Capítulo 41

Malas noticias

—El señor Flau desearía hablar con usted. Está al fondo, con la señorita Rieke —informó la señorita Palude cuando su patrón regresó, tarde pero de excelente humor, a la tienda de Eichendorffstrasse. La verdad era que había dejado el negocio a merced del azar y había pasado la tarde con el capitán de caballería. Incluso había acompañado a los Senden en su carruaje hasta la estación de Stettin, demostración palpable de lo mucho que había intimado en esas horas con el capitán de caballería.

—Bien —contestó Karl Siebrecht volviéndose hacia la puerta interior—. Iré ahora mismo. ¿Ha ocurrido algo de particular?

—Sí —contestó la Palude, y su tono daba a entender que se había guardado el proyectil de mayor calibre—. También nos ha visitado el señor Wagenseil.

—Eso ya lo sé. Yo mismo he hablado con él —comentó Karl Siebrecht con ligero asombro.

—¡No, no lo sabe! —exclamó con voz triunfal la Palude—. Porque él regresó.

—¿Que regresó? ¿Y qué es lo que quería? ¿Ha sido grosero?

—¡Más le vale no haberse atrevido a tanto! No, se mostró muy correcto, ni siquiera me llamó cacatúa. No, señor Siebrecht, Franz vino con un tipejo repugnante. Dijo que ahora le representaba, que es su abogado. ¿Ha oído hablar alguna vez del abogado Ziegenbrink?

—No.

—Pues yo sí —informó ella—. Conozco a ese puerco. Ya ha representado dos veces a Wagenseil, una vez en una estafa de caballos, y otra cuando suministró heno mohoso a la Guardia de Coraceros. Ziegenbrink es el peor maleante de Berlín, solo representa a estafadores, ladrones y asesinos.

—¿Y ese es su abogado?

—¡Sí, ese es su abogado! —remachó la señorita Palude—. Señor Siebrecht —continuó con insistencia—, tiene usted que buscarse inmediatamente un abogado, o Ziegenbrink nos derrotará.

—¡No! —contestó Karl Siebrecht sacudiendo la cabeza—. ¿Por qué voy a hacerlo?

Su mente estaba ocupada por los acontecimientos de ese día: de pronto sabía que el Tiergarten ostentaba un verdor maravilloso, que el laburno y el lilo estaban en flor, y que los pinzones trinaban por doquier. Recordó a la joven de rostro alargado y luminoso y bucles rubios y temblorosos, retorcidos como tirabuzones. Durante un instante apareció el estudio de delineación de Kalubrigkeit & Co., vacío, únicamente el señor ingeniero jefe Hartleben se inclinaba sobre un tablero de dibujo. El capitán de caballería no había podido contarle nada de él, y el estudio se oscureció. Calcetines de seda rosas… El capitán de caballería y él habían pasado unas horas en agradable charla, y esta vez la petulancia del señor Von Senden no había desagradado al joven.

Pero mientras estos pensamientos e imágenes remolineaban por su cabeza, sentía como si una mano aferrase su corazón y lo estrujase poco a poco, cada vez con más fuerza. Un presentimiento de grave, siniestra desgracia lo acometió; sobre él se cernían horas tenebrosas, toda su alegría se desvaneció.

—¡No! —dijo—. ¡Nada de abogados! —Echó la cabeza hacia atrás y preguntó a la señorita Palude—: Al fin y al cabo, ¿qué pueden querer de nosotros? Siempre hemos sido honrados con Franz Wagenseil.

La Palude dirigió una mirada compasiva a su jefe, joven e inexperto.

—Ziegenbrink ha dicho —comunicó con tono seco— que no reconoce nuestro extracto de cuenta. Y ha añadido que, de acuerdo con el contrato, no estamos autorizados a retener ni un solo céntimo de las liquidaciones semanales, o nos denunciará. Ziegenbrink ha añadido que no reconoce ninguna de las liquidaciones de Wagenseil, y exige la presentación y examen de nuestros libros.

La señora Palude calló y miró a su patrón, muy preocupada. También él lo estaba, porque sabía que su contabilidad, con su pobre libro de caja, era cualquier cosa menos irreprochable desde el punto de vista comercial. E incluso ese pobre libro solo existía desde hacía dos años, desde la llegada de la señorita Palude. Antes solo había libretas de tapas enceradas, con anotaciones a lápiz redactadas por Karl en el lugar en que se encontrase en ese preciso momento, subido al carro, en la entrega de equipajes, en cualquier esquina.

Karl Siebrecht echó hacia atrás la cabeza.

—Usted, Kalli, Rieke, yo, y hasta Franz, sabemos que siempre se han saldado las cuentas con honradez, y con honradez siempre se sale adelante, señorita Palude —sentenció.

—Es mejor que acuda a un abogado —le aconsejó ella.

—No —insistió él, y de pronto no pudo evitar la risa—. ¿Sabe una cosa, señorita Palude? Todo esto es una falsa alarma. Ziegenbrink descubrirá muy pronto que Franz no tiene un céntimo, y no moverá un dedo.

—Pero usted sí tiene dinero —respondió la señorita Palude—. A Ziegenbrink le da igual de quién provenga la pasta.

—Pues el mío no lo tendrá, y Franz no lo tiene. ¿Apuesta algo a que este lío termina en tres días?

La señorita Palude meneó dubitativa la cabeza. Y hacía bien en dudar. Karl Siebrecht no tardaría en enterarse de que Franz Wagenseil sí que tenía dinero.

Kalli Flau y Rieke, sentados a la mesa de modista, tomaban un improvisado café de merienda. Las telas habían sido apartadas para dejar libre una esquinita de la mesa, que acogía una fea jarra de barro marrón, dos tazas sin plato y, sobre un papel, los bollos, tal como habían llegado de la panadería: unas trenzas con semillas de amapola y unas caracolas. Ambos dieron un respingo culpable cuando Karl Siebrecht entró de improviso. Sabían que él odiaba ese desaliño. Karl pensaba que podían permitirse el lujo de tener una mesa puesta como era debido.

Pero ese día no le apetecía ser pedagógico.

—¡Qué tal, pecadores! —saludó—. ¡He vuelto a pillaros! Sin duda será magnífico abandonarse así, aunque no lo entenderé nunca. No, Rieke, gracias, no quiero taza y tampoco probaré bocado. Hoy he comido en casa del capitán de caballería Von Senden. Sí, he vuelto a verlo y, la verdad, ha sido muy simpático.

Los dos esperaron que añadiera algo. Pero no contó nada más. Karl Siebrecht era poco comunicativo con sus amigos. Prefería preguntar a responder. Ellos ya estaban acostumbrados a eso. Había tomado de la mesa de modista la ruedecita con la que las costureras marcan los patrones y jugueteaba pensativo con ella.

¿T’as peleao con Franz, Karl? —preguntó Rieke con cautela.

Él abandonó, sobresaltado, sus cavilaciones.

—¿Ha contado algo la Palude?

—¿Esa…? ¡A mí no me dice ni palabra! ¡Si no me pue ver! No, Karl, pero habéis escandalizao de lo lindo en tu cuarto, oía vuestros gritos hasta con el ruido de la máquina.

—Te aseguro que yo no he gritado, Rieke.

—Bueno, quizá tú no, al gritar toas las voces suenan iguales a través de la pared. ¿Y s’a dao por vencío?

—No —contestó Karl Siebrecht—, Franz no se ha dado por vencido. —Miró deprisa a Kalli Flau, cuyos ojos oscuros lo observaban en silencio, y agregó—: Nos ha declarado la guerra, Kalli.

—¡Bah, ese viejo rabioso! —comentó Rieke despectiva—. La próxima vez que necesite dinero, volverá a achantarse.

—Pues no se lo daré —repuso Karl Siebrecht, levantándose—. ¡Escucha, Kalli! ¡Presta atención, Rieke! —Eran frases retóricas, pues ellos escuchaban expectantes y estaban atentos como los sabuesos—. Franz ha vuelto a pedirme esta mañana un adelanto de tres mil trescientos marcos para sus estúpidos invernaderos. Ya nos debe once mil setecientos marcos. Le he asegurado que no le daré un céntimo más, y al contrario, que le retendré tres cuartas partes de sus ingresos hasta que salde su deuda. ¿Estás de acuerdo, Kalli? Eres mi socio.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Rieke—. Tenías que haberlo hecho hace dos años, Karl. ¡Viejo putero, lástima de ca marco qu’as gastado en él!

—¿Y bien, Kalli? —volvió a preguntar Karl Siebrecht—. ¿Estás de acuerdo?

—Claro que sí, Karl. Ya sabes que puedes hacer lo que quieras. Yo solo soy tu perro guardián.

—Ay, Kalli, no digas eso, harás que me avergüence. A Franz se le ha acabado el dinero, y con él parece haber perdido también los últimos vestigios de honradez. Por la tarde, en mi ausencia, ha regresado con un abogado y amenaza con inspeccionar los libros y denunciarnos.

—Pues eso es la mar de fácil —opinó Rieke—. Búscate tú también un abogao, el más tunante qu’encuentres.

—Ese mismo consejo me ha dado tu amiga Palude, y le he respondido que no necesito abogado alguno. ¿Qué opinas tú, Kalli? ¿Podremos arreglárnoslas solos? Siempre hemos sido honrados.

—Haz lo que creas oportuno, Karl —volvió a decir Kalli—. Pero si crees que a Franz le vendría bien una buena tunda… —Se remangó las mangas sonriendo—. ¿Lo hago, Karl?

—Este asunto no es como el de Kiesow. Todos nosotros hemos de contenernos. No podemos cometer tonterías.

—Ay, Karl. —Kalli rio—. Con eso solo quieres decir que tú te contendrás y que nosotros no tenemos que hacer tonterías. Bueno, pues nos esforzaremos mucho, ¿verdad, Rieke? —Hizo un gesto alegre a su amiga, a él no le preocupaba mucho Franz Wagenseil.

—Me gustaría saber lo que se propone Franz —dijo Karl Siebrecht, meditabundo—. Quedarse cruzado de brazos sin saber lo que ellos piensan hacer es una sensación infame.

—Por cierto, yo también he visto hoy a Wagenseil —informó de repente Kalli Flau.

—¡No me digas! ¿Tú también? ¿Aquí, en la oficina?

—No, junto a nuestro carro, en la estación de Anhalt. Iba con un hombre, y ambos examinaban los caballos. Era un tipo bastante alto, gordo, parecía un tratante de ganado. Wagenseil lo llamaba Emil.

—¿Emil? Podría ser Emil Engelbrecht, un tratante de caballos. ¿Qué significa eso? ¡No creo que Franz se dedique ahora a comprar caballos!

Todos callaron.

—Hombre, si está examinando sus jamelgos con Emil, será que quie venderlos, eso está claro —dijo Rieke.

—Pero Franz no puede hacerlo. Tiene los tiros justos para nuestros carros, y debe conservarlos, está obligado a ello. No, debe haber algo más.

—Pero si no puede comprar ni vender caballos, ¿qué puede haber detrás? —preguntó Kalli Flau.

—Hombre —contestó Rieke—, los caballos también se puen cambiar.

Se miraron los tres. A continuación, Karl Siebrecht exclamó:

—¡Rieke ha vuelto a dar en el clavo! ¡Sí, Rieke, con su sentido común! Claro, quiere cambiar los caballos por otros peores, eso le dará dinero para su abogado y quizá también para sus invernaderos. Aunque me inclino a creer que ahora su combate contra nosotros le ha hecho olvidar incluso sus invernaderos. ¡Ahora presta atención, Kalli! No hay más remedio, tienes que abordar a sus cocheros. Algunos de ellos son tipos muy formales. Promételes algo…

—Pero ¿qué? ¡Esto no se resuelve con una cerveza o un aguardiente!

—Promételes que en caso necesario los tomaremos a nuestro servicio —aseguró Karl Siebrecht con energía—. Tengo la impresión de que en esta lucha uno se quedará en la cuneta, y ese será Franz Wagenseil. ¡Así que prométeselo! Seguro que ellos también están hartos de la dirección chapucera de Franz. ¡Vete enseguida, Kalli! Toma la bicicleta de Egon, procura alcanzar a todos los cocheros que puedas. Habla con ellos. Entérate de si Franz ha estado inspeccionando también los demás tiros con Engelbrecht, y trátalo sin miramientos, que él tampoco los tendrá con nosotros.

—De acuerdo —contestó Kalli alcanzando su gorra—. Me voy ahora mismo. Pero, Karl, ¿no sería más sensato buscar otro transportista? A juzgar por lo que pagamos, podrías tener diez por el precio de uno.

—¡Ojalá pudiera! —exclamó Karl Siebrecht—. Pero el contrato dice claramente que solo puedo utilizar tiros de Franz. ¡Estamos obligados a trabajar con él, por mucho que nos fastidie! ¡Si tomo un tiro en otra parte, el abogado nos empapelará en el acto! —Miró a Kalli—. Ay, Kalli, tú siempre dices que hago lo correcto. Pero con este contrato cometí la mayor estupidez de mi vida. Jamás volveré a firmar un contrato que me deje a merced de otra persona. En fin, que te vaya bien, Kalli.

—Lo mismo te digo, Karl —deseó Kalli Flau, y ambos jóvenes se marcharon.

Karl Siebrecht caminó sin rumbo por las calles durante horas y horas. Una ominosa opresión gravitaba sobre él, el presentimiento de futuras desgracias se cernía en el horizonte. Qué lejos estaba el Tiergarten, y la muchacha del bolso. ¡Qué trivial parecía ahora la petulancia del señor Von Senden! Estaba a punto de arruinarse, y quien quería arruinarlo era un hombre al que, a pesar de todas sus debilidades, había considerado amigo suyo. O él o yo, se dijo, y lo que lo apesadumbraba era que no existiera otra opción. La aflicción de la juventud se había adueñado de Karl Siebrecht, que veía rotos todos los ideales de la infancia. El mundo era desolador, el sabor de la vida le asqueaba, como si comiese podredumbre. Su corazón gemía bajo el duro golpe…