico, no se percibía nada misterioso. Karl Siebrecht colocó el dedo sobre el botón del timbre por tercera vez, y en esta ocasión insistió. Cuando uno está decidido a algo, no debe renunciar. ¡No iba a dar media vuelta allí, junto a la puerta del paraíso! El timbre sonó, sonó y sonó… interminablemente.
De pronto la puerta se abrió, y la voz furiosa de una joven le recriminó:
—Pero ¿qué se ha figurado usted? ¿A qué vienen esos timbrazos? ¿Cree que estoy sorda? —Y con un asombro mayúsculo añadió—: ¡Cielo santo! No, no es posible. ¡El pisoteador de bolsos!
El reconocimiento había sido mutuo, los dos se miraban con el máximo desconcierto, la chica del Tiergarten con sus bucles como tirabuzones y el joven que había pisado su bolso.
—¡La señorita Hermano! —dijo estupefacto, dejando caer su sombrero.
—¡Mire! —exclamó ella—. ¡Ya ha vuelto usted a tirar algo! Hágame el favor de pisotearlo un poco. Por una vez, pisotee usted tranquilamente sus propias cosas —reflexionó—. ¿Cómo ha averiguado que vivo aquí? ¡Es, es… para ser suave, una desvergüenza, mira que espiarme así! —Y del enfado echó los rizos hacia atrás, que volvieron a caer en el acto hacia delante y golpearon su mejilla en un suave balanceo. Ese día no llevaba sombrero, pero iba envuelta en un gran delantal de colores. Karl la tomó por una de las sirvientas de la villa.
—En realidad, venía a ver al señor Gollmer —explicó, agachándose a recoger su sombrero. Vaciló, y por fin se decidió a pisotearlo—. Espero que ahora esté satisfecha conmigo, señorita.
—Pero ¿qué clase de hombre es usted? —bramó—. Mira que pisar un sombrero tan bonito. Démelo, ande. —Se lo quitó de las manos, lo estiró y lo sacudió—. ¡Desde luego, es usted temible!
—¡Usted lo ha querido así, señorita!
—¿Piensa hacer todo lo que yo le diga? Tome, aquí lo tiene, ha tenido mejor suerte que mi pobre foto.
—¿Se encuentra bien su hermano, señorita?
Ella lo miró furiosa, luego lanzó una rápida ojeada al enorme vestíbulo.
—¡Debería darle vergüenza! —exclamó ruborizándose—. Confío en que no le contará nada de mi… hermano al señor Gollmer. ¿Y qué desea del señor Gollmer, por cierto?
—Quería…, quiero… Tengo que hablar con él de negocios.
—¿Y para eso ha venido aquí? Papá nunca habla de negocios en este lugar. Es completamente inútil, él ni siquiera lo escuchará, lo echará en el acto —afirmó dirigiéndole una mirada muy severa.
Su padre… El gran vendedor de automóviles Gollmer era su padre. ¡Si eso no era una señal del cielo…!
—Señorita —rogó—, señorita, consiga que su padre me escuche. ¡Hágalo por mí! ¡Dependen tantas cosas de eso, sencillamente todo! Que me escuche tan solo, el resto es asunto mío. ¡Pero tiene que conseguirlo, por favor, por favor!
Si Karl Siebrecht hubiera reflexionado unos instantes, le habría llamado la atención lo fácil que le resultaba rogar a esa chica, a él, que era incapaz de pedir nada. Pero ahora no disponía de tiempo. ¡Haberla encontrado allí, tenerla ante sus ojos y que fuera tan guapa, ay, tan guapa! Y que tuviera algo que contarle la segunda vez que la veía, que compartiera ya un secreto con ella. Solo por eso tenía que llegar a algún tipo de acuerdo con ese comerciante Gollmer, ¡para verla con más frecuencia! ¡Por favor, por favor!, le había rogado.
—Es usted verdaderamente curioso —reconoció ella—. Primero me vacía el bolso y lo pisotea, luego rompe mis fotos, a continuación toca el timbre a rebato como un ladrón…
—Los ladrones no tocan el timbre, señorita.
—Pues entonces como un bandolero.
—Los bandoleros tampoco tocan el timbre.
—¡Por supuesto, usted siempre tiene que tener razón! Y encima pretende que me alíe con usted en contra de mi padre… ¡Me parece muy raro!
—Yo no pretendo nada, se lo ruego —afirmó con una mirada verdaderamente suplicante.
—Hoy papá está de muy mal humor —comentó la joven con tono más apaciguado—. Lleva dos horas esperando al jardinero. ¿Sabe usted algo de jardinería?
—Sé diferenciar las coles de las zanahorias.
—Bueno, inténtelo —replicó, decidida—. Pero no quiero saber nada de este asunto. Vaya hacia la izquierda rodeando la casa, papá está detrás, en el jardín. Compórtese como si lo hubiera enviado la empresa de jardinería. ¿Y después? ¡Eso es cosa suya! Sabe Dios cómo acabará todo. —Lo examinó con mirada crítica—. Espero que tenga más habilidad en el trato con caballeros viejos que con damas jóvenes.
—Entonces lo intentaré. Muchas gracias —contestó suspirando—. ¿Sería tan amable de cruzar los dedos por mí mientras tanto? La verdad es que el asunto reviste una importancia capital para mí.
—¿Tiene idea de todo lo que me espera? Comemos dentro de media hora, y la criada está enferma. ¡No tengo tiempo de cruzar los dedos!
Y para sorpresa de Karl, le dio con la puerta en las narices. El joven, tras un suspiro, dio la vuelta a la casa. De la sombra salió al sol, y sin embargo le parecía que ya no había tanta claridad como junto a la puerta. De repente divisó al señor Gollmer en medio del césped.
El señor Gollmer era un hombre alto, muy gordo, que en ese momento iba ataviado con una camisa de fantasía y un pantalón gris de franela. Tenía una cabeza descomunal, en forma de huevo, lisa como una bola de billar… Era cosa de risa que ese hombre calvo fuera el padre de una hija tan llena de rizos. El señor Gollmer se dedicaba a arrancar de un césped joven de color verde esmeralda margaritas y dientes de león, una tarea que menoscababa su humor.
—¡Vea! —exclamó indignado—. Así que esto es lo que ustedes llaman un auténtico césped inglés, y luego me siembran dentro esta porquería. —Contempló con disgusto la amable florecilla amarilla que sostenía en la mano—. Para criar mala hierba no necesito jardinero, me las apaño solo.
Karl Siebrecht recordó el huerto paterno; cuántas veces había estado en él con la vieja Minna arrancando malas hierbas, podando frutales; hasta se habían atrevido a injertar rosales.
—Los dientes de león no se eliminan arrancándolos, señor Gollmer —le advirtió—. Hay que sacarlos con un instrumento punzante. Existen extractores de malas hierbas que son muy útiles para eso. Y ni siquiera hace falta agacharse.
—¡Bien! —gruñó el señor Gollmer—. Entonces la próxima vez tráigame un extractor de esos. Pero no se olvide, que siempre os olvidáis de todo. —Examinó al joven con desaprobación—. Otra cara nueva. Nunca viene la misma persona a mi jardín. Ninguno sabe nada. ¿Y ahora qué pasa con mis pulgones?
—¿Me permite verlos? —preguntó, cauteloso, Karl Siebrecht.
—¿Verlos? ¿Es que no nota desde aquí el olor de esa banda carroñera? Acompáñeme…
El vendedor de automóviles condujo a su jardinero junto a la casa. Allí, sujetos a largas espalderas, crecían melocotoneros, albaricoqueros y cerezos. Ya habían perdido la flor, se veían con toda claridad los gruesos botones verdes, pero…
—¿No es una lástima? —preguntó el señor Gollmer—. Este año han florecido de maravilla, como nunca, la flor no ha sufrido heladas, y ahora, vea, ¡vea esto! —repitió levantando la voz—. He estado rociando con esta porquería de cacharro que me facilitó su maestro, pero es como si fuera azúcar para estas bestias. Cada vez se multiplican más. ¡Es asqueroso! —Y contempló con profunda aversión el hervidero pegajoso de un verde negruzco que parasitaba las puntas de cada rama, cada botón de fruta, cada hoja.
Una vez más, el recuerdo acudió en ayuda de Karl.
—Fumigar no es todo, señor Gollmer —dijo.
—¡Vaya, hombre! —replicó este, belicoso—. ¿Me lo dice ahora que he rociado como un bombero? He apestado a alquitrán como un viejo cobertizo para guardar botes, mi hija me ha echado de casa.
—Fíjese en estas hormigas —recalcó con insistencia Siebrecht—. ¿Ve cómo suben por el cerezo? Observe con atención: aquí, por favor, esas de ahí y aquellas y esas otras… Todas llevan pulgones. Las hormigas transportan los pulgones a las ramas del cerezo.
—En efecto, tiene usted razón. ¡Ya está haciendo gimnasia otra de esas canallas! Pero ¿por qué lo hacen? ¿Para enfadarme?
—Observe ahora las puntas; ahí los pulgones chupan el jugo de las ramas, y de nuevo, junto a ellos, las hormigas. Pero esta vez no se llevan a los pulgones, sino que los acarician, los ordeñan. El jugo de los pulgones es para ellas lo mismo que la miel para las abejas. Por eso las hormigas suben los pulgones a los cerezos, para que pasten y después las hormigas puedan ordeñar su dulce jugo.
—Las hormigas ordeñan a los pulgones. Vaya, vaya, no es usted un joven memo —comentó, pensativo, el señor Gollmer—. Es el jardinero más juicioso que su maestro me ha enviado hasta el momento.
Contempló al joven con cierta simpatía. Karl Siebrecht se preguntó si no habría llegado la hora de hablar, pero era demasiado pronto. Primero tenía que consolidarse ese sentimiento de simpatía. Sin darse cuenta echó un vistazo hacia arriba, a las ventanas de la villa. Y como atraída por su mirada, la joven apareció en una de las ventanas. Con las manos levantadas, mostraba los dedos cruzados con fuerza. Al mismo tiempo asentía tan fuerte con la cabeza que sus largos rizos ondeaban. La joven volvió a desaparecer como por arte de magia. Todo sucedió tan deprisa que el señor Gollmer apenas tuvo tiempo de preguntar:
—¿Y qué hago yo ahora? ¡Resulta que además de pulgones tengo hormigas! Espero que no tenga preparadas para mí las siete plagas de Egipto.
—Si fumiga usted, señor Gollmer —replicó con soltura Karl Siebrecht—, destruirá los pulgones. Pero una parte siempre se le escapará. Y de esos las hormigas siempre llevarán nuevas vacas a las ramas recién liberadas, así que primero ha de exterminar a las hormigas; en un jardín que se precie no debe haber hormigas. —El señor Gollmer lo contemplaba sombrío—. Es muy sencillo, riegue cada hormiguero con agua caliente. Luego tiene que impedir que las hormigas trepen a los frutales, esto ya es más difícil, porque hay que pintar con cola antiorugas cada tronco, cada sitio donde las espalderas acaban en el suelo. —La expresión del señor Gollmer se ensombrecía cada vez más—. Cuando haya hecho todo eso, fumigue, y al cabo de tres o cinco días tendrá sus frutales libres de pulgón. Como es natural, de vez en cuando deberá renovar la capa de cola, pero eso cuesta poco trabajo. —Karl Siebrecht miró satisfecho al señor Gollmer con el plan que le había diseñado.
—Oiga usted —dijo este con tono muy lóbrego—. No para de repetir «usted» y «usted». ¿Acaso cree que debo hacer yo todo eso? ¿Echar agua caliente y dar manos de cola?
—¡Naturalmente! De lo contrario, no se librará de esos bichos.
—Mi querido joven —enfatizó el señor Gollmer—, se expresa muy bien, pero no le pago por eso, sino por trabajar. ¿Ve ese cobertizo ahí detrás? Dentro está la cola contra las orugas y el pulverizador, en la cocina le darán agua caliente. Y ahora, manos a la obra. Mientras tanto, yo comeré, y luego comprobaré su rendimiento, aparte de hablar.
—¡Un momento, señor Gollmer! —exclamó Karl Siebrecht, horrorizado. Sabía que no era el momento propicio, pero con una decisión tan apremiante, no podía pasarse horas y horas exterminando pulgones—. Es que no soy un auténtico jardinero, soy…
—Hace rato que me he dado cuenta de que no es usted un auténtico jardinero. Porque un jardinero, en lugar de revelar sus secretos, habría exterminado los pulgones y me habría hecho creer que era un milagro. Usted debe de ser uno de esos trabajadores ocasionales… que husmean en todos los oficios y no tienen ganas de desempeñar un trabajo razonable. Ya lo analizaremos más tarde. ¡Hora de comer!
Karl Siebrecht lo siguió con la vista desesperado. Pero no era el momento adecuado para dar explicaciones al señor Gollmer, y hasta él lo comprendía, a pesar de las prisas. El señor Gollmer lo habría tildado de vago y lo habría puesto de patitas en la calle. Karl Siebrecht se encaminó al cobertizo suspirando. Allí encontró todo lo que necesitaba, incluso un par de pantalones de loneta muy sucios, que prefería ponerse a mancharse su traje de los domingos. Tras cambiarse de ropa, se acercó a la cocina con dos regaderas.
Al principio trabajó a disgusto, pero poco a poco fue animándose. Comprendió que tenía que rendir para que su ruego tuviese mínimas perspectivas de éxito. Escaló y corrió, las regaderas chacoloteaban; a veces, cuando se paraba para limpiarse el sudor de la frente, alzaba la vista hacia las ventanas de la villa. Esta permanecía tranquila y silenciosa, las ventanas continuaban abiertas, pero no se veía a nadie. Luego, cuando se acabó el agua caliente en la cocina, comenzó con la cola contra las orugas, sustancia pertinaz y muy pegajosa. Posee una funesta inclinación a adherirse en todas partes donde no debe, por ejemplo en manos y ropas. Maldiciendo entre dientes, pero siempre a un ritmo cada vez más rápido, Siebrecht manipuló la cola. Embadurnó, pegó y encoló cualquier acceso para las hormigas. Al mismo tiempo, era consciente de que, entretanto, en todas las estaciones de tren un número cada vez menor de carretilleros libraba un combate desesperado contra montañas de equipajes que crecían sin cesar. En Eichendorffstrasse no pararía de sonar el teléfono, lloverían las quejas, y la Palude contestaría: «El jefe lleva horas desaparecido».
Sí, él, el comandante de ese pequeño ejército que combatía heroicamente, estaba trabajando al hermoso sol de mayo en un jardín. En lugar de burlar a Franz Wagenseil, hacía caer en la trampa a las hormigas; en lugar de transportar equipajes, conducía a los pulgones al nirvana. Ni con los esfuerzos más audaces de su fantasía acertarían a imaginar jamás a su jefe en ese apacible jardín de Grunewald… A veces incluso a él mismo le parecía un sueño. ¡Basta de cola, venga ese rociador! Era un pulverizador sobre ruedas, y el señor Gollmer tenía razón en enfadarse con sus jardineros: no lo habían limpiado tras el último uso y el émbolo se había oxidado, atascándose. O puede que la culpa fuese del propio señor Gollmer, ya se lo diría él; ese hombre, que sencillamente exprimía a sus esclavos, no merecía consideración alguna. Después volvió a poner en marcha el pulverizador. La disolución salió por la boquilla de latón con un leve zumbido, se ensanchó como un abanico, brilló al sol con todos los colores del arcoíris, y cayó sobre las ramas igual que una espesa niebla. Sobre las ramas y sobre los pulgones… El joven sonrió malhumorado: los pulgones más viejos informarían a sus biznietos de esa hecatombe de la era de los pulgones. Muy pocos escaparon a la aniquilación.
—¡Lo hace de primera! —dijo una voz de alabanza a su espalda.
Se volvió, sobresaltado, y a punto estuvo de rociar con la solución de nicotina a la joven.
—¿Han terminado ya de comer? —preguntó con tono de reproche.
—¡Hace rato! Papá se ha tumbado a dar una cabezadita. Me manda decirle que cuando acabe con esto tiene que extraer del césped los dientes de león.
—¡Esta mala pasada es obra suya! —Había apartado el pulverizador y la contemplaba con reproche—. ¿Cuánto tiempo dormirá su padre?
—Oh, es imposible precisarlo con exactitud, a veces hasta las cinco o las cinco y media.
—¡Dios mío!
—Pero usted tiene cosas que hacer. ¿No querría colocarse de jardinero con nosotros? Creo que esa ropa le sienta de maravilla.
Karl era inmune a su sarcasmo.
—¡Querida señorita Gollmer! —suplicó—. Me ha prestado una ayuda espléndida. También ha cruzado los dedos por mí…
—¿Yo? ¡Pero qué dice!
—Antes, junto a la ventana. Pero seguramente lo habré soñado. De todos modos, todo esto me parece un sueño: el jardín, usted, todo…
—¡No se olvide de los pulgones en su sueño! Mi padre afirma que es especialista en pulgones, que se apasiona en cuanto habla de pulgones.
—Ay, señorita Gollmer, ¿por qué se burla continuamente de mí? Dependen tantas cosas de esa entrevista con su padre, quizá todo. Y no solo para mí, también para media docena de los míos. ¡Y usted no deja de tomarme el pelo!
—¿Y qué quiere que haga? —inquirió ella un tanto confusa y asustada.
—¡Despiértelo! Tengo que hablar con él. Hasta los segundos cuentan. Tal vez sea ya demasiado tarde. ¡Y yo aquí, ocupándome de los pulgones!
—Está ocupándose de mí —repuso ella con severidad. Y después, enfurruñada, como hija de un hombre rico que era, añadió—: ¿Pretende darle un sablazo a papá?
—No, no quiero darle un sablazo, al menos de dinero. Necesito que me ayude, y ni siquiera eso! Quiero hacer un negocio con él. Querida señorita Gollmer, por favor, despiértelo. Después puede usted escucharlo todo, pero ahora las cosas están que arden. —Karl hablaba cada vez más atropelladamente—. No, mejor que no esté presente cuando le cuente todo a su padre… Su presencia me impide hablar como es debido.
—¡Caramba! —exclamó, asombrada—. Pues a mí me parece que en mi presencia habla usted de maravilla. ¡Es más, ni siquiera me deja hablar a mí! Yo…
—¡Rayos y truenos! —gritó una voz formidable procedente de la villa—. ¿Quieres dejar de distraer a mis empleados, Ilse? Y usted, joven, dese un poco de prisa, que no le pago por charlar. ¡El café, Ilse, y deprisita!
—¡Papá! —susurró ella—. Ya se ha despertado… Entonces siempre está de mal humor. —Se alejó presurosa y Karl Siebrecht, compungido y derrotado, volvió a abrir la llave. Salió de nuevo el chorro multicolor de agua, convirtiéndose en abanico, transformándose en niebla…
—Bueno —dijo el dueño del jardín—. Ya basta por hoy. ¿Consiguió aflojar el émbolo? Se me oxidó. A continuación limpie bien el pulverizador, y vuelva a adecentarse. Puede lavarse en la cocina.
Dicho esto, el señor Gollmer dio media vuelta y se marchó. Tenía la costumbre de la gente rica de dejar a los demás con la palabra en la boca.
El pulverizador estaba lavado y Karl Siebrecht aseado y endomingado. Contempló el jardín desde la salida de la cocina. En el cenador se oía tintineo de cucharillas, echó la cabeza hacia atrás, se puso las manos a la espalda y, cruzando el césped, caminó con paso decidido hacia allí, sin prestar atención a los senderos. En el cenador, ya se lo esperaba, tomaban café el señor Gollmer y su hija.
—Si puedo presentarme ahora… —dijo, y su voz le temblaba un poco a pesar de su decisión—. Me llamo Karl Siebrecht. Soy copropietario de la empresa Siebrecht & Flau. Nos ocupamos de transportar equipajes desde las estaciones de Berlín.
—Muy interesante —contestó el señor Gollmer removiendo sin apartar la vista de su taza de café—. Ilse, ofrece a este joven una silla y una taza de café. Como ha sido eficaz exterminando mis pulgones, lo escucharé durante cinco minutos. Si logra interesarme en ese tiempo seguiremos hablando. Si no, se irá. —El señor Gollmer soltó el reloj de la cadena, abrió la tapa y lo colocó ante él—. A las cuatro y tres minutos se acabó —sentenció, ominoso.
Karl Siebrecht se reclinó en la silla. ¡Sobre todo no apresurarse!, pensó. Cinco minutos son mucho tiempo, en cinco minutos se puede hablar por los codos. No puedo comenzar hablando enseguida del aspecto comercial, tengo que despertar su interés, bastante oye hablar de negocios un hombre como él. Y comenzó a hablar de la muerte de su padre, de su llegada a Berlín, de cómo conoció a Rieke… Habló de los inquilinos secadores, del señor Kalubrigkeit, del señor Von Senden…
Padre e hija se miraron como si también conociesen al señor Von Senden. Pero en lugar de preguntarle, lo dejaron hablar.
Contó cómo conoció a Kalli Flau, habló de Felten, Hagedorn y la inglesa. No olvidó las barcazas de manzanas, y ya en las estaciones, apareció el abuelo Kürass, luego Kiesow, Kupinski, Franz Wagenseil… y comenzó la lucha. Y mientras refería todo eso, Karl Siebrecht se sentía como si estuviera refiriendo una historia ajena. Al relatarla no le parecía su propia vida, era tan variopinta, se componía de tantos retazos distintos, y sin embargo parecía orientada a un solo fin…
—Las cuatro y tres —dijo el señor Gollmer. Cerró su reloj y se lo guardó en el bolsillo. Durante un instante permanecieron inmóviles; el hombre joven y la chica joven miraron, asustados, al hombre mayor—. Continúe, señor Siebrecht. Tengo tiempo. Por favor, Ilse, sirve otra taza de café.
Una oleada de ardiente alegría inundó al joven, que durante un momento fue incapaz de articular palabra.
—Yo… yo… usted… —tartamudeó, levantando la mano.
El comerciante de automóviles fingió no darse cuenta.
—No hay prisa —dijo—. La tarde es larga…
Cinco minutos después, el señor Gollmer tomó la palabra.
—Bueno, eso ya lo sabemos. Es, por así decirlo, la faceta humana del asunto. Ahora viene la comercial. Quiero oír números. Ilse, por favor, tráeme papel y lápiz.
A partir de entonces, el señor Gollmer no se cansó de hacer preguntas: ¿Con cuánta frecuencia viajaban por término medio los carros? ¿Qué carga llevaban? ¿Cuántas piezas de equipaje? ¿Peso? ¿Número de maletas? ¿Ganancias? ¿Salarios? Longitud en kilómetros del trecho recorrido a diario.
—Esto no es nada —dijo al final el señor Gollmer—. Trabaja usted a ciegas. ¡Ni siquiera conoce sus gastos! Necesita usted una buena contabilidad. ¡Balance, hijo mío, balance! Bueno, ya aprenderá todo eso, le enviaré a un contable muy eficaz que comience a organizarlo todo. Tendrá sus camiones, mañana a las nueve estarán dispuestos. Lo peor es lo de los choferes, pero le sacaré de apuros durante una temporada. Haga que sus hombres más hábiles se presenten lo antes posible al examen de conducir. Usted, por supuesto, también, igual que su socio. Ilse, pide el coche, nos vamos a la ciudad. —Y con un suspiro añadió—: ¡Sabía que los pulgones me saldrían muy caros! —El señor Gollmer miró al joven casi con aspereza; después, entornando despacio los ojos, preguntó—: ¿Por qué no pidió dinero prestado al señor Von Senden? Habría sido mucho más fácil.
—¿Conoce usted al señor Von Senden? —preguntó cauteloso Karl Siebrecht.
—Sí. Un poco.
—Bueno, pues si lo conoce… Si el señor Von Senden me hubiera prestado el dinero, le habría dado igual que yo consiguiese algo con él o no. Me lo habría dado por amistad. Pero con usted, señor Gollmer…
—¡Cierto! —exclamó el hombre gordo asintiendo con la cabeza—. Muy cierto. Yo habría hecho lo mismo. En la vida hay que permitir los menos regalos posibles; en general, los regalos salen muy caros al obsequiado. —Y, dirigiéndose a su hija—: Ilse, ¿cómo es que te has puesto el abrigo? ¿Acaso pretendes acompañarnos?
—Me gustaría hacer unos recados en el centro.
—¡No me digas! ¿Y no temes que este hombre vuelva a pisotearte el bolso?
—No —contestó en voz baja.
No miró a Karl, que no la perdía de vista. Así que ya había hablado antes con su padre de él, ¡había intercedido en su favor! Y sin duda no habría dicho ni media palabra de la foto rota…