El percance
Karl Siebrecht había enviado su único carro de reserva a Königgrätzer Strasse, mientras en su fuero interno suplicaba que el segundo carro llegase lo antes posible. Ahora pedaleaba a toda prisa por Wilhelmstrasse abajo, diciéndose una y otra vez: Tengo que mantener la calma, pase lo que pase. Ellos no deben notar que estoy alterado. A lo mejor también me pone de vuelta y media la Policía, pero ha llegado el momento de demostrar lo que valgo. Pero no encontró su carro en Königsgrätzer Strasse; ya lo habían alejado de allí. El carro, muy cargado de equipaje, estaba en la tranquila Dessauer Strasse, con la inevitable aglomeración de mirones alrededor. Karl se abrió paso entre ellos. Uno de los caballos, un zaino esquelético y extenuado, permanecía sin arreos junto a la lanza. Le temblaba todo el cuerpo y tenía la piel empapada de sudor. El otro caballo yacía tapado bajo la lona impermeable. Karl Siebrecht levantó una punta de la lona. Era el blanco, el lastimoso caballo blanco que apenas tenía pelo. Tenía los ojos en blanco, de modo que casi no se le veía el iris; la lengua, de un débil color rosa, rozaba el sucio pavimento, y los dientes eran muy largos y amarillos. Volvió a dejar caer la punta de la lona.
—¿Cómo ha sido, Jahnke? —preguntó al cochero que estaba al lado, muy adusto.
—¿Que cómo ha sido, señor Siebrecht? En realidad no ha pasado nada. Yo iba con mucho tiento, al paso, teníamos tiempo suficiente para el tren. De repente, el animal se para y empieza a temblarle todo el cuerpo. Y yo le digo: «¿Qué te pasa, caballo? ¡Arre!», pero para entonces el lisiado ya se había desplomado como fulminado por un rayo…
—¿No utilizó el látigo, Jahnke?
—¿Yo… el látigo? ¡Por favor, señor Siebrecht, con un animal tan depauperado! ¡Si piensa usted eso de mí, se acabó!
—¿Es usted el propietario? —preguntó el guardia, que hasta entonces había escuchado en silencio tras abrir su libreta de notas.
Pero antes de que Karl Siebrecht pudiera contestar, un hombre del silencioso público que contemplaba la escena gritó:
—¡Es una vergüenza hacer trabajar a semejantes caballos!
Un viejo agitó los puños hacia Siebrecht.
—¡Ese tipo tendría que estar en chirona! —gritó otro.
Y entonces explotaron todos los que hasta entonces, en medio de un silencio sepulcral, habían clavado la vista en la lona gris, que solo dejaba visibles los cascos, unos pobres cascos agrietados, claveteados cien veces.
—¡Así es la juventud de hoy en día! ¡Verdugos es lo que son!
—Habría que enganchar a esos canallas a su propio carro, y luego atizarlos ca vez más fuerte con el látigo —gritó un hombre alto con un mandil verde y la gorra de criado de un hotel.
—Bueno, bueno, vayan con tiento, señores —dijo el guardia con tono apaciguador—. Todavía no se ha averiguado si este joven es el propietario. Circulen. Ya no tienen por qué estar aquí. Si este joven tiene la culpa, no se me escapará, para eso no los necesito a ustedes. ¡Vamos, circulen! —Y con su calma imperturbable consiguió despejar el círculo de mirones, empujando a la gente con ambos brazos—. Vamos, circulen, ¿o desean que los denuncie por resistencia a la autoridad? Tengo sitio de sobra en mi cuaderno. Bueno —dijo a Karl Siebrecht con un suspiro de alivio—. ¡Es su turno! ¡Pero deprisita, antes de que vuelva a congregarse otro centenar! ¿Son suyos estos caballos?
—No, y el cochero tampoco está a mi servicio. Solo he alquilado el tiro.
—¿Entonces es usted de esta empresa? —preguntó el hombre de uniforme azul señalando el cartel de Siebrecht & Flau.
—Sí, me llamo Siebrecht —contestó Karl, intentando no perder la calma.
—Bien —dijo el guardia cerrando su libreta de notas—. Ya he llamado a… Wagenseil. Dice que ha sobrecargado usted el vehículo.
—El carro no está más cargado que ayer, pero los caballos son otros.
—¡Vaya! —dijo el guardia—. El desollador está a punto de llegar, ¿qué piensa hacer con el carro y el caballo? Tienen que marcharse de aquí.
—Ya he pedido otro carro. Llegará enseguida. Pero, señor agente, los caballos tampoco serán mejores que estos.
—¡Por todos los diablos! —exclamó el guardia irritado—. ¿Por qué alquila usted semejantes jamelgos? ¡Hay suficientes tiros decentes en Berlín!
—¡Estoy obligado a hacerlo! ¡Tengo un contrato con ese individuo! Y quiere jugarme una mala pasada.
—Ya le pediré explicaciones a ese tipo cuando venga. Porque vendrá, ¿no?
—No lo creo. A lo sumo enviará a su abogado.
—¿Así que también tiene abogado? ¿Y quién es?
—El letrado Ziegenbrink, señor guardia.
—¡No me diga! —El guardia se quedó muy pensativo—. Conque Ziegenbrink… ¡Mira tú por dónde!
—¿Lo conoce, agente?
—¿Yo? —preguntó el guardia indignado—. ¿Cómo iba a conocerlo? ¿Cómo va a conocer un simple guardia al señor abogado Ziegenbrink?
Karl Siebrecht estaba convencido de que el guardia conocía al letrado, pero tal vez era peligroso reconocerlo. El bajito señor Ziegenbrink, con sus gafas doradas, parecía un hombre muy peligroso.
Entonces llegó a paso lento el carro de reserva, y los cocheros comenzaron a trasladar el equipaje. El guardia lo presenciaba todo meneando la cabeza.
—Esos rocines no son ni pizca mejores que los otros —dijo con tono de desaprobación—. ¡Cualquiera puede desplomarse en el acto igual que el blanco!
—Sí —se limitó a confirmar Karl Siebrecht.
—Esos caballos le ocasionarán más molestias en un día —opinó el guardia con voz paternal— de las que usted puede solucionar en un año. ¡Sería preferible que suspendiese los portes, joven!
—¡Pero es que tengo que transportar el equipaje!
—¿Tiene? ¡Con esos pencos no hay obligación que valga! —Y dichas estas palabras, el guardia se volvió hacia el desollador, que acababa de llegar con su carro alto.
La nutrida muchedumbre que había vuelto a congregarse contempló cómo izaban el caballo blanco muerto hasta el carro con un polispasto. Los otros tres caballos parecían estar también a punto para ese carro. Del gentío salió alguna que otra palabra malsonante.
Karl Siebrecht lo presenció en silencio. Una voz interior le decía: ¡Renuncia! ¡No lo conseguirás! Y a continuación: ¡No renunciaré! Transportaré los equipajes. Tengo que hacerlo.
Mandó regresar a Jahnke a la cochera con el carro vacío y un caballo.
—Escuche, Jahnke —le dijo—, si en los próximos días busca trabajo, ya sabe dónde está mi oficina. Aunque no puedo prometerle caballo…
—Prefiero limpiar retretes a circular otra vez con semejantes animales —repuso el hombre, enfadado.
—Diríjase muy despacio a la estación de Anhalt —ordenó Siebrecht al otro cochero—. ¡No se le ocurra ni chasquear el látigo! Ya hemos perdido el transbordo, y hoy perderemos muchos más todavía…