El señor consejero Kunze
—Las diez en punto —dijo el señor consejero Kunze—. Ni muy temprano, ni muy tarde, ¡como a mí me gusta!
Siebrecht esbozó una sonrisa a modo de respuesta.
El señor consejero Kunze era un hombre maduro y corpulento, de gruesa barriga y rostro gordo, carnoso pero gris. Parecía como si en toda su vida no hubiera salido de ese despacho oscuro y muy feo, cuyo único adorno eran unos arabescos de latón en el tubo negro del alumbrado de gas. Pero ya no era alumbrado de gas; la dirección del ferrocarril, muy avanzada, había introducido dos cables por el antiguo tubo del gas para convertir el alumbrado en eléctrico. El señor consejero Kunze no había podido modernizar nada. Tenía aspecto de haber pasado toda su vida ocupado con legajos, más aún, de haber estado él mismo depositado entre esos legajos, tan gris y polvoriento parecía con su traje de tejido jaspeado. Lo único gracioso en él eran sus cabellos, erizados como los de un cepillo o las cerdas de un erizo. Pero al igual que todo lo suyo, eran de color gris hierro.
—Tome asiento, señor… ¿Quién es usted, el señor Siebrecht o el señor Flau?
—Mi nombre es Siebrecht, señor consejero.
—Parece usted jovencísimo, señor Siebrecht. ¿Qué edad tiene?
—Veinte años.
—Pero su socio, el señor Flau, es mayor, ¿no?
—Sí, ha cumplido veintidós.
—¡Veintidós ya! ¡Una edad avanzada, ciertamente! —El señor Kunze tosió como si le hubiera entrado polvo en la garganta. A través de sus gafas muy pulidas contempló al hombre joven con un interés teñido de asombro—. Así que podemos decir en todos los sentidos que se trata de una empresa joven.
—Perdone, señor consejero, pero mi firma existe desde hace cuatro años —afirmó Karl Siebrecht no sin orgullo.
—Ya lo sabemos, señor Siebrecht, ¡y muy bien! —contestó el señor Kunze con tono de reproche.
Alargó la mano hacia un estante situado a su espalda y sacó un expediente que depositó sobre el escritorio. Desde su asiento, Karl Siebrecht leyó encima del documento escrito en grandes letras redondas: «Siebrecht & Flau». No era un expediente delgado. Karl Siebrecht se asombró de lo mucho que habían escrito sobre él. El señor Kunze golpeó el expediente con la palma de la mano. Pero no se desprendió ni una mota de polvo, prueba de que el documento se había usado con frecuencia, al menos últimamente.
—Cuatro años no son mucho tiempo —dijo el señor Kunze.
—Una vez transcurridos, tampoco a mí me lo parece —reconoció Siebrecht—. Pero en ocasiones, mientras transcurrían, se me hicieron eternos.
—Por ejemplo, los últimos catorce días, ¿eh, señor Siebrecht?
El joven estaba perplejo, ese viejo y polvoriento rey de los legajos hablaba como si durante los últimos catorce días hubiera caminado con él delante de la carretilla.
—En los últimos tiempos han llegado demasiadas quejas sobre su empresa —explicó el consejero—. La entrega de equipajes no ha funcionado muy bien, ¿verdad?
—No —reconoció Karl Siebrecht.
—¿Y a qué se debe?
—A diferencias con el transportista… —contestó Karl Siebrecht vacilante.
—También lo sabemos.
El señor Kunze volvió a alargar la mano hacia el estante situado tras él y sacó un segundo expediente, mucho más delgado, que colocó asimismo ante sí. Karl Siebrecht leyó sin esfuerzo en la tapa «Franz Wagenseil». El señor Kunze lo abrió. Sacó una hoja situada encima del todo, aún sin encuadernar, la sostuvo muy cerca de sus gafas y leyó despacio el texto escrito a máquina con el ceño fruncido. Luego cerró el expediente Wagenseil, pero depositó la hoja sobre la tapa abierta.
—Disculpe, ¿qué me decía? —preguntó a Karl Siebrecht.
—Que tengo diferencias con el señor Wagenseil.
—¿Y las han solventado?
—No.
—¿Es previsible que lo hagan?
—No.
—¿Y qué piensa hacer usted?
Karl Siebrecht calló. El señor Kunze esperó con paciencia un buen rato. Después se inclinó hacia delante por encima de su escritorio y dijo:
—Comprenderá nuestro interés por saber quién reparte nuestros equipajes y cómo. Hemos seguido su empresa desde sus comienzos. He de confesarle que las expectativas al respecto estaban divididas. Esto ha suscitado vivas discusiones… —El señor Kunze acarició con mano casi amorosa el expediente Siebrecht & Flau—. Algunos opinaban que los dos propietarios eran demasiado jóvenes e inexpertos para dirigir una empresa de tal calado. Al fin y al cabo, se les confiaban a diario objetos por valor de miles de marcos. Otros caballeros, sin embargo, celebraron su idea. El reparto con mozos de cuerda ya no era aceptable, el tráfico de equipajes hacía mucho que había alcanzado demasiada envergadura. Querían darles una oportunidad. Se impuso esta opinión. —Dedicó una nueva caricia al expediente—. Mire, señor Siebrecht, aquí no estamos en provincias, donde primero se pregunta con temor quién y qué eres. ¿Qué es su padre? Nosotros nos preguntamos: ¿Qué es lo que haces? ¿Eres digno de confianza? —Durante unos instantes observó a Karl Siebrecht, luego añadió sonriendo—: Siempre me he alegrado de que no haya decepcionado usted a los caballeros que votaron a su favor. ¡Ha hecho un buen trabajo con escasos medios!
—Muchas gracias, señor consejero… —Karl Siebrecht apenas podía hablar de la felicidad que lo embargaba. Se había pasado años y años trabajando creyendo que nadie tomaba nota de él, y allí unos caballeros muy importantes habían discutido por su causa y habían tomado partido por él—. ¡Muchas gracias! —repitió, vehemente y feliz.
—Ah, ¿cree que yo también voté por usted? Pues bien, estuve presente, pero había otros caballeros. Y solo tiene que agradecérselo a sí mismo. A veces uno también apuesta por el caballo equivocado. —De pronto se puso serio—. Pero, señor Siebrecht, ya no podemos seguir presenciando cruzados de brazos las circunstancias que han imperado en los últimos catorce días. ¡Han de ser inmediatamente solventadas, mañana como muy tarde! A pesar de las diferencias… El transporte de equipajes no puede menoscabarse por diferencias privadas. —Karl Siebrecht callaba. El consejero Kunze lo observó, luego agregó en voz baja—: ¿No se le ha ocurrido nunca la idea, señor Siebrecht, de acudir a nosotros en busca de ayuda? ¡Nosotros somos los más interesados en la correcta ejecución del transporte!
—No —contestó Karl Siebrecht—. No pensé en pedir ayuda. Ya emprendí diferentes negociaciones para instalar despachos de facturación de equipajes en las propias estaciones. Pero…
—Pero ¿qué?
—Aún no había reunido dinero suficiente.
—¿Y si nosotros le instalásemos ahora esos despachos? —preguntó cauteloso el señor Kunze.
—¡Sería magnífico! —exclamó deprisa Siebrecht. Pero después recordó. Todo lo que allí se trataba llegaba demasiado tarde, por lo menos con catorce días de retraso—. Pero… —añadió— estoy ligado al señor Wagenseil por un contrato que…
—¡Ah, ya, el contrato! —dijo el señor Kunze. Tomó la carta que estaba sobre el expediente Wagenseil y volvió a leerla, con el ceño fruncido—. Tengo aquí la denuncia de un abogado o un requerimiento…, también se le puede dar otro nombre; en suma, que aquí nos llaman la atención argumentando que un tal Karl Siebrecht todavía no es mayor de edad, por lo que según el código de comercio tampoco puede fundar una empresa ni presidirla. Así que tenemos que prohibir a dicha empresa el transporte de equipajes. ¿Todavía no es usted mayor de edad, señor Siebrecht?
—No, solo tengo veinte años…
Lo dijo sumido en sus pensamientos. Era como si le hubieran dado un mazazo. Así que eso era lo último que habían maquinado esos dos: su empresa era ilegal. Según la legislación, no existía. Pero si la empresa no existía, pensó cada vez más deprisa, su firma comercial carecía de validez, es decir, tampoco existían contratos con ella. Y él se había atenido a la letra del contrato, ese contrato que ahora los socios habían declarado papel mojado. Otra tontería más… Una tras otra, ¡era increíble la paciencia de ese viejo consejero que tomaba en serio a un joven tan estúpido!
—¿Y cuándo alcanzará usted la mayoría de edad? —oyó preguntar al señor Kunze—. ¿Cuándo cumple los veintiún años?
—El 21 de julio. Dentro de dos meses.
—Bueno, no es mucho tiempo —contestó el consejero del gobierno. Había tomado un grueso lápiz azul y comenzó a escribir algo con mayúsculas en diagonal sobre la denuncia—. Pero, en cualquier caso, su socio es mayor de edad, ¿no es así?
—Sí, lo es.
—En ese caso, será preferible que en los dos próximos meses sea su socio quien firme lo que haya que firmar. Y no tenga usted mucha prisa, particularmente en firmar contratos.
El señor Kunze exhibió una leve sonrisa. Había terminado con su lápiz azul. Escrito en diagonal sobre la denuncia se leía «Presentar dentro de tres meses». Contempló su obra satisfecho y a continuación guardó la hoja en el expediente, que devolvió al estante.
Luego tomó el expediente Siebrecht & Flau. Sopló una vez por encima, como si con ese soplido quisiera eliminar un polvo inexistente. Con el expediente en las manos, informó:
—Comprenderá, señor Siebrecht, que la dirección no puede negociar con ustedes mientras el transporte de equipajes sea un caos. Vuelva a ponerlo en orden, pongamos en tres días —dijo mirando a Karl Siebrecht a través de sus gafas muy pulidas.
Karl podría haber respondido muchas cosas. Que eso era imposible, que había perdido el combate, que ya no disponía de recursos… Pero reflexionó. El hombre de los expedientes tenía una visión del mundo exterior como mínimo tan buena como la suya. Si hablaba así, tenía que ser posible solucionar el caos en tres días. Karl Siebrecht hizo una reverencia en silencio.
—Y cuando todo esté en orden —prosiguió el señor Kunze visiblemente satisfecho—, vuelva a vernos. Pero entonces no se olvide de su… socio mayor de edad. Hablaremos de la ampliación de su empresa. Nosotros participaremos en ella de una forma u otra. ¡Oh, no, no lo haremos de balde, no es por cariño a ustedes, lo hacemos por dinero! —Y dio un golpecito suave en su escritorio con el expediente. Después sopló y lo devolvió a su estante—. Me ha encantado verlo, señor Siebrecht. Hasta la vista entonces, dentro de cuatro o cinco días.
—Adiós —contestó Karl Siebrecht, y ahora Karl casi creía que volvería a ver al señor consejero Kunze, lo que implicaba solucionar el caos.