Capítulo 46

¿Salvación?

Siebrecht había visto pocas carretillas durante el trayecto de ida a la estación de Anhalt y en el regreso a la de Stettin; ¡se acercaba el fin, el fracaso se aproximaba! En el despacho de equipajes le dijeron:

—¿Qué significa esto? Una carretilla, y nosotros aquí con equipaje para cargar cuatro carros. ¡Así no podemos continuar!

—¡Tened paciencia por hoy! —decía con una débil sonrisa—. ¡Mañana será otro día! —Cargó su carretilla y prosiguió con su infructuoso trabajo de forzado mientras pensaba: Falta mucho hasta mañana, tal vez se me ocurra algo antes. Pero no acababa de creérselo.

Entonces llegó corriendo Egon, el aprendiz.

—Tiene usted que venir enseguida a la oficina, jefe —le dijo—. Desean decirle algo de parte de la dirección del ferrocarril. Espere, yo me encargaré de la carretilla… A Anhalt, ¿verdad? —Y el pálido chico pecoso, que apenas había dormido las últimas noches, se colocó voluntarioso el cinturón.

Así que también la dirección del ferrocarril… ¡Todo se juntaba! ¡Ahora tendría que volver a escuchar las quejas con las que le regalaban los oídos desde hacía once días en todas las estaciones! ¿Y qué podía contestar? ¿Podía prometer siquiera remedio? Era completamente inútil acudir allí. ¿Para qué? ¿Para que lo sermoneasen? ¡No, de ningún modo! No obstante, según le indicó la señorita Palude, apuntó el despacho número 387 y el nombre del consejero Kunze.

—Bien, señorita Palude —le dijo.

—Tiene que estar allí a las diez en punto.

—Bien —repitió él consultando el reloj de plata de su padre.

Ya eran más de las nueve, no le quedaba mucho tiempo. ¡Pero no pensaba ir! ¡Si era inútil!

—Otra cosa, señor Siebrecht: nueve de los nuestros no se han presentado hoy… ¿Qué hacemos?

—Ya lo sé. Todo está en orden. Voy a cambiarme rápidamente.

Fue a su habitación. Durante un instante se quedó con la mente en blanco. ¿Para qué quería cambiarse? ¡Si no pensaba acudir!

Entonces se abrió la puerta que daba al pasillo y Rieke asomó la cabeza:

¿T’as enterao ya, Karl, de que nueve hombres no s’an presentao? ¡Si ahí no anda metío el tal Franz…!

—Todo se arreglará, Rieke, no te alteres. Y ahora vete, por favor, todavía he de cambiarme.

—Ay, Karl, me da tanta pena…

—Vale, Rieke. No tengo por qué darte pena. ¡Te aseguro que todo se arreglará!

La sacó de la habitación y comenzó a cambiarse. Le había mentido, él no creía que la situación pudiera arreglarse, pero de eso ya se enteraría a primera hora de la mañana.

Se puso la ropa de los domingos y se quedó pensativo delante de la Palude. Ella le dedicó una mirada tan desdichada que el joven no pudo evitar una sonrisa.

—Por favor, deme mi cartilla de ahorros, señorita Palude —solicitó.

—¿Desea volver a sacar dinero, señor Siebrecht? Apenas quedan novecientos marcos. No tiene sentido admitir a más gente, no lo conseguiremos.

—Claro que lo conseguiremos —mintió antes de marcharse.

Si naufragaban, sería un naufragio limpio. Esa noche pensaba pagar a todos y devolver las carretillas prestadas. Mentalmente sumaba el importe de todos los salarios. A la señorita Palude tenía que pagarle al menos una mensualidad, y el aprendiz Bremer recibiría un billete de cincuenta marcos por haberse deslomado. Un muchacho aventajado, lástima tener que desprenderse de él. Cuando lo sumó todo, aún sobraba dinero. Y así debía ser. Tenía que salir de ese asunto sin deudas.

—¿Todo? —preguntó el cajero.

—Dejaré cinco marcos —contestó.

Salió de la caja con la cartilla de ahorros en el bolsillo. ¡Oh, no, aún no se había rendido del todo! De la caja fue a la oficina de Correos. Puso un giro postal de más de doscientos cincuenta marcos a la vieja Minna. Lo había demorado demasiado tiempo, ahora, en pleno naufragio, lo recordaba. Tenía que quedar bien, cincuenta marcos de intereses acumulados por los cuatro años. Calculados con holgura, con decencia. En el fracaso uno nunca era lo bastante decente. «¡Un saludo cariñoso!», escribió en el talón. Más despacio: «Estoy bien». Y luego deprisa: «Te haré una visita por mi cumpleaños». Quedaban dos meses justos hasta entonces. Pero no importaba, tendría tiempo, tiempo de sobra… Pero ¿tendría dinero para el viaje? Bueno, cumpliría su palabra, visitaría a la vieja Minna.

Cuando salió de la oficina de Correos eran las diez menos siete minutos. Ningún tranvía eléctrico, ningún ómnibus de caballos podía llevarlo a Schöneberger Ufer tan deprisa como para llegar a tiempo. Y el señor consejero Kunze había mandado decirle que fuera puntual. Ya no tenía ningún sentido ir hasta allí. Mientras permanecía indeciso en la calle, vio aproximarse un taxi. Involuntariamente hizo una seña al conductor. El coche se detuvo a su lado.

—A Schöneberger Ufer, dirección del ferrocarril —ordenó mientras montaba.

La puerta del coche se cerró y el conductor arrancó. Karl Siebrecht viajaba en automóvil por primera vez en sus cuatro años de estancia en Berlín. Utilizaba ese vehículo, gastaba dinero, para hacer una visita infructuosa, para escuchar reprimendas a las que no sabría qué contestar.

El automóvil se deslizaba veloz, con ruidosos bocinazos, por las calles que Karl había pateado a menudo con los pies cansados. Adelantaba sin esfuerzo a cualquier vehículo, pasaba pegado junto a un tranvía, y luego, cuando el conductor veía vía libre ante él, apretaba la bocina de goma. ¡Eso era conducir, el único modo de conducir! Karl Siebrecht se acordó: a su llegada a Berlín desde la pequeña ciudad le rondaba la idea de hacerse chofer. Se paraba al lado de cada coche que hubiera sufrido una avería, miraba y en ocasiones daba un consejo que no era del todo disparatado. En aquella época Franz Wagenseil poseía dos automóviles, uno de reparto y otro personal; ¿qué habría sido de ellos? Ah, sí, Franz los había comprado a plazos y, como es natural, nunca había sido puntual a la hora de pagar los recibos, por lo que se los habían retirado muy pronto. En aquella época Karl Siebrecht ya había perdido el interés por los coches. Incluso le habían enfurecido con frecuencia, cuando rodeaban con descaro su carretilla o cuando, viajando delante del carro, de repente el escape crepitaba ruidoso, y los caballos se encabritaban asustados y los conductores se veían envueltos en una apestosa nube de humo azul. Entonces maldecía a esas malditas bestias cuyo único mérito era soltar un tufo hediondo y hacer ruido.

¡Pues bien, ahora, al final de su época de transportista, viajaba sentado en un coche! El cielo sabría, porque él lo ignoraba, si dentro de tres meses tendría dinero suficiente, aunque solo fueran cinco céntimos, para tomar un ómnibus. ¡Basta ya, ese día viajaba en automóvil! Y como era lógico, se le ocurrió la idea de lo bien que se trasladaría en coche el equipaje de una estación a otra. Con qué rapidez se efectuaría, qué escasas serían las sacudidas, los roces de las maletas entre sí. Ya no habría retrasos en los transbordos, ni quejas por valiosas maletas de cuero rozadas. Con eso no podían competir ni siquiera los mejores tiros de Franz Wagenseil.

De pronto, Karl Siebrecht se queda petrificado, sus ojos brillan. Está como paralizado, como si lo hubiera alcanzado un rayo. Pero después se lleva la mano a la frente y se pone en marcha. ¡Automóviles! ¡Esa era la idea salvadora, el contrato no le prohibía alquilar autos! No había que descender, ni retroceder a las carretillas, como le había recomendado Rieke, sino avanzar, pasar a los automóviles, esa era la solución. ¡Imbécil de mí!, se dijo desesperado. ¡Mentecato, imbécil, idiota! ¡Debí alquilar automóviles, debí comprar automóviles! Entonces aún tenía dinero, más de cuatro mil marcos, y el alquiler habría dado resultado, y también los plazos… ¡Y yo los habría pagado puntualmente! ¡Cretino de mí! Durante un instante se quedó inmóvil, trastornado por esa idea que siempre había acechado en el umbral de su conciencia, ahora lo sabía. Luego la desesperación se apoderó de él. Demasiado tarde, se decía, demasiado tarde. ¡Catorce días tarde! ¡A mí todo me llega demasiado tarde! Cuatro años después he comprendido que firmé un contrato estúpido, y catorce días después se me ocurre la idea correcta. Ahora ya no tengo dinero. No puedo alquilar, ni comprar. Tampoco puedo permitirme el más mínimo pago. Entonces, cuando empecé con Wagenseil, al menos disponía de treinta y cinco marcos… Miró fijamente al infinito. Ya no se daba cuenta de que viajaba, de que la enorme ciudad palpitaba y alborotaba a su alrededor; él estaba completamente a solas consigo mismo. Pero, pensaba obstinado, entonces, cuando lo de la máquina de coser, también supe qué hacer. ¡Entonces también parecíamos acabados, y sin embargo salimos del paso! Hasta conservamos la inglesa, ¿cómo fue eso? ¡Claro, pedí el dinero prestado al ingeniero jefe Hartleben! Hoy… Le vino a la mente el capitán de caballería. Pero hizo un movimiento de impaciencia con el hombro. Ese hombre no estaba en Berlín, sino en su finca de Mecklemburgo o de Pomerania Occidental, y él, Karl Siebrecht, precisaba ayuda a primera hora del día siguiente. Así que lo obligado era ayudarse a sí mismo… Al buen Dios y al capitán de caballería era preferible dejarlos al margen del juego.

—¿Quiere usted apearse de una vez? —preguntó el chofer malhumorado.

—Claro —contestó él.

Llevaban parados delante de la dirección del ferrocarril un buen rato. Karl Siebrecht se levantó, pagó y entró en el edificio. ¡Faltaba un minuto para las diez!