Capítulo 38

Declaración de guerra a Franz Wagenseil

Karl Siebrecht está en su habitación. Tras lavarse y afeitarse, se pone la ropa de los domingos. Quiere causar buena impresión al señor Von Senden. Demostrarle que ha progresado de verdad.

Entonces oye a la señorita Palude hablar con alguien al lado. No es la voz de Egon Bremen, el aprendiz pelirrojo y pecoso, sino otra distinta. Durante un instante Karl Siebrecht baraja la posibilidad de abandonar la vivienda por la puerta de casa y no por la de la tienda. La voz del otro lado le resulta muy familiar, por desgracia. Sacude la cabeza disgustado, siempre primero lo desagradable.

—Buenos días, Franz —saluda, entrando en la tienda—. ¿Qué haces tan temprano en la ciudad? ¿O es que has estado controlando de verdad tu cochera? ¡Buena falta haría!

—¡Caramba! —contesta Franz Wagenseil muy sorprendido—. ¡Hay que ver lo descarado que estás de pura mañana! ¿Qué es, por ejemplo, lo que le falta a mi cochera?

—¡Vigilancia, eso es lo que le falta! Los caballos están todos los días pésimamente lavados y peor alimentados. Y los carros ya no se limpian, ¿verdad Franz? ¿Y qué hay de las lonas que me prometiste la semana pasada? Tres carros siguen circulando sin ellas.

Franz Wagenseil permanece asombrosamente tranquilo frente a esas acusaciones.

—¿Las lonas? Pero ¿es que no han llegado todavía? Pues ya deberían estar allí.

—Pues no están, Franz, lo sabes de sobra. Cuando tu encargado del forraje te lo recordó, le dijiste que podía irme a freír espárragos con mis lonas, que no comprarías ninguna.

—Hombre —replica Franz Wagenseil, ofendido—, si estás conchabado con mi encargado del forraje…

—¿Lo dijiste o no lo dijiste, Franz?

—¡Voy a echar a la calle a ese individuo! —grita el transportista—. ¡Menudo perro borracho, mira que irse de la lengua contigo!

—Así que lo dijiste —constata Karl Siebrecht, implacable—. Dentro de tres días estarán allí las lonas, Franz, o las compraré a tu costa.

—¡Ese tipo me las pagará! ¡Lo pondré de patitas en la calle hoy mismo!

—Pues no estaría nada mal. Estoy completamente convencido de que lleva un floreciente pequeño comercio de avena, y yo puedo contar las costillas a tus caballos. En ese caso te encargarás tú, Franz, de alimentarlos y limpiarlos durante un tiempo… ¡Ya verás qué bien os viene eso a ti y al establo! La vagancia no te conviene.

—¿Vagancia? —inquiere furioso Franz Wagenseil—. ¿Tienes idea del trabajo que tengo? Ahora mismo estamos iniciando la construcción en hierro del segundo invernadero.

—Y sin ti apenas serán capaces de levantarla, Franz —se burló Karl Siebrecht—. ¿Algo más? Tengo una cita.

—Me vendría bien algo de dinero —dijo Franz Wagenseil casi con timidez—. Tengo una pequeña factura.

—¿Otro anticipo de la liquidación semanal? ¿Hay dinero, señorita Palude?

Karl Siebrecht no necesita hacer señas a la mujer.

—No hay ni diez marcos en la caja —contesta ella sin parpadear.

—¡Cacatúa! —explota Wagenseil poseído por una furia repentina—. ¡Conozco ya esa patraña! ¡Mientes! ¡Ella esconde siempre el dinero en todos los rincones posibles, tiene esa manía! Tiene que haber dinero para los salarios, como si no fuera primero el jefe y después los trabajadores.

—Yo ya no soy su empleada, señor Wagenseil, gracias a Dios —responde la señorita, mordaz—. Para usted soy la señorita Palude.

—¿Que eres qué? —vocifera Franz Wagenseil agitando los puños—. ¡Una cacatúa es lo que eres y lo seguirás siendo…!

—¡Deja de decir disparates, Wagenseil! —replica con dureza Karl Siebrecht—. Con eso no impresionarás a nadie aquí. Ya lo has oído: no hay dinero, así que tendrás que esperar a la próxima liquidación. Adiós, Franz, he de irme.

Franz Wagenseil se ha contenido; a decir verdad, ese día se controla de una manera asombrosa.

—Un momento, Karl, quisiera hablarte en privado, solo serán unos minutos.

—Solo unos minutos —repite Siebrecht, haciendo que el transportista lo preceda hacia la habitación contigua. Mientras tanto, dice a la señorita Palude—: En cuanto esté terminado el extracto de cuenta, tráigamelo.

—Ahora mismo —dice la señorita Palude, y comienza a escribir muy diligente.

—Bueno, ¿qué es lo que pasa? —pregunta Karl Siebrecht después de cerrar la puerta tras de sí—. Pero te diré ahora mismo, Franz, que no hay dinero. He estado reflexionando sobre este trajín, la historia de los anticipos tiene que terminar. Solo consigues hundirte cada vez más. Arréglate con lo que te corresponde, ganas bastante.

—Tienes toda la razón, Karl —contesta, muy dócil, Franz Wagenseil—. Te aseguro que a partir de ahora se terminó, te lo prometo. Pero hoy tienes que ayudarme, Karl. Por última vez, te lo aseguro.

—Ya he oído demasiado lo de la última vez, Franz. Esto ha terminado definitivamente, te lo garantizo. Ya no hay más dinero.

—Por favor, no seas así. Compréndelo, Karl, no he podido evitarlo. Ese granuja del Ruhr me ha enviado contra reembolso la instalación de calefacción para los dos invernaderos. Con eso no contaba…

—¿Cuánto es?

—Te parecerá una barbaridad, pero tienes que considerar que se trata de un valor seguro. ¡No es dinero malgastado! ¡Cuando estén terminados, los invernaderos valdrán decenas de miles!

A Karl Siebrecht casi le repugnaba tanta palabrería.

—¿Cuánto? —volvió a preguntar.

Wagenseil se atrevió.

—Tres mil doscientos… —respondió, mirando esperanzado al joven.

—Tres mil doscientos… —repitió Karl Siebrecht.

En su cabeza aparecieron la cifra 4.263,50, a la que restó 3.200; quedaban aproximadamente 1.000. Eso significaba que tendrían que ahorrar un año más para llegar donde estaban hoy. ¿Un año? ¿Y cuántas veces se presentaría Franz Wagenseil en ese tiempo con nuevas exigencias?

—No —contestó con dureza—. Eso está completamente descartado, Franz. No vale la pena dedicar ni una palabra más a este asunto. No te daré el dinero.

—¡Tienes que dármelo! —insistió Franz Wagenseil con obstinación—. No puedes dejarme tirado —dijo, y a continuación, en un tono casi suplicante—: Recuerda, Karl, que yo tampoco te dejé tirado en el pasado, yo te ayudé a poner en marcha la empresa.

—Bastante me lo has recordado ya, Franz, y por eso he cedido durante demasiado tiempo. Pero el hecho de que me ayudases un día no te da derecho a arruinarme ahora. ¡Ya te lo he dicho, se acabó!

—¡Pero es que tengo que pagar la calefacción! ¿Qué voy a hacer con unos invernaderos sin calefacción?

—Déjalos como están. Dentro de dos o tres años aún quedarán calefacciones que comprar. ¿Tienes idea de cómo está tu cuenta con nosotros, Franz? Déjeme echarle un vistazo, señorita Palude. Sí, así está bien. Escucha, Franz, tienes con nosotros una deuda de once mil setecientos marcos.

—¡Eso es mentira! —gritó iracundo Wagenseil—. ¡Una estafa! Es obra de esta maldita cacatúa, que está furiosa porque no la trato de señorita. ¡No reconozco esa deuda! Quizá tenga un anticipo de mil marcos, incluso de dos mil, antes debo revisarlo en casa.

—Tranquilízate, Franz. Ahora lo revisaremos juntos, asiento por asiento. Muchas gracias, señorita Palude, de momento no la necesito. Además, hay facturas manuscritas tuyas de cada suma.

—¡Bah, facturas! ¡Me cago en las facturas! —gritó Franz Wagenseil hecho una furia—. Cualquier cabestro puede falsificarlas, todas las que se le antojen.

—Reflexiona un poco sobre tus palabras, Franz —contestó fríamente Karl Siebrecht—. Pero si lo que quieres es que te eche, puedes seguir hablando así.

—¿Qué es esto de seiscientos marcos en enero? Aquí pone «Factura de Porer, seiscientos marcos». ¡Yo no conozco a ningún Porer! ¿Qué pasa, que me estáis apuntando todas vuestras cuentas, eh? Claro, así no me extraña que al final sean once mil setecientos marcos.

—Eso, mi querido Franz, es el abrigo de piel que le regalaste a tu mujer en Navidad. El peletero iba a ir a recogerlo en enero, porque no lo pagaste. Tú me encargaste pagarlo.

—De eso no tienes ninguna prueba escrita —sonrió sarcástico Wagenseil—. ¡Yo niego que te encargase pagar!

—Muy bien, entonces mandaré hoy mismo a buscar el abrigo de pieles de tu mujer. El resto puedes discutirlo con tu Else.

—¿Con esa? ¡Por mí puede irse a freír espárragos!

—Parece que poco a poco estás mandando a demasiada gente a freír espárragos. ¿Cómo piensas saldar tu deuda?

Wagenseil calló, enconado.

—Te propongo que a partir de ahora nos quedemos con tres cuartas partes del importe de tus liquidaciones. A cambio asumiré el pago de los cocheros. Como es natural, estas cantidades se cargarán a tu cuenta. Solo quiero que los cocheros cobren con regularidad.

—De acuerdo —contestó deprisa el transportista—. Con una condición…

—¿Cuál?

—Que me des ahora mismo tres mil doscientos marcos. Digamos que tres mil trescientos, entonces mi deuda contigo ascenderá a quince mil marcos. ¡Es una bonita suma, un número redondo mucho más fácil de recordar!

—No —contestó Karl Siebrecht tras una breve reflexión—. Ya te he dicho que no te daré más dinero, y no hay más que hablar. Once mil setecientos ya son demasiados, te costará casi un año pagarlos.

—¡Pero tengo que pagar mis calefacciones! —insistió, pertinaz, Wagenseil—. No pienso hacer el ridículo delante de mis vecinos. Tengo que terminar los invernaderos.

—Entonces hipoteca tu villa.

—¿Más de lo que ya lo está? —Wagenseil rio—. Ya no veo el tejado, de tantas hipotecas.

—Vaya… En ese caso… —Karl Siebrecht reflexionó—. Voy a hacerte otra propuesta, Franz. Rescindiremos nuestro contrato, y tú me transferirás tu cochera con todo el inventario vivo y muerto. A cambio cancelaré tu deuda y te daré además tres mil trescientos marcos. Con eso quedará sobradamente pagada tu empresa de transportes.

—¿Y de qué voy a vivir entonces? —gritó Wagenseil.

—De lo que vive todo el mundo: de tu trabajo. Piénsalo, Franz, todo eso de la villa y los invernaderos es un puro disparate. Tú no entiendes una palabra de horticultura, comienza otro trabajo sensato. Si eres el tipo más indicado para ello, siempre serás capaz de levantarte. ¡Pero si eres un auténtico tentetieso!

—No —contestó con tono sombrío el transportista—. No, Karl, no me tomes por tonto. La cochera me la quedo yo, y no rescindiremos el contrato.

—Me parece bien. Ya sabes que en recuerdo de tiempos pasados siempre he trabajado a gusto contigo. Pero ocúpate un poco más de los caballos. ¿Qué aspecto tienen los arreos? La mitad de ellos están remendados con bramante.

—Dame dinero y los arreos volverán a estar como es debido.

—Recibes quince marcos al día por cada carro con caballos, por quinientos marcos semanales conseguiría mil carros en Berlín. Y encima recibes tu parte de las ganancias, más elevada aún y que no te ganas en absoluto. No, Franz, tendrás que remendar solo tus arreos, tampoco para eso te daré dinero.

—Entonces que circulen los carros como quieran. ¡Me importa una mierda lo que piense la gente de tu empresa!

—Si la gente habla mal de mi empresa, los ingresos se reducirán, y tú también resultarás perjudicado.

—¡Pues que se vaya todo al diablo! —gritó Wagenseil—. O me das ahora mismo los tres mil trescientos marcos o yo…

Se interrumpió y miró a Karl Siebrecht, que cavilaba apesadumbrado.

—Esos tres mil trescientos marcos son para la calefacción —insistió, incansable, Karl Siebrecht—. Vale, con ellos la instalarás. Ahora un par de preguntas, Franz: ¿Has pagado los trabajos de albañilería?

Wagenseil calló.

—¿Y los movimientos de tierras?

Wagenseil seguía callado.

—¿Has comprado el cristal? ¿El compost para los contenedores de los bancales? ¿El carbón para la calefacción? ¿Tienes dinero para los cultivos? ¿Y para los contenedores de siembra? ¿Dispones de uno, dos, tres años de margen hasta que las instalaciones produzcan beneficios?

El silencio resultaba cada vez más opresivo.

—¡Estás completamente empantanado, Franz! Líbrate de todo eso y empieza de nuevo.

—Para el resto del dinero hay tiempo. Lo primero es pagar hoy la calefacción…

—Pasado mañana, o la semana que viene como muy tarde regresarás. ¡Te conozco, Franz!

—Te juro que si hoy me das el dinero, jamás volveré a pedirte otro anticipo.

—Es mejor que no jures, Franz, porque no puedes mantener tus promesas. Pero si estás tan seguro, puedes concertar conmigo un acuerdo por escrito. Acordaremos que nuestro contrato quedará extinguido y que la cochera pasará a mi propiedad si vuelves a pedirme un anticipo. Y además recibirás tres mil trescientos marcos.

—¡Así que ahí querías llegar! —replicó sarcástico Franz Wagenseil—. ¡Quieres expulsarme de la empresa! Pensar que fui el primero que te hizo ser algo. ¿Qué eras entonces? ¡Un vagabundo, un chico callejero, y así me lo agradeces ahora! —Tomó aliento, mientras Karl Siebrecht se limitaba a observarlo en silencio—. Nadas en el dinero —continuó el otro con amargura—, acabo de escuchar que puedes pagar miles de marcos en cualquier momento. Y yo, que he sido el que te ha conducido al éxito, deambulo por ahí sin diez marcos en el bolsillo. ¡A mí me niegas cualquier ayuda!

—Sí, en serio, mírame, mira la oficina, todo esto te demostrará lo ricos que somos. No poseo una villa, Franz. Tengo dos trajes. Los pocos miles de marcos de la cartilla de ahorros los hemos ahorrado Kalli y yo de nuestro sueldo en casi dos años, con la colaboración de Rieke, por supuesto.

—¡Sueldo! —Franz Wagenseil rio sarcástico—. ¡Claro que podéis ahorrar de vuestros sueldos! Os los ponéis tan altos como os viene en gana.

—Yo cobro trescientos al mes, y Kalli doscientos cincuenta.

—¿Y pretendes que me lo crea? —Wagenseil intentó reír—. ¿Y dónde está todo el dinero que percibís?

—¡Lo tienes tú, Franz, tú! Puedo demostrarte con los libros que recibes casi el ochenta por ciento de los ingresos brutos. Yo lo pago todo con el veinte por ciento restante: acompañantes de los cocheros, oficina, teléfono, impuestos, sueldos… todo. Tienes el contrato más beneficioso del mundo, Franz, yo era un crío tonto cuando lo concerté contigo.

—¿Y ese contrato quieres derogar ahora? Es típico de ti. Pero de eso ni hablar, soy demasiado listo. El contrato es clarísimo, solo yo puedo proporcionarte los carros y los caballos.

—¿Acaso he hecho otra cosa? ¿He intentado siquiera ponerme en contacto con otro transportista?

—Eso te habría acarreado consecuencias nefastas.

La actitud de Franz Wagenseil había cambiado. Parecía hosco y meditabundo. Siebrecht lo observaba con recelo. Ese cambio de conducta traslucía algo.

—Entonces, ¿no piensas darme el dinero, Karl?

—No.

—Piénsalo bien, Karl. Dentro de una semana a lo mejor te alegras de salir bien librado por tan poco dinero.

—Las amenazas carecen de sentido, Franz, no vas a conseguir dinero.

—¡Claro que sí! —gritó Franz Wagenseil con un tono súbitamente triunfal—. ¡Voy a conseguir todo el dinero que tienes y más todavía! —Miró cara a cara al joven con una alegría burlona y perversa. De pronto se echó a reír—. Tú mismo, idiota, me has aconsejado cómo embaucarte. —En ese momento dejó de reírse, parecía arrepentido de haber hablado más de la cuenta—. Hasta mañana, Karl —dijo de pronto, disponiéndose a marcharse.

—Un momento, Franz —gritó Karl Siebrecht.

El transportista se detuvo, su expresión cambió.

—¿Entonces vas a darme el dinero, Karl? —preguntó—. Es muy sensato por tu parte.

—Toma. —Karl Siebrecht señaló la mesa—. Guárdate el extracto de tu cuenta. Lo necesitarás en los próximos tiempos para comparar las cantidades. A partir de ahora retendré el setenta y cinco por ciento de tu parte para saldar la deuda.

El transportista palideció. Después arrugó, iracundo, el extracto y lo tiró a un rincón.

—¡Mira! Eso es lo que vale tu extracto. ¡Así que quieres declararme la guerra, piojoso, que no eres más que un niño de teta! Pues te vas a enterar de lo que vale un peine.

—No quiero declararte la guerra, Franz. Quiero enseñarte un poco de orden comercial. Pero si quieres guerra, la tendrás.

Miró fríamente a Franz Wagenseil. Este se echó a reír.

—¡Mira el chiquitín! —gritó—. ¡No sabes lo que te espera! Tú todavía no me conoces.

—Claro que te conozco —contestó Karl Siebrecht.

Franz Wagenseil se marchó riendo. Pensaba con auténtico regocijo que ese jovencito no tenía ni idea de lo que era capaz Franz Wagenseil.