Un contrato con el señor Von Senden
—Así que aquí está el conquistador de Berlín —dijo el capitán de caballería apartando con cuidado sus largas piernas, primero una y luego otra, del guardafuego de la chimenea—. ¡Karl, hijito, me alegro de verte!
—Yo también me alegro, señor capitán de caballería —contestó Karl Siebrecht sacudiendo con calor la mano estrecha y larga—. Pero ha encanecido usted por completo.
—Sí, muchacho —dijo el capitán de caballería pasándose sin querer la mano por la coronilla, cubierta de pelo blanco como la nieve—. Vienen los años de los que se dice que ya no nos gustan. Dicho sea de paso, tampoco es que me hayan gustado demasiado los precedentes.
—Pues le sienta bien —comentó Karl Siebrecht, contemplando con franca simpatía el rostro del hombre de cuyo afecto se había defendido tanto tiempo.
—Pero aquí estoy, tratándote de tú y llamándote muchacho todavía, cuando te has convertido en un hombre. Un hombre joven, ciertamente; así que ahora tendremos que optar por el usted, ¿no es verdad, señor Siebrecht?
Este, sin embargo, protestó.
—No, no, señor capitán de caballería. Vamos a dejarlo exactamente igual que antes, con el «tú», el «hijito» y «Karl». Es lo que más me gusta. Además, apenas tengo veinte años, soy todavía muy joven.
—Debes de haber tenido mucho éxito, hijito —dijo el capitán de caballería, risueño—, o no te mostrarías tan piadoso conmigo. Hace cuatro años lo que más te habría gustado hubiera sido que te tratase de «señor» y de «usted». ¿Cómo te ha ido en estos cuatro años? Vamos, cuéntamelo.
Estaban sentados en mullidos sillones delante de la chimenea, en la que sin embargo no ardía el fuego. Las ventanas estaban abiertas, y la cálida brisa de mayo hinchaba suavemente las cortinas. El señor Von Senden había vuelto a colocar los pies encima del guardafuego, y Karl vio sus impecables zapatos de charol y sus calcetines de seda de color rosa. ¡Cuánto le gustó! ¡Cómo le recordó los viejos tiempos! Cómo explicaban esos calcetines, que antaño le habían parecido grotescos, la distancia entre el ayer y el hoy. En la actualidad los encontraba plenamente justificados e incluso bonitos.
—Ay, señor capitán de caballería —comenzó Karl Siebrecht—, pero cuénteme primero, por favor, cómo sigue el estudio de delineación. ¿Qué hace el ingeniero jefe Hartleben? ¿Y qué es del gordo de la cicatriz de duelo que me estuvo vejando durante una temporada? ¿Cómo se llamaba…? Creo que Senflein.
—No puedo decirte nada, hijo —contestó el capitán de caballería—. Solo veo raramente a mi cuñado, y ya no tengo nada que ver con sus negocios. Bueno, casi nada —se corrigió—. No se construye impunemente en el oeste. El señor Kalubrigkeit se excedió un poco, surgieron excesivas dificultades con la inspección de obras, la cosa acabó resultándome demasiado aburrida y me retiré. —Contempló pensativo el brillo de sus zapatos de charol—. Pero he de reconocer que la organización de la empresa de mi cuñado es óptima. Actualmente, según oigo decir, es un gran hombre, parece que incluso le espera una condecoración. Porque ya solo construye iglesias. En este momento las iglesias son el colmo de la elegancia; es mucho más elegante que construir grandes almacenes.
—¿Y el señor Hartleben?
—No lo sé. De verdad que no lo sé, hijito. En aquellos días te prestó ayuda, ¿no? Me habló de ello. Lo perdí de vista, uno conoce a tanta gente…, supongo que estará en algún otro estudio de delineación, eso espero.
—Me habría gustado volver a ver al señor Hartleben —dijo Karl Siebrecht pensativo—. Siempre fue muy amable conmigo.
—Claro, te gustaría volver a verlo —comentó el capitán de caballería con su antiguo escepticismo— porque has tenido éxito y has progresado; pero si entretanto él hubiera ido a menos, ese reencuentro no sería muy satisfactorio para él, ¿verdad? Bueno, dejemos esto, hijito, no quisiera arrebatarte un ápice del frescor de tus sentimientos. Veo que todavía conservas tu antigua susceptibilidad. ¿Y a ti cómo te van las cosas? ¿Trabajas ahora en una oficina?
—Sí y no.
Y Karl Siebrecht comenzó su relato. Al principio creyó que podría despacharlo en pocas palabras, describir con unas frases escuetas las dimensiones y finalidad de su empresa. Pero se debiese a ese reencuentro, a la reciente riña con Wagenseil, a lo buen oyente que era el capitán de caballería, o al ánimo que le había infundido la señorita Hermano, el caso es que Karl Siebrecht se vio de pronto ofreciendo una descripción minuciosa de su carrera. Habló de Kiesow y de Kürass, de Wagenseil y de Kupinski, de Kalli, de Rieke, del viejo Busch… Únicamente silenció la declaración de guerra de ese día.
—Vaya, vaya —dijo al final el señor Von Senden—. Me declaro vencido y derrotado, hijo mío. Siempre creí que prestar ayuda sacaría a la gente de apuros. Pero veo que el ser humano llega mucho más lejos sin ayuda. Tú al menos has llegado mucho más lejos que si te hubiera echado una mano. Da igual que tengas siete carros o setenta circulando. Las cifras nunca son un éxito. Sin embargo, tú has conseguido independizarte, confiar en ti mismo, haber llegado a algo en solitario… ¡Yo nunca habría podido ayudarte a conseguir todo eso, Karl! —Contempló al joven con una sonrisa irónica, pero la ironía se dirigía más bien a su propia persona que a su interlocutor—. Me has derrotado —añadió—, y voy a extraer la pertinente moraleja. Te prometo que nunca más volveré a ofrecerte ayuda o dinero, puedes venir a visitarme sin temor. Es más, llegaré al extremo de decirte que no te daré un céntimo por mucho que me lo pidas, porque después no me lo perdonarías. —Se interrumpió—. ¡Caramba! ¡Pero qué cara has puesto, Karl! Creo que he vuelto a decir lo correcto en el momento equivocado. ¿Acaso pretendías pedirme dinero? ¿Necesitas fondos para la empresa? ¿Quieres ampliar capital? En ese caso, no he dicho nada. Aquí tienes a un socio capitalista, que durante cuatro años ni siquiera preguntará si la empresa sigue existiendo. Y ahora dime la suma y en dos minutos tendrás un cheque en el bolsillo. Pero nosotros hablaremos de otra cosa.
—¡No, no, señor capitán de caballería! —exclamó Karl Siebrecht con un suspiro de alivio por haber cerrado una de esas cobardes puertas de retirada—. Ha pronunciado las palabras justas en el momento justo. Tal vez yo he pensado algo parecido; no para hoy, pero sí para más adelante. No le falta razón: si aceptase su ayuda, jamás se lo perdonaría. Pero sobre todo sería usted el que no me lo perdonaría nunca. Porque me apreciará mientras pueda estar orgulloso de mí, y si yo le pidiera ayuda ese orgullo se habría desvanecido.
—No es ninguna tontería lo que acabas de decir —reconoció el capitán de caballería tras un corto silencio—. Así que nos atendremos a lo que acabo de decir: cada uno para sí y Dios para todos. Pero voy a romper en el acto todos mis juramentos y te invitaré a compartir mi comida. Tendrás que reconocer que he sido muy considerado con tu delicadeza: aparte de un sillón, no te he ofrecido nada. Así que come conmigo, seguro que no será tan aburrido. Mi mujer… —comentó sonriendo, y Karl Siebrecht se dio cuenta de que el capitán de caballería había vuelto a adivinar sus pensamientos—, mi mujer está en la ciudad haciendo recados como si tuviera que equiparse para pasar un año en el corazón de África. Sin embargo, solo vamos a pasar cuatro semanas a mi finca de Pomerania Occidental. Así que vamos, hijo mío, a una empresa le viene muy bien tener que arreglárselas a veces sin su jefe.