Capítulo 35

La tercera jornada

—¡Lo veo y no lo creo! —dijo el señor Wagenseil cuando Karl entró en la cuadra esa mañana—. Pero ¿qué diablos te ha sucedido, Karl?

—¡Hoy es el día, Franz! —Karl depositó con cuidado sus ramos, cuatro pequeños y dos grandes, sobre una caja de pienso con una sonrisa de satisfacción—. ¡Hoy inaugura su actividad la Compañía Berlinesa de Transporte de Equipajes! ¡Por eso he seguido tu sugerencia, Franz!

Franz Wagenseil lanzó una ojeada a través de la puerta de la cuadra, que se había quedado abierta.

—Y encima llueve a cántaros —dijo con un tono muy poco amable—. ¿No habría sido preferible comprar lirios amarillos y nenúfares, Karl? Con esta lluvia sería lo mejor. Puedo atrapar además unas ranas para ti, de adorno.

—¡Luego, Franz, luego! —repuso Karl Siebrecht, a quien ya no afectaban los cambios de humor de su socio—. Antes me gustaría enganchar los caballos, tengo que estar puntual en la estación. ¿Cuáles me darás? ¿No tendrás en la cuadra alguno paralítico o medio muerto para mí?

—Te iría como anillo al dedo —dijo el transportista, que al contemplar más detenidamente al joven se iba alegrando poco a poco—. ¡Te han dejado hecho un cristo! ¿Desde cuándo estás casado? Por tu aspecto se diría que has salido por la noche y tu parienta te ha dispensado un recibimiento triunfal…

—¡Pues tenías que ver al otro, Franz!

—¿A qué otro?

—Al que me propinó esta paliza. ¡Ese tiene hoy los dos ojos a la virulé!

—¿Te lo ha hecho un mozo?

—Naturalmente. Que a tu Else todavía no le he visto el pelo, Franz.

Pero ni siquiera esa indirecta logró que Wagenseil se picase.

—¿El otro también irá a la estación de Stettin? —preguntó muerto de curiosidad.

—¡Eso ya está arreglado, irá! Ahora hará lo que yo le diga. Por eso hoy será la inauguración de la empresa. Entonces, ¿qué caballos me vas a dar? ¡Exijo los mejores!

Wagenseil le dio al chico tal palmada en el hombro que este soltó un respingo.

—¡Eres la persona idónea, sí señor! —exclamó—. Estos dos días he pensado que había metido la pata, que eras demasiado fino para el negocio, pero eres el hombre adecuado. Y encima traes flores. ¡Escucha siempre los consejos del viejo Wagenseil! ¡Tiene un olfato excelente!

—Pero nada de botones brillantes, Wagenseil.

—¡No vuelvas a corromper mi buen humor! Ya llegarán los botones brillantes, me apuesto lo que sea. Entonces no tendrás que llevarlos tú, sino tus cocheros. Bueno, ahora atiende, esta vez usaremos esos caballos de aquí. Son los que te llevarás todos los días.

—Siempre escucho lo de todos los días, pero esta noche volverás a echarme.

—¡Te digo que no me corrompas ni me pudras, chiquillo estúpido!

—Te corromperé hasta que ya no quede en ti nada que corromper, Franz.

—Eso no lo conseguirás. Ni siquiera Else lo ha conseguido. A lo que íbamos, engancha los caballos, mientras tanto yo sacaré brillo a los cascos. ¡Hoy tienes que tener un tiro recién salido de las caballerizas reales!

—¡Sí, hoy…!

—¡Anda, mico, que a mí no puedes enfadarme! ¿Dónde has pensado poner los ramos? Los pequeños en las anteojeras, ¿verdad? ¿Y los grandes?

—En los portafaroles.

—Correcto, no eres tonto; bueno, solo a veces. Hoy acudiré en persona a la estación a presenciar vuestro trajín. El otro seguro que estará, ¿verdad?

—¡Pues claro que sí!

Sin embargo, Karl no estaba del todo seguro. Por mucho que influyesen las amenazas y el carné incautado, tal vez Kiesow sencillamente no acudiera. Kalli Flau tenía buenos puños y los había utilizado sin contemplaciones…

Pero cuando llegó a la estación de Stettin, comprobó en el acto que Kiesow tenía que haber aparecido por allí, aunque ya no estuviera a la vista. De otro modo, los mozos habrían apartado la mirada al ver el carro y se habrían negado a saludarlo. Hoy todos lo miraban expectantes. Así que habían visto la cara de Kiesow y ahora sentían curiosidad por ver la de su enemigo.

—Buenos días —saludó Karl al pasar; los miró, permitiéndoles una visión plena de su rostro magullado, y chasqueó el látigo satisfecho.

—Buenas… —contestaron ellos, no todos, pero sí la mayoría.

—¡Pues tú también t’as llevao lo tuyo! —gritó uno.

—¿Y por qué no? —contestó risueño Siebrecht por encima de su hombro—. ¡Uno no tiene por qué quedarse con todo!

Se detuvo, desenganchó el caballo de silla y tuvo la sensación clara de que ese día cargaría pronto. No llevaba allí ni dos minutos cuando se acercó uno caminando despacio, precisamente el irascible Kupinski.

Situándose junto al carro, examinó en silencio los adornos florales. Luego abrió la boca y dijo:

—Como para una boda o un entierro. ¿Qué va a ser?

—¡Boda! —contestó escueto Karl Siebrecht.

—¿Y eso por qué?

—Porque hoy empezamos en serio a transportar equipajes.

Kupinski meditó, escupió y respondió:

—Ninguno de nosotros te traerá nada.

—Sí que lo hará alguien —lo contradijo el chico.

—¿Quién?

—Kiesow.

—¡Kiesow! Te burlas de mí. Después de la paliza que le has dado…

—Ha sido con todo cariño. Después hablamos con franqueza y él comprendió que todo era en beneficio suyo.

—¡Mientes!

—Es un beneficio para todos.

—Eso está por ver. Pero lo de Kiesow es mentira.

—¿Te apuestas algo a que Kiesow me trae el equipaje?

—¿Apostar? ¿Y qué apostamos?

—Si Kiesow lo trae, tú también lo harás.

—¿Y tú qué apuestas?

—¿Yo…? —Karl Siebrecht meditó unos instantes, después dijo con osadía—: Todo el dinero que llevo en el bolsillo.

—No será mucho.

—Vamos a verlo —Karl Siebrecht contó. Había que descontar las flores y la comida del día anterior—. Once marcos con ochenta —precisó.

—¿Te los apuestas?

—Me los apuesto.

—¡Hecho! —Kupinski le tendió la mano y Karl Siebrecht se la estrechó en el acto.

—Chico, los vas a perder —añadió Kupinski.

—Dentro de diez minutos lo sabremos —comentó Siebrecht, seguro de su triunfo.

Vio a Kupinski reunirse con los demás, hablar, surgió una conversación encendida, una y otra vez miraban hacia él y su carro. La charla era tan acalorada que se olvidaron de la hora.

En la entrada apareció Kalli Flau con maletas y gritó:

—¡Ya ha llegado el tren de Suecia! ¡Vamos!

Pero el mozo Kiesow lo apartó de un empellón. Tambaleándose bajo su carga corrió hacia el carro, echó encima su equipaje y gritó:

—¡He sido el primero en cargar mis maletas, el tálero es mío! ¡Dámelo, Siebrecht!

—¿Has visto eso, Kupinski? —gritó Karl, loco de alegría, a los mozos estupefactos—. ¡Venga, trae tu equipaje! ¡He ganado la apuesta! —Y entusiasmado empezó a saltar en el carro, gritando—: ¡Vengan aquí! ¡Traigan su equipaje! Lo transportamos al precio más barato de todo Berlín. Somos la Compañía Berlinesa de Transporte de Equipajes. Circulamos de una estación a otra. ¡Somos puntuales, concienzudos, baratos! ¡Vengan, vengan!

Kiesow alzaba hacia él la sombría mirada de dos ojos a la funerala.

—¡Mi tálero! —susurró.

Kalli Flau colocó sus maletas en el carro, agarró de la pierna a Karl y dijo:

—¿Te has vuelto loco, Karl? ¿Qué va a pensar la gente de ti? Creo que eres un hombre de negocios serio, no un payaso.

—Tienes razón, Kalli —exclamó Siebrecht—. ¡Pero no puedo evitarlo! ¡Me siento tan feliz! Ven, Kalli, ¿quieres que te regale una flor? Te quiero…, quiero darte un beso.

Mientras tanto, Siebrecht ya tenía cinco maletas en el carro.

—Ahora cierra el pico, Karl —susurró Kalli Flau—. Ahí viene Beese, con él debes ser sensato. Ese tipo no soporta verte contento.

Y Karl Siebrecht recuperó al punto la sensatez al comprobar que Beese se dirigía efectivamente a su carro. Le entregó su tálero a Kiesow.

—Lárgate, Kiesow, no te lo has ganado, pero no quiero ser así. A partir de ahora, lo pasado, pasado. ¡Procura conseguir algunas maletas más, entra en el vestíbulo y persigue a los tiburones! —Y dirigiéndose al mozo de equipaje, añadió—: Buenos días, señor Beese. Así que quiere usted probar suerte conmigo. Es muy amable.

—Las flores —dijo el señor Beese meneando su larga y triste cabeza de pipa—. Si las hubiera visto antes, no habría venido.

—Las flores no son nada malo, señor Beese.

—Flores —replicó el hombre—. En todas partes donde te llevas un chasco, se ven flores. En el bautizo, en la boda, en el entierro… Pero en el divorcio no hay flores, así son las cosas. Bueno, agarra las maletas, ya que he venido. Cuando regreses a eso de las doce, seguramente la lluvia las habrá estropeado. —Y miró el chaparrón, esperanzado.

La tarde transcurrió aún mejor que la mañana, y el porte de la noche casi llenó por completo el enorme carro. Karl, sin embargo, no llevó consigo al tiburón Tischendorf. Este, siguiendo su estilo de rata, se había pasado todo el día huroneando, husmeando, olfateando…, y en ese momento llegó con tres maletas.

—Toma, tiburón —anunció.

—¡Ya estás bajando esas maletas de mi carro! —ordenó Karl Siebrecht.

—¿Cómo? Pero si habíamos acordado que…

—Nosotros no acordamos nada. Ayer tuviste tu oportunidad, hoy ya no. Solo haré portes a los mozos de equipaje y de cuerda, no a los tiburones.

Karl Siebrecht sabía perfectamente que el día anterior le había dicho otra cosa a Tischendorf. Pero también sabía que, tal como se habían desarrollado los acontecimientos, Hans Tischendorf y sus secuaces supondrían un peligro para él. Estaba aprendiendo el negocio. Con Tischendorf no se había comprometido a nada.

—¡Pensar que tú mismo eras tiburón hace apenas tres días! —exclamó Hans Tischendorf retirando las maletas del carro—. ¡Espera, esto lo lamentarás!

—¿Me estás amenazando? —gritó Siebrecht saltando del carro—. ¡Ven aquí, Tischendorf, espera!

Pero Hans Tischendorf corría con sus tres maletas, a toda velocidad, dando la vuelta alrededor de la estación.

Karl lo siguió con la mirada y sentenció:

—Se acabó el problema.