Capítulo 34

Segunda jornada, por la noche

El dueño de la empresa de transportes estaba sentado en la cuadra rascando con una navaja el barro de sus zapatos cuando Karl Siebrecht entró con los caballos.

—Hola, hijo —dijo alargando la mano abierta—. ¿Traes parné?

—¡Claro! —contestó ufano Karl Siebrecht, entregándole diez marcos. Después añadió despacio, moneda a moneda, un marco y noventa y cinco céntimos—. Es tu parte, Franz.

Wagenseil contempló el dinero, meditabundo, y después escupió encima con fuerza.

—Calderilla —dijo—. Las niñas pequeñas de Jägerstrasse lo llaman dinero para la hucha. ¡Que nuestros críos se queden con las ganas! —Escupió despacio por encima del hombro izquierdo hacia el caballo—. Este dinero seguro que no lo gastaré… hasta que venga el próximo alguacil —sentenció con un suspiro hondo—. Mucho no es, Karl.

—Es el comienzo, Franz —lo consoló Karl Siebrecht—. Ya cambiarán de opinión.

—¿De veras? —preguntó Wagenseil—. Yo no cambiaría mucho por un marco con noventa y cinco.

—Es que los mozos de cuerda son más baratos que tú… Oye, Franz, mañana tienes que darme una lona para proteger las maletas de la lluvia.

—De acuerdo. ¿Tienes mucha camorra con ellos?

—Vamos tirando. Hoy le he sacudido en la cabeza al peor agitador.

—Bien hecho —dijo Wagenseil, contemplando al chico pensativo—. ¿Sabes una cosa? —exclamó con repentina vivacidad—, tendrías que llevar uniforme, entonces te dejarían tranquilo.

—¿Uniforme? ¡Si no soy un empleado oficial!

Wagenseil, sin embargo, estaba entusiasmado con su ocurrencia.

—Tienes que ponerte un abrigo verde largo, hasta los talones. Con botones brillantes. Y luego una gorra verde con una placa de latón donde se lea: «Compañía Berlinesa de Transporte de Equipajes». ¡Karl, muchacho, menuda idea! Tendrás un aspecto colosal. Entonces ya no habrá quien te tosa.

—¡No pienso dejarme disfrazar como un mono! —gritó Karl Siebrecht enfurecido—. No soy un portero de cine. ¡Ni hablar, Franz! Es mejor que te ahorres ese dinero. En la vida me pondré una ropa así.

—Escucha, Karl —contestó Wagenseil con un tono muy amenazador—, vamos a hablar tranquilamente, sin discutir. La idea es excelente, te lo aseguro. Solo que tú no entiendes de publicidad. Pero la publicidad es media vida.

—Sí, sí, sí —concedió Karl Siebrecht aburrido; no tardarían en iniciar la inevitable bronca—. Pero es mejor que no hablemos más de eso. ¡No me voy a poner esa ropa!

—¡Te la pondrás!

—Entonces será mejor que me compres una silla de montar y me montes completamente vestido de rojo en uno de los caballos, y encima del otro pongas a un macaco que toque los platillos… ¡Por publicidad, que no quede!

—Pues en algún sitio tengo una vieja silla de montar —dijo el empresario meditabundo—. No sería una tontería…

—Escucha, Franz —dijo Karl, horrorizado—. ¿Queremos poner en marcha una empresa de transportes o un circo? La gente desea que lleven sus maletas de una estación a otra, y con seriedad…

—¡Seriedad! —gritó Wagenseil levantándose de un salto—. ¿Me estás diciendo en mi propia cuadra que no soy serio? ¡Lárgate de aquí ahora mismo o te echaré con mis propias manos! —Y le arrojó una almohaza que chocó inofensivamente contra la pared.

—Te ha vuelto a dar otro ataque de locura, Franz —dijo Karl Siebrecht en el umbral de la puerta del establo—. Pero lo bueno de ti es que todos los días es diferente.

Se apartó de un salto y el agua del cubo del establo pasó a su lado sin mojarlo, provocando un chasquido en el patio oscuro.

—¡No quiero volver a verte en mi cochera, miserable capón! —vociferó Wagenseil fuera de sí—. ¡Mira que ofrecerme uno con noventa y cinco…! ¡Se le da más a una puta!

—Adiós, Franz, buenas noches —se despidió Karl desde el patio.

Cuando pasó junto a la oficina, la ventana se abrió.

—Eh, Siebrecht, escucha.

—¿Sí?

—Un señor ha preguntado por ti, hará cosa de una hora. Dijo que lo esperases, que volvería.

—¿Quién era? ¿Cómo se llamaba?

—No lo sé. Si tuviera que recordar todos los nombres de la gente que se pasa por aquí, tendría muchísimo que hacer —dijo irritada la avinagrada señorita—. ¡Pero por mí puedes hacer lo que te dé la gana!

—Entonces le haré compañía, no me agrada esperar aquí, en medio de la oscuridad.

—Bueno, pasa. —Cuando Karl Siebrecht entró en la oficina, la mujer preguntó—: ¿Ha vuelto a echarte?

—Sí. —Pero Karl Siebrecht seguía pensando en la persona que había preguntado por él—. ¿Tenía aspecto de marinero?

—No lo sé. Casi había oscurecido cuando se presentó. Y ahora cállate, que tengo que hacer cuentas.

Durante unos diez minutos reinó un profundo silencio en la oficina. Luego entró, arrogante, el señor Wagenseil, que no prestó atención al muchacho.

—Oiga, Karline —gruñó a la mujer—, telefonee a mi parienta. Hoy no iré a cenar. ¡Voy a agarrarme una curda con un marco con noventa y cinco!

La señorita no reaccionó. Estaba haciendo cuentas.

—¿Es que tienes tapones en las orejas, cara de vinagre? —añadió el jefe levantando la voz—. ¡Que llame a mi parienta! Y dígale de paso que ya me he ido, o me llenará los oídos de estupideces.

—Primero, ni soy Karline ni cara de vinagre; segundo, su mujer es su esposa, y tercero…

—¡Tercero, o telefoneas ahora mismo, horquilla de estiércol, o te retuerzo el pescuezo!

El puño de Wagenseil golpeó, atronador, sobre la mesa. La señorita voló hasta el aparato como si hubiera sido arrastrada por una ráfaga de aire. Wagenseil se dejó caer en una silla, sacó la navaja del bolsillo y comenzó a arreglarse las uñas con ella, mientras gruñía malhumorado:

—¿Qué demonios haces aquí todavía?

—Espero a alguien.

—¿A quién?

—No lo sé.

—¡Me gustaría saber qué es lo que sabes! —Se interrumpió—. ¡Eh, usted, pazguata, diga que no estoy aquí!

La señorita le entregó el auricular con una sonrisa agridulce.

—No he podido hacer otra cosa, señor Wagenseil, ella lo ha oído…

—¡Mentira! ¿Sí, Else? —Su voz se suavizó de repente, parecía como si tuviera hipo, tantas veces comenzaba—. Sí, lo siento muchísimo… Se ha hecho un poco tarde, ¿verdad? Tenía un caballo enfermo en el establo, aún estoy esperando al veterinario. ¿Que quiero salir? Qué va, claro que no quiero salir, ¿quién lo dice? Lo ha entendido mal ¿Qué es lo que ha dicho? ¿Que quiero ir a empinar el codo? Esa víbora venenosa, Else…

Su voz sonaba muy suave, pero al mismo tiempo agarró una taladradora de papeles y se la tiró a la señorita. Esta huyó con Karl de la oficina en la que el jefe siguió hablando suavemente por teléfono.

—¿Has visto alguna vez a su mujer? —preguntó en medio de la oscuridad la señorita Palude, la secretaria.

—No, ella se lo come con patatas.

—¡A veces! ¡Precisamente cuando él y ella están en vena! ¡Esta vez se la he pegado bien! Ya no podrá salir esta noche, ella lo llamará cada cinco minutos hasta que él esté hasta las narices y regrese a casa. Yo también me voy. ¿Piensas quedarte a esperar?

—¡Ni hablar! Son más de las nueve, que vuelva cuando le apetezca.

Caminaron juntos un trecho. La señorita avinagrada estaba de un humor excelente por la mala pasada que le había jugado a su jefe. Le contó a Karl un montón de cosas sobre Wagenseil, acerca de sus repentinos ataques de tacañería, de cuando se enfurecía por medio kilo de avena, y de su disparatada manía de adquirir todas las novedades…

—Ahora incluso tengo que aprender a escribir a máquina. Y eso que él ni siquiera habla correctamente el alemán. ¡Le falta un tornillo! Que se busque una nueva, una joven, pero su mujer no se lo permite. Antes siempre había un joven en la oficina, pero ella le permitió contratarme…

Se separaron en Alexanderplatz. Siebrecht intuía que le caía bien a la señorita Palude, y se alegraba por ello. En general lo alegraba todo lo ocurrido en el día. Y ahora iba a ver a Rieke, había conseguido lo que se había propuesto, o estaba a punto de hacerlo. Le resultaría fácil reconciliarse con ellos. Por otra parte, con Kalli prácticamente ya había hecho las paces; sería una velada con Rieke muy agradable.

El chico caminaba cada vez más deprisa, una lluvia fina y tupida azotaba su rostro. Era casi como niebla. Las farolas de gas ardían envueltas en un vapor gris. Tres pasos más allá de ellas reinaba una completa oscuridad.

Siebrecht presentía la dirección que debía seguir. Primero había subido por Dircksenstrasse, y cuando le pareció que giraba demasiado hacia la izquierda, se mantuvo a la derecha. No conocía las calles, iba tanteando el camino, una vez leyó Dragonerstrasse, poco después Münzstrasse. Pero debía de ser una zona mala; lo poco que veía de los edificios a la luz de las farolas de gas tenía un aspecto sucio, cochambroso. En las tabernas se oían voces, los borrachos hacían eses por la calle.

Un caballero con un abrigo largo salió de una bocacalle, escudriñó la calle arriba y abajo y se situó, precavido, en el centro de la calzada. A buena distancia de Karl levantó la mano hacia el sombrero, con lo que casi todo su rostro quedó oculto, y con una voz profunda, forzada a consecuencia tal vez de la niebla, preguntó:

—Perdone, ¿sabe usted dónde estamos?

—No puedo contestarle con exactitud —respondió Karl Siebrecht deteniéndose—. Ahí detrás, en alguna parte, está Alexanderplatz…

El hombre le golpeó el rostro con el puño cerrado. Al mismo tiempo levantó el pie y con toda su fuerza le propinó una patada en el vientre. El chico soltó un grito de dolor y de susto, se dobló hacia delante y cayó al suelo. El otro se arrojó sobre él, veía vagamente su rostro, en el que brillaban los ojos. Le propinó una lluvia de golpes. Karl ya no era capaz de pensar, ni de defenderse.

Estoy acabado, pensó desmadejado.

De pronto notó que le quitaban al desconocido de encima.

—Espera, chico —oyó decir a alguien—. ¡Yo también estoy aquí!

¡Es Kalli!, pensó al borde de la inconsciencia. Pero ¿cómo ha llegado aquí? Pero tiene que ser Kalli, como es lógico, Kalli Flau, mi único amigo…

Después perdió el conocimiento. Debió de permanecer inconsciente apenas unos segundos, porque cuando se incorporó vio allí al otro arrodillado a su lado y oyó ruido de golpes, las súplicas vehementes que musitaba el golpeado. El dolor de su vientre había disminuido.

—¿Eres tú de verdad, Kalli? —preguntó a media voz.

El otro interrumpió un momento sus golpes.

—Claro que soy yo, Karl —contestó, satisfecho—. ¿Quién si no?

Y reanudó la paliza.

—¿A quién le estás sacudiendo? —preguntó Karl Siebrecht—. ¡Para de una vez! Ese ya tiene bastante.

—¡Pero si es Kiesow! —exclamó Kalli Flau—. ¿Acaso no te has dado cuenta? ¡Ha estado siguiéndote toda la noche, incluso hasta la cochera! ¡Y yo lo he seguido a él! —añadió con una sonrisa sarcástica que Karl Siebrecht, más que ver, intuyó.

—¡Tendría que haberlo sabido! —gimió Kiesow, y se incorporó.

Ahora estaban ambos sentados sobre el pavimento mojado de la calle, y en medio, Kalli Flau.

—Sí, habrías debido saberlo, Kiesow —se burló—. ¡Pero eres demasiado tonto! Creíste de verdad que me había peleado con Siebrecht. Eso es imposible, ¿verdad, Karl?

—Claro, Kalli, es imposible —confirmó Karl Siebrecht. Los dolores remitían poco a poco, se sentía muy alegre. Se había quitado un gran peso de encima…

—Aún puedo denunciarte por lo de la gorra roja en la estación de Lehrte —gimió el mozo número 13.

—¡Tú ya no puedes denunciar a nadie, Kiesow! —gritó Kalli Flau encolerizado—. ¡Y como se te ocurra ponerte farruco, te moleré a palos! —Y agitó belicoso los puños ante la nariz de Kiesow, que suspiró aterrado y hundió la cabeza entre los hombros—. Intentó azuzar a los demás contra ti —explicó Kalli Flau—, hoy a mediodía, en la estación de Stettin… ¡Tienes que haberlo visto, Karl!

—Ah, ¿conque era Kiesow el que se ocultó en el retrete?

—Sí. Intentó que te atacasen tres en lugar de uno solo. Pero los otros no fueron tan canallas y se negaron a colaborar. Aunque ciertamente ninguno te avisó.

Durante un instante reinó el silencio. Kiesow seguía jadeando y se limpiaba la cara.

—¿Qué vamos a hacer con él, Karl? —preguntó Kalli mientras ayudaba a su amigo a ponerse en pie—. ¡Este no tiene todavía bastante!

—Os aseguro que no volveré a intentar nada contra vosotros —gimió Kiesow.

—Pues ahora tienes que hacer algo por nosotros —replicó Karl—. Bastante has instigado ya, y nos debes una compensación. Vendrás mañana temprano, y a partir de mañana con regularidad, a la estación de Stettin, y colocarás todo tu equipaje en mi carro.

—¡Mañana, imposible! ¡Mañana no podré andar! —se lamentó Kiesow—. ¡Con la paliza que me ha dado este…!

—¿Acaso andas con la cabeza, Kiesow? —preguntó con tono burlón Kalli Flau—. Solo te he aporreado en tu estúpida cabeza. ¿Es que no lo notas?

—¡Vais a arruinar mi negocio! —clamaba Kiesow—. Para mí no quedará nada si hacéis vosotros los portes principales.

—Te quedarán todas las estaciones salvo las de Anhalt y Potsdam —sentenció Karl Siebrecht—, y sobre todo los portes a domicilio, que hasta ahora habéis cedido a los tiburones. Puedes eliminar a tu querido amigo Tischendorf. De todos modos, aún tengo que ajustar cuentas con esa rata, por llevarse el carro y ensuciar el cartel, tú ya lo sabes, Kiesow.

—Él también lo sabe —gimió Kiesow—. Así que ya lo has averiguado.

Le concedieron un rato. Después, Karl Siebrecht preguntó:

—Bueno, Kiesow, tú dirás. ¿Quieres que vuelva a empezar Kalli?

—Tengo que decir que sí, no me dejáis otra salida. ¡Dos contra uno!

—Dice que sí, pero no vendrá, Karl —opinó Kalli—. Dirá que sí, y seguirá azuzando a nuestras espaldas. Es un perro traicionero y lo seguirá siendo. ¡Eso es lo que eres, Kiesow!

—¡Ahora soy sincero!

—Nunca eres sincero. Y como no lo eres, nos darás en prenda tu carné de mozo de cuerda. Lo conservaremos hasta que hayamos comprobado tu sinceridad.

—Chicos, no os lo puedo dar, lo necesito. Además, no lo llevo encima.

—Acabas de tocarte el bolsillo del pecho, ahí está. No, Kalli, no se lo quites por la fuerza, tiene que entregarlo voluntariamente, o recibirá otra tunda si así lo prefiere.

—¿Y a eso llamas voluntariamente, Siebrecht?

—Dámelo de una vez, Kiesow. Muchas gracias. Lo pondré a buen recaudo, pero no lo llevaré conmigo. Los ataques nocturnos serán inútiles. Hasta mañana, Kiesow, en el tren de Suecia. Vámonos, Kalli, estoy deseando llegar a casa. Y ahora cuéntamelo todo: ¿cómo fue lo de la gorra roja?

El largo camino hasta Wiesenstrasse se les hizo corto, tantas cosas tenían que contarse. Iban agarrados del brazo, primero porque a Karl Siebrecht aún le flojeaban las piernas, y segundo porque les agradaba. Siebrecht reconoció lo injusto que había sido con Kalli Flau, pero este también admitió que Karl tenía razón en ciertas cosas.

—Lo que es verdad, es verdad, Karl —adujo—. A menudo tus eternas críticas y tu manía por los buenos modales nos incomodan. Pero seguramente tienes razón. Ahora creo que nos harás mejorar de verdad.

—¿Lo crees de veras? —inquirió, contento, Karl Siebrecht—. ¿Crees también que el negocio de transportes dará resultado?

—¡A pies juntillas! —contestó Kalli Flau convencido.

Llegaron a Wiesenstrasse pasadas las diez. Rieke, sentada junto a su inacabable costura, levantó la cabeza y dijo a Kalli indignada:

—¿Por qué t’as retrasao tanto, Kalli? ¡Toa la comida s’a quedao hecha una pasta! ¡No m’agas eso otra vez! ¿Has visto a Karl? ¿Cómo le va el negocio? ¿S’a comío mis bocadillos? ¿De qué humor estaba?

—¡Bah, ese imbécil! —replicó, despectivo, Kalli Flau—. ¡Por mí, que lo zurzan con todos sus aspavientos de finolis! ¡Que se atreva a enfrentarse conmigo otra vez!

Caminaba muy ufano de un lado a otro de la cocina con los brazos tensos como un gallo de pelea, y los ojos de Rieke se hacían cada vez más grandes y temerosos.

Pero antes de que ella pudiera decir algo, se abrió la puerta y entró con estrépito Karl Siebrecht, gritando:

—¿Quieres salir de aquí, Kalli? ¿Por qué no bajas al patio? ¡Eso pretendías, cobarde, esconderte aquí con Rieke!

Y recorrió la cocina pavoneándose como un gallo de pelea. Su aspecto era verdaderamente terrible, con el rostro amoratado y ensangrentado por los golpes, el cuello de la camisa roto y las ropas manchadas de la suciedad de la calle…

Los chicos miraron a Rieke. Su cara, cada vez más aterrada, les hacía muchísima gracia; se habían alegrado, tan gozosos, de esa «sorpresa».

—¡Ay, Rieke! —exclamó por fin Karl Siebrecht, sin poder contenerse y estallando en carcajadas. Kalli Flau también explotó.

—¿Os habéis pegao? —exclamó Rieke con hondísima pena—. ¡Ahora s’acabó to! —Y, cubriéndose la cara con las manos, estalló en un llanto ruidoso y desgarrador.

A los chicos se les atragantó la risa. De repente, su estúpida broma ya no les parecía tan divertida.

—¡Rieke! —exclamó Karl Siebrecht, corriendo hacia ella y abrazándola—. No llores, solo era una broma, Rieke. Nos hemos reconciliado.

Y Kalli Flau, al otro lado:

—¡Pero Rieke! ¡Que no nos hemos pegado! De veras. Karl y yo…

Ella se soltó de ambos y, sollozando enfurecida, le espetó a Kalli:

¡L’as apaleao, que lo estoy viendo! ¡Debería darte vergüenza! Eres dos años mayor qu’él y mucho más fuerte. Y le das una zurra, cuando m’abías prometío cuidar d’él.

—Rieke, Rieke —dijo Karl Siebrecht—. Escucha, mujer, él no me ha pegado. Me ha zurrado Kiesow, que me asaltó, y sin Kalli yo estaría ahora en la casa de socorro. Kalli me ha librado atizándolo. Kalli ha cuidado de mí, tal como te prometió.

—¿Es verdá eso? —exclamó mientras las lágrimas corrían por sus mejillas pálidas—. ¿De verdá de la buena? Ay, Kalli, ven aquí. T’as ganao un beso. Si eres mi amigo del alma, cuando los demás no están en casa. Bueno, Karl, venga esa mano. ¿To arreglao?

—Todo, Rieke, todo —confirmó Karl con los ojos brillantes.

—¡Ese t’a zurrao la badana! —dijo ella, mirándolo fijamente.

—¡Pero Kalli le ha dado mucho más a Kiesow! Ese no podrá abrir mañana los ojos.

—Tenís que contármelo to, pero luego. ¡Dios, qué par de idiotas, darme semejante susto! Parecéis críos. ¿Y tú, Kalli, qu’aces ahí parao, sonriendo como un bobo? ¿No t’as fijao en que tu amigo lleva la ropa mojá? ¿Tendrás la amabilidá de ir a casa de la Bromme y traerle ropa seca? ¡Pues andando!

—¿No puedo hacerlo yo mismo?

—¡Ni hablar! Déjalo que vaya. Tú estás de visita. Padre, no te duermas, enciende el fuego, que tengo que cocinar algo para los chicos. ¿T’acuerdas d’él, padre? Es una visita, este no es el Karl de anteayer. Es otro Karl, padre, ha hecho un largo viaje, ha estao mucho tiempo lejos de nosotros. Pero por fin ha vuelto, ¿verdá, Karl?

—Sí, Rieke, he regresado a vuestro lado…

—Por esta vez todavía —dijo Rieke. Pero lo dijo muy bajito, para sí misma, mientras se volvía hacia el fogón.