La señorita Hermano en el Tiergarten
Mientras Karl Siebrecht cruzaba el parque Tiergarten con el verdor de mayo en dirección a la vivienda del señor Von Senden, pensaba que en realidad no conocía a Franz Wagenseil. En esos cuatro años lo había considerado un derrochador imprudente, un forjador de planes ávido de dinero, un hombre de negocios sin escrúpulos no exento de cierta bonhomía. Pero no sabía de qué era capaz ese hombre, hasta dónde se dejaría arrastrar por su codicia y su afán de venganza. Desde luego Franz Wagenseil no era Kiesow, el mozo número 13, él no prepararía asaltos nocturnos, no estaba hecho de esa pasta. Karl Siebrecht, sin embargo, tenía el oscuro presentimiento de que su socio podía ser tan malvado y traicionero como el actual lector de contadores de gas, aunque escogería otros medios. Pero su objetivo siempre sería el dinero, un dinero que arrebataría a su enemigo para dilapidarlo de manera absurda.
Karl Siebrecht continuó caminando por el parque sin ver el verdor joven de los árboles, ni los racimos amarillos del laburno, ni las umbelas malvas y blancas de los lilos. Tampoco veía los vestidos claros de las señoras y de las jóvenes, y cuando tenía que cruzar un camino para jinetes, se limitaba a mirar con impaciencia a los honorables oficiales con sus vistosos uniformes de miembros del Regimiento de la Guardia; los miraba, pero no los veía. Seguía pensando en el señor Franz Wagenseil. ¡Qué hombre había sido entonces, cuando Karl puso el pie en su cochera cuatro años antes! En efecto, estaba tocado del ala, pero también era un tipo enérgico, trabajador, no tan delicado como para no llevar a cabo él mismo un transporte de muebles después de la hora de cierre.
¿Y en la actualidad? Era un juerguista holgazán, un moroso, un iluso… No, a Franz Wagenseil no le había sentado bien ganar dinero sin esfuerzo. Cuanto más ganaba, más aumentaban sus pretensiones. A pesar de sus maquinaciones, Wagenseil era vago hasta la médula, no era el socio adecuado para una empresa pujante. Ya era hora de prescindir de él, había llegado el momento.
Karl Siebrecht dio una vigorosa patada en el suelo y pisó algo blando. Al mismo tiempo, a su lado resonó un grito procedente de unos labios femeninos.
Sobresaltado, miró primero al suelo y después a un lado. Tan enfrascado estaba en su enfrentamiento con Franz Wagenseil que no había visto ni oído nada. Tampoco había reparado en el Tiergarten en primavera, ni había escuchado la exclamación irritada de la jovencita a la que se le había caído el bolso. Incluso había…
—Creo que estoy encima de su bolso… —dijo confundido.
—¿Lo cree? —exclamó la chica, rabiosa—. ¡Pues yo lo sé! ¡Hasta le ha dado un pisotón a propósito!
—Le aseguro que no pretendía pisar su bolso —dijo él sumamente confundido—. Iba pensando…
—¿En qué? —lo apremió ella cuando se atascó—. ¿Acaso pisotea usted a la gente con la que discute?
La contempló con admiración. Pensaba que nunca había visto una chica tan guapa. Era casi tan alta como él, un sombrero blanco de paja en forma de capota y doblado hacia abajo enmarcaba el rostro alargado de mejillas suavemente arreboladas. Largos tirabuzones rubios rozaban levemente esas mejillas.
—¿Y bien? —preguntó ella, desafiante, mientras él continuaba mirándola fijamente, y su rostro enrojeció un poco más—. ¿Y bien? ¿Recogerá al menos mi bolso?
—Por supuesto —repuso Karl, agachándose.
Se incorporó con la cara arrebolada. Intentó limpiar el bolso maltratado, frotándolo con la manga de su chaqueta.
Ella lo contemplaba con muda desaprobación. Al final dijo:
—Cuando haya manchado por completo la manga de su chaqueta, tal vez me lo devuelva.
—¡Oh, perdone…! —replicó él apresuradamente, entregándoselo.
Karl Siebrecht tenía un día desgraciado; más aún: un día feliz y desgraciado. El bolso estaba abierto y, al entregarlo con torpeza, su contenido se derramó sobre el sendero.
—¡Qué torpe es usted! —gritó, enrabietada de verdad.
Los dos se agacharon al mismo tiempo para recoger el contenido esparcido. Sus cabezas chocaron, lo que originó un fuerte encontronazo. Medio agachados, se miraron fijamente: él con inmensa turbación, ella con asombro e ira.
—Pero ¿es posible esto? —exclamó la chica, frotándose la cabeza y enderezándose el sombrero.
—Me estoy comportando como un auténtico idiota —contestó él consciente de su culpabilidad, mientras empezaba a recoger el contenido del bolso: una llave, un espejo, un pañuelo, un monedero…
—¿Que se comporta como un idiota? ¡Es un idiota! —precisó ella—. En mi vida me había sucedido nada semejante. No estará usted mirando la foto… —Y al arrebatársela deprisa, la foto se rompió y en la mano de Karl quedó el fragmento más importante: la cabeza de un universitario con la gorra de su sociedad estudiantil y la mejilla izquierda adornada con dos largas cicatrices de un duelo.
—Esto sí que no ha sido culpa mía —murmuró él, desesperado.
—¡Encima indiscreto! ¿Por qué tenía que curiosear la foto? —Lo miró, despectiva—. Bueno, la verdad es que me da completamente igual, pues es la foto de mi hermano. —Ella se ruborizaba cada vez más bajo la mirada masculina—. ¿A qué viene esa sonrisita? ¡Sí, es mi hermano, de verdad! Estudia Medicina, por si le interesa. —Su mirada traslucía desprecio y altanería.
—Yo no sonrío, se lo aseguro, señorita —se disculpó—. Claro que es su hermano. Tome, y perdone —dijo intentando entregarle la cabeza con los dos tajos.
—¡Haga el favor de tirar ese trozo! ¿Qué voy a hacer con él? Además, me importa un bledo esa foto, me da completamente igual, veo a mi hermano todos los días. —La expresión de sus ojos, su lenguaje furioso y excitado, desmentían sus palabras—. ¡No me mire de ese modo! —exclamó—. ¿Sabe lo que es usted? Un hombre repugnante. El hombre más repugnante que he visto en mi vida. —La joven estaba a punto de echarse a llorar.
—Le pido mil disculpas —dijo él sintiéndose culpable.
—Eso no me sirve de nada —adujo ella—. Me ha estropeado el bolso y ha roto mi foto. —Esto no respondía del todo a los hechos, por lo que añadió deprisa—: ¡Y me ha hecho un chichón! —Se frotó con energía la zona dolorida—. ¿Qué más quiere? ¿Pretende hacerme víctima de un atentado? ¡Váyase de una vez!
—Me gustaría pedirle perdón.
—Acabo de decirle que no lo perdono. Así que márchese.
—De verdad, señorita, se lo ruego…
—¡Váyase ahora mismo! No pienso seguir hablando con usted.
—¡Por favor, señorita! ¡Por favor!
—Bueno, de acuerdo, lo perdono, y ahora váyase. —Ella tenía mucha prisa por desembarazarse de él.
—Deme la mano como prueba de su perdón.
—¡De ningún modo!
—Por favor…
—Bien, de acuerdo, o no me libraré de usted. Adiós, pues, señor… Patoso.
—Adiós, señorita…, señorita…
—Y bien, ¿cómo me llamo? ¿Lo ve? Ni siquiera se le ocurre algo.
—Adiós, señorita… Hermano.
Durante un instante se contemplaron en silencio. Ella no acababa de decidir si enfurecerse o echarse a reír. Por fin se rio.
—¡Así que encima descarado! —exclamó—. Idiota, torpe, descarado…, ¡gracias a Dios, no volveré a verlo nunca más!
—Adiós —contestó él, serio, antes de marcharse.
Cuando se volvió al cabo de diez pasos, la sorprendió recogiendo el trozo de foto que por fin había encontrado. Sus miradas se cruzaron. Con un movimiento furioso, ella proyectó la cabeza hacia atrás, de forma que los largos tirabuzones se levantaron volando, luego le sacó la lengua y se alejó a toda prisa.