Esperando un percance
En cuanto traspasaron el portón de la cochera, el ánimo de Karl Siebrecht volvió a ensombrecerse. Mientras esperaba con Kalli a los tiros, deambulando por delante de la cochera, volvió a comentar la situación, que parecía desesperada. Estaban en manos de Wagenseil; cada carro alquilado en otro sitio conllevaría un pleito de indemnización por daños y perjuicios que tenían perdido de antemano. En general los amenazaban con un proceso tras otro…
—Mientras olfateen nuestro dinero no cederán, Kalli.
—Pues cierra el negocio una temporada —sugirió Kalli.
—Y el primer día que nos ausentáramos, transportarían por su cuenta. No, Kalli, entonces nunca podríamos volver. ¡Eso es justo lo que ellos desean, absorber la empresa!
—Pero ¿qué vamos a hacer?
—No lo sé. De momento, resistir, probar suerte con esos jamelgos. Ya se me ocurrirá otra cosa. Tengo la impresión de que todavía se podría hacer algo. Kalli, tienes que comprar avena inmediatamente. Se alimentará a los caballos en cada parada; por favor, recomiéndaselo encarecidamente a los cocheros.
—Claro que los alimentarán. Pero saldrá de nuestro dinero.
—Lo sé, será a costa de nuestros ahorros. Pero no hay más remedio. Vuelve a subirte a la bicicleta de Egon y ve por todas partes. Yo permaneceré en la oficina. Allí tendré que estar, de momento no puedo hacer nada. A cada cochero se le meterá en el bolsillo un papel con el teléfono de la oficina, y me llamarán al menor percance. ¡Acudiré de inmediato!
—De acuerdo, Karl. ¡Pero escucha los improperios!
Contemplaron la cochera a través de la entrada. Los cocheros estaban sacando los caballos del establo. Se oían las voces de Franz Wagenseil, y las respuestas estruendosas y groseras de los cocheros.
—Eso es una esperanza, Kalli: toda su gente está en su contra.
—Sí, pero entre ellos también hay blandengues —le advirtió Kalli—. A ti te hablan de un modo, y a él de otro.
—Esos abundan en todas partes. Pero tampoco a los blandengues les hará gracia circular con esos rocines. ¡Mira, ya salen!
Los carros abandonaban la cochera uno tras otro. ¡Ay, era una escena lamentable ver a esos miserables caballos con las colleras resbalando sobre su pecho descarnado y huesudo! Algunos dejaban colgando los hocicos hasta el empedrado, como si, estando al borde de la tumba, ya no mereciera la pena dirigir la mirada al cielo. Otros levantaban con cuidado sus patas tullidas y tiesas. Había pelajes que parecían haber dado cobijo a polillas, con grandes zonas excoriadas y sangrantes. Sí, a la luz del sol de mayo se veía lo agotados, lo deplorables, lo acabados que estaban esos animales.
Franz Wagenseil y su abogado permanecían a la entrada. Wagenseil, de aspecto hosco, se mordía los labios y no podía tener quietas las manos ni un segundo. En ese preciso instante se avergonzaba. De pronto se metió las manos en los bolsillos, dio media vuelta y a buen paso, como si huyera, entró en la pequeña oficina cuya puerta cerró de un portazo. Su representante legal permaneció en el umbral del portón. Con ligera diversión y escaso interés contemplaba aquella concentración de rocines berlineses. Se sacó del bolsillo un pañuelo grande de seda amarilla y comenzó a limpiarse las gafas. Luego, al ver que Karl Siebrecht reunía a los cocheros, se acercó sigiloso; daba unos pasitos, se paraba, volvía a dar unos pasitos, para intentar captar sus palabras. Pero Kalli Flau no le había quitado ojo de encima.
—¡Eh, usted! ¡No tiene nada que husmear aquí!
El abogado lo miró con indulgencia.
—¿Con quién tengo el honor? El señor Flau, ¿verdad? El segundo propietario de esta notable empresa. ¡De esta muy notable empresa! —Se enderezó las gafas—. He de llamar su atención sobre un error legal, señor Flau: la calle está destinada al tránsito público. Puedo estar donde me plazca. —Y se acercó aún más al grupo.
—Siebrecht —advirtió Kalli.
Karl Siebrecht lanzó un simple vistazo al espía.
—¡Vamos! —gritó saltando al carro más próximo.
Los cocheros comprendieron al instante, también ellos subieron de un salto y formaron una reunión subidos a los carros, mientras el hombrecillo permanecía abajo. Los de arriba cuchichearon.
Impasible e indiferente, Ziegenbrink se encogió de hombros, cruzó las manos a la espalda y recorrió con paso solemne Frankfurter Allee en dirección a su bufete. Los cocheros rieron a carcajadas detrás de él. Karl Siebrecht volvió a impartir instrucciones. Cada hombre recibió el número de teléfono de la oficina; Kalli Flau, dinero para la avena. A continuación, los carros se alejaron. Hasta el traqueteo de las ruedas parecía un son triste ese día. Los herrajes de latón de las guarniciones contrastaban aún más con los pobres caballos.
A la entrada de la cochera había una persona siguiendo con la vista a los carros. Era Franz Wagenseil, de nuevo con las manos en los bolsillos. Karl Siebrecht pasó ante él, sin rehuir su mirada, pero tampoco buscándola.
—Eh, Karl —llamó Wagenseil en voz baja.
—¿Qué más quieres? —Karl Siebrecht se detuvo.
—¿No podríamos llegar a algún acuerdo?
—Es demasiado tarde, Franz.
—¿Significa eso: o tú o yo?
—Eso significa: tú. —Karl Siebrecht se marchó, la suerte estaba echada, ya no había vuelta atrás.
El viejo Busch estaba a la puerta de la tienda de Eichendorffstrasse, con una escoba de palma en la mano con la que había barrido la acera. Contemplaba con sus ojos apáticos los dos tiros de reserva parados delante de la tienda.
—¿Qué, Busch, le gustan mis caballos? —preguntó Karl Siebrecht.
El viejo lo miró murmurando algo incomprensible. Después giró la escoba ofreciendo a Karl Siebrecht el final. Este miró la escoba sin comprender.
—¡Ties que arrancar tres hebras, Karl! —gritó Rieke desde la ventana de su cuarto de costura—. ¡Padre cree que da suerte! —Se echó a reír—. ¡No sé, a padre se l’ocurren a veces unas ideas mu cómicas!
Pero a Karl Siebrecht no le pareció nada cómico que ese día infausto le desearan suerte en la calle. Alargó la mano y arrancó tres de las largas hebras tiesas de color marrón rojizo. Luego dijo:
—¡Gracias, abuelo! —Y guardó las hebras con cuidado en el bolsillo de la pechera de su chaqueta.
El viejo Busch aún reía en silencio cuando Karl Siebrecht entró en la oficina. La señorita Palude permanecía junto a la ventana, contemplando ambos tiros.
—¿Así son ahora nuestros caballos? —preguntó a su jefe, indignada.
—Sí, así son ahora nuestros caballos.
—¿Y todos los tiros son iguales?
—Sí, incluso peores.
—¿Y ante eso tampoco piensa recurrir a un abogado? Si usted también fuera a ver a uno, esos se llevarían un buen chasco.
—Si yo recurriese a un abogado, conseguiría un proceso, no otros caballos. Y me temo, señorita Palude, que no puedo esperar tanto tiempo. Otra cosa, ¿tenemos muchas llamadas de clientes particulares? ¿No? Eso está bien. Enviaré uno de los carros a atenderlas, y de momento no aceptaremos nuevos encargos. ¿Puede usted prestarme su bicicleta, señorita Palude?
—Claro que sí, señor Siebrecht.
Durante un rato tuvo cosas que hacer fuera: envió el carro de reserva a recoger las maletas de la clientela privada. Gracias a Dios, era una carga pequeña que despacharían pronto. Contar con un solo carro de reserva era una sensación inquietante. Encareció al cochero para que se apresurara. Cuando volvió a entrar en la oficina, preguntó:
—¿Ha llamado alguno de los cocheros?
—No.
—Si sucede algo vaya a buscarme al momento, estaré con la señorita Rieke.
Enfrascado en sus pensamientos, irrumpió en el cuarto de costura de Rieke, y la mujer apenas vestida que se encontraba allí gritó asustada. Karl musitó una disculpa y se retiró a esperar en la cocina. Allí estaba, mirando el patio y pensando en sus carros, que ahora iban camino de las estaciones, con esos miserables jamelgos que apenas podían mantenerse en pie y que debían tirar de los carros con su pesada carga. El tráfico de viajeros era intenso, como era previsible en mayo; aún no había muchos bultos grandes, pero sí numerosas maletas. La peor parte se la llevaban los dos carros que cubrían el trayecto entre la estación de Stettin y la de Anhalt. Los enlaces eran muy justos. En los dos últimos años no habían llegado tarde a ningún transbordo, lo cual constituía un timbre de orgullo. Ya no aguantaba más, esa mujer que estaba con Rieke parecía eternizarse. Fue a la oficina y preguntó a la Palude:
—¿Nada?
—Nada, señor Siebrecht.
De nuevo se quedó de pie mirando el patio. El viejo Busch se dedicaba a barrerlo, movía la escoba en un amplio arco de derecha a izquierda, de derecha a izquierda… Se levantaban remolinos de polvo, cáscaras de naranja se arrastraban pesadamente hacia un lado, un papel se alzaba bailoteando. Parecía limpio, pero no lo estaba. Examinándolo con más detenimiento, era fácil darse cuenta de que la mayor parte de la suciedad se acumulaba en los rincones. ¡Pero justo de allí había que sacarla! ¡Claro, eso era! Él había sido descuidado, había trabajado igual que barría el viejo Busch, es decir, de manera chapucera. Nunca hubiera debido llegar a ese extremo. Abriendo la ventana de golpe, le gritó al viejo Busch:
—¡Ahí, barra en los rincones! ¿No me entiende? ¡La porquería está en los rincones!
—¿Eh…? —preguntaba el viejo llevándose la mano a la oreja, como si fuera duro de oído.
Karl Siebrecht volvió en sí. Sacó las tres hebras tiesas del bolsillo, las sujetó en alto y preguntó al viejo:
—Me traerán suerte, ¿verdad, abuelo?
El viejo volvió a reírse en silencio, como si acabara de oír un buen chiste. Sin embargo, había algo inquietante en esa risa.
A Dios gracias, la mujer de la prueba se había marchado y Karl Siebrecht pudo reunirse con Rieke.
—Buenos días, Karl —lo saludó ella—. ¿Te pasaba algo especial pa haber entrao así, de sopetón? La pequeña Bruhn, con su bata, s’a llevao un susto de muerte. ¡Ha pensao qu’ibas a quitársela con los ojos!
—Pues no, no me sucede nada especial —respondió distraído—. Solo deseaba darte los buenos días.
—¿Y lo de tus caballos delante de la puerta tampoco te paíce na especial? Yo me creí que no veía bien.
—¡Bueno, déjate de caballos! —contestó irritado—. Desde hace una hora solo oigo la palabra caballos, caballos y más caballos… Sí, son los caballos que me ha facilitado Franz. Todos son así. ¿Alguna cosa más?
—Perdona, Karl, ¡hoy estás hecho un encanto! Y de todos modos, yo toavía no he hablao contigo de los caballos.
Rieke se sentó enérgica ante su máquina.
Karl se plantó al momento a su lado y le puso una mano encima del hombro.
—No te enfades, Rieke, llevo dos horas esperando a que uno de esos jamelgos se desplome. Estoy muy nervioso.
—Está bien, Karl, t’entiendo. ¡Maldito Franz, ojalá lo tuviera delante!
—Presta atención, Rieke, quiero preguntarte una cosa. Tengo aquí el contrato con Franz Wagenseil. ¿No podrías repasarlo? Te sobra sentido común. Yo cavilo y cavilo a ver si hay algo que me permita desembarazarme de él sin que ellos puedan atraparme.
—¿Quies librarte del to de Franz?
—¡Del todo! ¡He terminado con él para siempre!
—¡Gracias a Dios! —dijo ella, tomando el contrato.
Con los años, ese contrato entre la empresa Siebrecht & Flau y el propietario de carruajes Franz Wagenseil se había convertido en un escrito muy extenso, pero las adiciones y modificaciones, que ahora llenaban varias páginas, se referían únicamente a la liquidación y a la forma de pago, el trabajo dominical y las horas extras. La condición fundamental, que todos los tiros que precisase Karl Siebrecht solo podían proceder del transportista Wagenseil, nunca se había modificado o limitado. Rieke leyó durante un buen rato, durante un tiempo interminable. Al final levantó la cabeza y dijo:
—Aquí no dice que no puedas utilizar carretillas.
—Ya he pensado en eso, pero el negocio se ha ampliado demasiado, con carretillas ya no lo conseguiríamos. Tampoco creo que podamos convencer a cocheros y acompañantes para que tiren de una carretilla, eso acaso sería posible durante dos o tres días…
—Dos o tres días son mucho tiempo, Karl, y puen pasar muchas cosas.
—¿Y qué es lo que va a pasar? ¡No puedo librarme de ese contrato!
—¿Es que Franz tie tanto tiempo pa esperar? Yo creía que estaba sin blanca.
—Pero con el cambio de caballos le habrá caído algo de dinero, y eso le permitirá aguantar una temporada.
—¿Y cuánto aguantaremos nosotros?
Karl se encogió de hombros y ella lo miró pensativa.
—Yo que tú hablaría con los del tren, con los jefes de estación. O si hay alguien más alto, con ese. Siempre hay que ir sin dudar a por el animal más grande, Karl. ¡Los perros pequeños son siempre los ladraores!
—Sí, claro, está la dirección del ferrocarril, pero son caballeros de mucha categoría. ¿Qué les importa a ellos Siebrecht & Flau?
—¡No hables así! ¡A esos ties que ir a ver precisamente! Vamos, Karl, con lo fino que tú eres, si le cuentas a ese hombre, así y asá y esto y aquello, así he actuao yo y así juegan conmigo esos elementos… ¡Seguro que te comprenderá! ¡Ve a verlo ahora mismo!
—Creo que tienes toda la razón, Rieke. No es que ahora puedan ayudarme, esto tengo que superarlo solo. Pero tal vez hagan la vista gorda si estos días las cosas no funcionan bien.
—¡Vamos, vete ya, Karl! ¡No lo dejes pa más tarde!
—No, Rieke, ahora es imposible. Estoy esperando…
—¿A qué?
—A que haya un percance. ¡A que un caballo caiga muerto o algo por el estilo!
—Pero ¿qué clase de persona eres, Karl? ¡Con qué cosas t’atormentas! Y’abrá tiempo d’atormentarte cuando el jaco se caiga. ¡Ahora no haces más que imaginártelo to antes de tiempo! ¡Es pa matarte! ¡A lo mejor no se cae ninguno de esos jamelgos!
La Palude abrió bruscamente la puerta.
—Señor Siebrecht, en Königgrätzer Strasse se ha desplomado uno de nuestros caballos. Dicen que vaya usted enseguida.
—¿Te das cuenta, Rieke? ¡Mira si tenía razón!
—Pues creo que te alegras de que se haya caío de verdá el caballo, solo por el gusto de tener razón, Karl. ¡Anda, lárgate, hombre, que me da mieo verte!