Cuatro años después
Cuatro años después, es decir, en la primavera de 1914, la Compañía Berlinesa de Transporte de Equipajes tenía en circulación siete carros, y la familia Busch ya no vivía en Wiesenstrasse. Se había mudado con armas y bagajes, con la «inglesa» y los dos jóvenes, a Eichendorffstrasse.
La vivienda, aunque mucho más grande —disponía de cuatro habitaciones, tienda y cocina—, apenas constituía una mejora. Rieke se quejaba a menudo. Primero, porque era de planta baja y apenas recibía sol y nunca aire puro; luego, porque la zona no era nada buena. Es un hecho demostrado que los mejores escritores románticos, los Schlegel, Tieck, Novalis y Eichendorff, prestan su nombre a calles de mala fama. En esas calles había numerosos locales equívocos y damiselas completamente inequívocas. Rieke Busch hacía frecuentes comparaciones entre los proletarios de Wedding y esas damas que hacían la calle, comparaciones poco halagüeñas precisamente para la nueva vivienda.
—¿A qué vienen esas continuas quejas, Rieke? —inquiría Karl Siebrecht irritado—. De sobra lo sé. Pero ¿conoces una vivienda y una tienda mejor situadas para mis fines? ¡Pues a callar!
Y era cierto: la vivienda, la tienda, estaban situadas casi a la salida de Eichendorffstrasse, justo enfrente de la estación de Stettin, que seguía siendo el emplazamiento principal de la Compañía Berlinesa de Transporte de Equipajes, a pesar de que en los últimos tiempos también otras estaciones habían adquirido importancia para la joven empresa, sobre todo Lehrte, pero también Anhalt y Silesia, e incluso Charlottenburg.
Karl Siebrecht había instalado su oficina en la tienda; allí estaba el teléfono con el que se recogían los encargos, imparables, de la clientela privada para que recogieran sus equipajes. Lo atendía la Palude, aquella señorita entrada en años y algo avinagrada que antaño trabajaba en las cocheras y que Karl —con una cierta oposición por parte de Franz Wagenseil— había contratado. Bajo el influjo de Siebrecht la señorita Palude perdió gran parte de su antigua acidez, incluso había decidido aprender a escribir a máquina, y aporreaba con brío ese objeto moderno, lo que inducía una y otra vez a Franz Wagenseil, en sus visitas a la oficina, a comentar:
—¡Lo que son las cosas, conmigo nunca quiso aprender, pero basta que venga un joven apuesto para hacerle cambiar de idea! Cuanto más vieja, más pelleja.
A la señorita Palude la ayudaba el aprendiz de oficinista Egon Bremer, un quinceañero pelirrojo y pecoso, hermano del panadero Bremer de Wiesenstrasse. Aunque su ocupación principal era la de recadero, mensajero y ciclista, siempre de camino entre la oficina y las estaciones para transmitir a cada carro las instrucciones del cuartel general.
Porque Karl Siebrecht aún no había conseguido entrar en las mismas estaciones e instalar oficinas en ellas. Esto no se debía a la dirección de las estaciones, que habían captado a la perfección los beneficios de su servicio. Ni tampoco al ferrocarril, sino única y exclusivamente a la empresa Siebrecht & Flau, que no disponía del capital necesario para el arrendamiento, fianza y equipamiento de las nuevas oficinas. El hecho de que, a pesar de la buena marcha del negocio, la empresa estuviera todavía con una mano delante y otra detrás tampoco se debía a Karl Siebrecht y Kalli Flau, sino única y exclusivamente a…
—Compréndelo, Rieke —dijo Kalli Flau, que había cumplido veintidós años, a su amiga de dieciocho—, no te tomes a la tremenda que Karl esté ahora irritable. Yo en su lugar también lo estaría. Nosotros ahorramos y ahorramos, y Franz tira el dinero a espuertas por la ventana. Ahora pretende incluso construir invernaderos. ¡Quiere cultivar piñas! ¡Le falta un tornillo!
—¡Eso l’a faltao siempre! —contestó Rieke Busch—. Y Karl lo sabe de sobra, pero es demasiao decente. ¡Yo también estoy enfadá con Karl, me enfado porque es demasiao decente!
Sí, los dos chicos, dos hombres jóvenes ya —Karl Siebrecht había cumplido veinte años—, ahorraban. A ellos la marcha del negocio no se les había subido a la cabeza tanto como… a otros. Se habían fijado unos salarios mensuales razonables, nada más. Karl Siebrecht percibía trescientos marcos al mes y Kalli Flau, doscientos cincuenta.
Kalli había insistido en esa pequeña diferencia.
—Noo, noo, Karl —había dicho—. Está muy bien que yo sea tu socio, y así seguiremos, pero en realidad solo lo soy en los letreros de los carros. Tú tienes toda la responsabilidad y todas las preocupaciones; yo solo soy tu perro guardián.
—Bueno, bueno —había respondido Karl Siebrecht—, en cualquier caso eres un perro guardián de primera, y eso cuesta dinero. La verdad es que no sabría qué hacer sin ti.
Y no mentía. Como era natural, habían dejado atrás los tiempos en que ellos mismos viajaban en el carro. Karl Siebrecht se encargaba de dirigir los negocios, se ocupaba de las cuentas y de conseguir fondos, de planificar y ampliar el negocio; permanecía en las estaciones y en la cochera.
Kalli Flau, sin embargo, se relacionaba con la gente. Poseía un don del que carecía Karl Siebrecht: hablar con cualquiera de tú a tú. Estaba continuamente con los cocheros y los cargadores, con los mozos de equipaje y los de cuerda. Y a pesar de que en realidad era un simple perro guardián, un observador, un controlador de la empresa, la gente lo apreciaba. Bromeaba con ellos, también se tomaba a veces una cerveza o un aguardiente —nunca nada más—, aunque ellos sabían que nada escapaba a sus ojos; con él cerca no se podía birlar una sola maleta de los carros.
El auténtico beneficiario de la firma Siebrecht & Flau era Franz Wagenseil. Nadie ganaba con ella tanto dinero como él. Cuando el negocio se puso en marcha, no tardó en abandonar el comercio de forraje y después el de patatas y carbón. Eso ya no compensaba, adujo, todo eso no era más que morralla.
A continuación liquidó también la empresa de transportes. Se conformaba con facilitar vehículos a la Compañía Berlinesa de Transporte de Equipajes, eso rendía lo suficiente. De la cochera se ocupaba un viejo encargado del forraje, así que le bastaba con echar un vistazo una vez por semana.
El empresario, sin embargo, se dio a la buena vida y pasaba el día en la taberna y las noches divirtiéndose con jovencitas. Eso fue en la época en que la señora Else permaneció oficialmente de visita en casa de su madre en Schivelbein, en la Pomerania Ulterior. Pero en medio de una borrachera impresionante, Franz Wagenseil le contó a su amigo Karl que Else se había fugado con un deshollinador. El hecho de que fuera precisamente deshollinador parecía ofender mucho más a Wagenseil que la fuga en sí.
—¡Y encima dicen que los deshollinadores traen suerte! ¡Que venga Dios y lo vea! Pero ¿qué habrá visto Else en un tipo tan renegrido? ¿Tú lo entiendes, Karl?
Karl tampoco lo entendía. De todos modos, Else regresó al cabo de cierto tiempo de visitar a su madre enferma en Schivelbein, Pomerania Ulterior, y retomó las riendas del mando conyugal. Para Franz se terminaron las tabernas y las jovencitas. Else Wagenseil, en lugar de ablandarse, se había vuelto más severa. Quizá ella misma pensaba que había cometido un desliz, si no moral, social, y necesitaba rehabilitarse. Compraron una casa de campo en Erkner. Else y Franz la llamaban «la villa». Y en el huerto de la villa estaban construyendo invernaderos para cultivar piñas. Franz Wagenseil pretendía surtir de piña a todo Berlín. Sabía calcular con exactitud cuántos cientos de miles le reportaría. A costa de Siebrecht & Flau!
Y nada podía parecer menos suntuoso y rico que los locales de la empresa y sus propietarios. La tienda denominada «oficina» solo disponía de lo imprescindible, las estanterías eran de madera de abeto, y la caja consistía en una lata que en su día había contenido pan de especias; todavía se distinguía en la tapa la pintura de colores. Durante el día permanecía en el cajón de la señorita Palude; por la noche Karl Siebrecht se la llevaba a su cuarto. Las sillas siempre escaseaban.
Cuando había que acometer negociaciones importantes que no todos debían escuchar, pasaban de la tienda al cuarto contiguo, orientado también a la calle, en el que dormían los dos jóvenes propietarios. Sus camas se encontraban en el rincón más oscuro de la estancia, detrás de un biombo que no paraba de crujir y que solía caerse. La parte abierta de la habitación contenía una mesa con un par de sillas, una cómoda, dos armarios roperos. Eso era todo. Se lavaban, como antes, en la cocina. El único adorno de la habitación lo constituía una estampa policromada con marco dorado de un velero de tres mástiles. Kalli había comprado el cuadro en algún sitio, y en ciertos momentos de orgullo subido afirmaba que era el arrastrero Emma del capitán Rickmer, en el que había viajado en su día.
Ese era también el único recuerdo marinero de Kalli Flau, que por lo demás se había convertido en una diminuta parte de la ciudad de Berlín. Ya ni siquiera se balanceaba al andar. Con Rieke llegaba a hablar a veces en dialecto berlinés, pero solo si Karl Siebrecht no andaba cerca. A este no le gustaba oírlo: Rieke tenía que hablar un alemán correcto, y Kalli no debía aprender berlinés.
Por lo demás, Kalli Flau era un joven ancho, bajo y corpulento, moreno, de mirada serena y bigotito negro. Siebrecht, que lo había superado en altura hacía mucho, era muy rubio y quizá demasiado delgado, y le sacaba a Kalli más de media cabeza.
El cuarto de costura de Rieke estaba al lado de la habitación de los jóvenes, pero solo era accesible por el pasillo. Allí estaba la inglesa, que todavía no había hecho huelga jamás, y cosía lo que encontraba en el trayecto desde la zona de Oranienburger Tor hasta Eichendorffstrasse. Con los años, Rieke había aprendido tanto que surtía de blusas, enaguas y faldas a plena satisfacción de su clientela, compuesta por gente modesta. A veces también cosía un traje sastre, lo cual suponía un día grande para Rieke.
La clientela de Rieke nunca fue muy numerosa, ni podía serlo: tenía que gobernar una casa con tres hombres y la pequeña Tilda, que ya iba a la escuela.
Las dos hermanas dormían en un cuarto muy estrecho y oscuro que daba al patio. Rieke prefería esa orientación a la de la calle, más luminosa.
—Allí al menos no me paso toa la noche escuchando los gritos y las carcajadas de las mujeres borrachas. Karl, este barrio es una mierda. Wedding es mucho más bonito. ¡Procura que podamos volver a mudarnos pronto de aquí!
Karl solía responder recitando su salmodia del emplazamiento favorable.
En la cuarta habitación, junto a la cocina, una estancia estrecha y sin luz, se había instalado el viejo Busch. El albañil ya había cambiado tres veces de trabajo: de planchador había pasado a portero. Bueno, no exactamente, era demasiado obtuso para ser portero, porque hacía mucho que ya no pronunciaba palabra. Pero barría las escaleras para la portera viuda, mantenía limpios los patios, se ocupaba de la basura, arreglaba inodoros atrancados e incluso hacía pequeñas reparaciones en la instalación eléctrica.
Ya no era preciso vigilarlo tanto. La tempestad que bramaba en su pecho había amainado. No se había librado del peso sobre su corazón, pero se había acostumbrado a él. Cada ocho o cada diez semanas le entraban «sus arrebatos». Entonces iba a la taberna más cercana y se emborrachaba. Todos los taberneros de los alrededores lo conocían, y mandaban recado a Rieke: el viejo ya estaba hasta arriba, así que, por favor, fuera a recogerlo.
Entonces Rieke iba y pagaba, porque el viejo Busch no llevaba nunca ni un céntimo en el bolsillo. Era muy raro que tuviera que tranquilizarlo esa noche. A la mañana siguiente, él retornaba a su puesto.
—Gracias a Dios, hemos vuelto a superar esto para dos meses —comentaba luego Rieke a Karl—. Esta vez no ha gastao más que tres con veinte. Este hombre ca vez aguanta menos, Karl. ¿Tú t’acuerdas de la vez que padre sisó ciento sesenta marcos de tu libreta d’ahorros? ¡Entonces toavía estaba en forma!
—¡Dios, pues claro que me acuerdo! Los doscientos marcos de la vieja Minna —contestó Karl Siebrecht—. Ya va siendo hora de que se los devuelva. ¡Debería darme vergüenza! ¿Cuánto tiempo llevo sin noticias de Minna, Rieke? ¿Dos, tres años?
—La Navidá de hace dos años toavía te mandó un ganso, Karl.
—Y yo ni siquiera se lo agradecí. ¡Y aún no le he mandado el dinero! No hay manera de progresar. Y nunca tengo dinero…